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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las bienaventuranzas
Nuestra familia visitó recientemente el hermoso e imponente Field Museum en Chicago. Su edificio neoclásico domina el paisaje. Uno puede acercarse a él desde muchos ángulos diferentes, pero solo hay una entrada. Te puede dar la impresión de que estás cerca de él, pero dependiendo de dónde te encuentres, es muy probable que estés bastante lejos de la entrada y de los tesoros que contiene.
Las bienaventuranzas presentan la hermosa estructura del carácter de Cristo. No puedes entrar a conocer y apropiarte de Sus riquezas sin pasar primero por Su bendición para aquellos que son pobres en espíritu. Si la cuarta bienaventuranza —«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados»— es el centro del edificio, esta bienaventuranza es la entrada. Debemos entrar vacíos para poder ser llenados.
Ser «pobre en espíritu» significa estar vacío espiritualmente. A menudo nos confunde la palabra «pobre» porque la asociamos rápidamente con una necesidad material. Pero en las Escrituras, incluso en el Antiguo Testamento, «pobre» no implica necesariamente pobreza física. A menudo es un término técnico para aquellos que se dan cuenta de que, en el fondo, necesitan a Dios para todo lo físico y lo espiritual. Esto es lo que Isaías quiso decir cuando proclamó: «El Espíritu del Señor omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres» (Is 61:1, NVI).
Este trasfondo deja en claro que es el Mesías quien suplirá las necesidades de los «pobres». Simeón dijo de Jesucristo en Lucas 2:34: «He aquí, este Niño ha sido puesto para la caída y el levantamiento de muchos». ¿Qué sucede antes del levantamiento? Una caída, la muerte. ¿Qué dijo Jesús? «En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12:24). Debido a nuestra pobreza espiritual natural, debe haber una muerte del yo para que podamos ser llenos de Cristo.
Esta bienaventuranza no está promoviendo una humildad falsa, como la del personaje Uriah Heep de Dickens, quien solía resaltar lo humilde que era. Esa es una humildad que llama la atención sobre sí misma y, por lo tanto, no es humildad en absoluto. Esta bienaventuranza tampoco requiere la supresión de nuestra personalidad. No tenemos que salir de este mundo ni cambiar nuestros nombres para llegar a ser «pobres en espíritu».
Ser pobres en espíritu se trata de que Dios nos conceda una actitud adecuada hacia nosotros mismos y hacia Él. Necesitamos reconocer nuestra deuda de pecado y, en consecuencia, saber que estamos en bancarrota ante Dios. Al entender esto acerca de nosotros mismos, clamamos por misericordia al único que puede borrar nuestra deuda y suplirnos en nuestra bancarrota: clamamos a Dios.
Esto es contrario a gran parte de lo que vemos hoy. El espíritu de nuestra época nos dice que debemos «expresarnos» y «creer» en nosotros mismos. Nos encanta la independencia, la autosuficiencia, la autoconfianza y demás. Las verdades contraculturales de las bienaventuranzas dicen: «Saca el yo para que Dios pueda entrar». Cuando estamos llenos de nosotros mismos, nos perdemos la bendición de la presencia de Dios. Si siempre estamos llenos de nosotros mismos, ni siquiera somos cristianos.
Nunca superaremos esta primera bienaventuranza. Es la base para ascender a las demás. Si nos olvidamos de ella, nos olvidamos de nuestro cristianismo. En Apocalipsis 3:17-18, Jesús le dijo a la gente de la iglesia en Laodicea que ellos dicen que son ricos, que han prosperado y que no necesitan nada. Luego les dice que en realidad son «pobres», por lo que deben acudir a Él para comprarle oro refinado por fuego. Solo así serán verdaderamente ricos, es decir, ricos en Él.
La postura fundamental de esta bienaventuranza se encuentra en el recaudador de impuestos que aparece en Lucas 18:9-14. El fariseo de esta parábola confió en sí mismo y en sus obras ante Dios. En contraste, el recaudador de impuestos dijo: «Dios, ten piedad de mí, pecador». La promesa sigue: «… porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado». Para entrar en el reino de los cielos y allí estar satisfechos en Cristo, primero debemos ser «pobres en espíritu».