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7 julio, 2021Bienaventurados los de limpio corazón

Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las bienaventuranzas
La pureza marca a todas las culturas de diferentes maneras. Los sociólogos nos dicen que cada tribu o grupo desarrolla sus propias expectativas con respecto al comportamiento y a las costumbres sociales. Al hablar de pureza, ni Jesús ni la Biblia se adentran en un territorio extraño o desconocido. Sin embargo, la forma en que Jesús y todo el testimonio bíblico desentrañan y elogian el llamado a la pureza resulta sorprendente y distintiva. Hacemos bien en preguntar cómo las palabras de Mateo 5:8 no solo son paralelas a otras moralidades, sino también cómo rompen el molde y muestran la singular belleza del evangelio. Esta bienaventuranza, como las demás, no solo afirma una postura moral o un rasgo de carácter, sino que también la relaciona directamente con un don específico. En este caso, los «limpios de corazón» son los que «verán a Dios». Consideraremos dos elementos distintivos que hablan del camino y del premio atestiguado.
Primero, ver a Dios es un regalo del evangelio de Cristo. Moisés conoció el deseo de ver la gloria de Dios (Ex 33:18), y David oró pidiendo solo una cosa: «… que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor, y para meditar en su templo» (Sal 27:4). El testimonio bíblico apunta tan claramente al hecho de que Dios nos creó con un anhelo por Él, que los primeros cristianos hablaron de nuestra gran esperanza como la «visión beatífica» de Dios. Y el evangelio confirma la promesa de que esta visión de Dios (visio Dei) será concedida cuando haya pasado lo viejo y finalmente se pueda decir: «He aquí, el tabernáculo de Dios está entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos» (Ap 21:3). La fuerte voz del trono llama al lector de Apocalipsis a contemplar («¡He aquí!») la presencia misma de Dios, porque Él estará cerca. En Mateo 17:1-8 aprendemos que es gracias al mediador, al mismo Jesús, que podemos ver la gloria de Dios. Su obra, tanto para nuestra salvación como para nuestra transformación, produce la pureza necesaria y también hace que la belleza del Dios altísimo sea visible (Jn 1:18; 2 Co 4:6). Los que están en Él son los únicos que no tienen razón alguna para temer por el pecado, y tienen todas las razones para contemplar Su gloria con audacia (Mt 17:7-8).
En segundo lugar, esta visión muestra la generosidad y la bondad del Dios que nos adopta y quien es nuestra esperanza y anhelo. El evangelio toma las expectativas típicas de la pureza externa y las reforma. La pureza demandada conduce a la gloria y la bendición celestiales, no a una mera aceptación humana o pertenencia social. El evangelio nos da a Dios. Es por esto que el apóstol que vio a Jesucristo en Su gloria en el camino a Damasco le dijo más adelante a los cristianos de Éfeso que, por gracia, el Dios que lo tiene todo «lo llena todo en todo» (Ef 1:23) y, por lo tanto, ellos pueden asumir confiadamente y en oración que serán «llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios» (3:19). Nuestra salvación involucra nada menos que el regalo de nuestro Salvador. Dios no es simplemente el autor del evangelio, Dios es el fin del evangelio.
«Los de limpio corazón» son aquellos que ven que hemos sido creados para Dios y que, en última instancia, ver a Dios es lo único que nos satisface. Los otros dones son buenos, pero este premio es la mayor bendición. Una faceta crucial del crecimiento en el tipo de pureza visualizada y dada por Jesús es la sensación insaciable de que no nos deleitaríamos en ningún otro bien o recompensa que no fuera Su entrega a nosotros. Con David, los «limpios de corazón» pueden decirle al Señor: «Tú eres mi Señor; ningún bien tengo fuera de ti» (Sal 16:2).