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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo V
Pronunciar «Calcedonia» ya es suficientemente difícil; comprender su teología puede incluso ser más intimidante. Sin embargo, el esfuerzo será recompensado en abundancia. Durante los últimos 1500 años, hasta este mismo día, prácticamente todos los teólogos cristianos ortodoxos han definido su «ortodoxia» haciendo referencia al Concilio de Calcedonia. Esto ciertamente incluye a la tradición reformada. No podemos pensar que los antiguos concilios ecuménicos fueron infalibles, pero hemos sostenido generalmente que tuvieron la razón de manera gloriosa en lo que afirmaron, y que los cristianos que toman en serio la Iglesia y su historia deben considerar estos grandes concilios como hitos providenciales en el desarrollo de la historia de vida del pueblo de Dios.
¿De qué se trató Calcedonia? Básicamente estaba tratando de zanjar las secuelas de la controversia arriana del siglo IV. Los teólogos bíblicos habían tenido éxito en su lucha contra el arrianismo para afirmar la deidad de Cristo. Sin embargo, esto ocasionó más controversias. Esta vez, el tema era la relación entre la divinidad y la humanidad en Cristo. Dos tendencias alcanzaron prominencia rápidamente. Una estaba asociada a la Iglesia de Antioquía, que deseaba proteger la realidad plena de la deidad y la humanidad de Cristo. Para hacerlo, tendió a mantenerlas tan separadas como fuera posible. Los antioqueños temían que cualquier mezcla estrecha de las dos naturalezas podría confundirlas. Las limitaciones humanas de Cristo podrían haberse aplicado a Su divinidad, en cuyo caso Él no habría sido completamente Dios. O Sus atributos divinos podrían haberse aplicado a Su humanidad, en cuyo caso Él no habría sido completamente humano. Hasta aquí, todo estaba bien. El problema fue que los antioqueños a veces separaban tanto las dos naturalezas de Cristo, que parecía que Él terminaba siendo dos personas: un hijo humano de María en quien moraba un Hijo divino de Dios. El pensador antioqueño más famoso que asumió esta postura fue Nestorio, un predicador que llegó a ser patriarca (obispo principal) de Constantinopla en el año 428. Nestorio fue condenado por el tercer Concilio Ecuménico de Éfeso en el año 431 (que también condenó al pelagianismo como herejía).
La otra tendencia estaba asociada a la iglesia de Alejandría. Su preocupación principal era proteger a la persona divina del Hijo como el único «sujeto» de la encarnación. En otras palabras, en Cristo solo hay un «yo», solo un agente personal, y ese es la segunda persona de la Trinidad, Dios el Hijo. Y de nuevo, hasta aquí todo estaba bien. El problema fue que los alejandrinos a veces fueron tan celosos por la persona divina de Cristo que podían perder de vista Su humanidad. Para los extremistas de Alejandría, cualquier tipo de énfasis en la naturaleza humana de Cristo parecía amenazar la soberanía de Su sola persona divina. ¿Acaso no sería Cristo dividido en dos personas —la aborrecible herejía nestoriana— si uno insistía demasiado en la plena realidad de Su humanidad?
Los alejandrinos fueron los más activos en difundir sus ideas en el período posterior a la condenación de Nestorio en Éfeso, en el año 431. El mayor pensador de ellos fue Cirilo de Alejandría. Sin embargo, cuando Cirilo falleció en el año 444, un personaje más extremo emergió en su lugar. Fue Eutiquio, uno de los monjes principales de Constantinopla. Eutiquio fue tan radical en su compromiso con la única persona divina de Cristo que no podía tolerar ninguna rivalidad (por así decirlo) de Su humanidad. Por tanto, en una frase infame, Eutiquio enseñó que, en la encarnación, la naturaleza humana de Cristo había sido absorbida y se había perdido en Su divinidad: «como una gota de vino en el mar». Esta postura alejandrina extrema triunfó en otro concilio ecuménico en Éfeso en el 449. No obstante, su victoria se debió no tanto a la argumentación y persuasión teológicas sino a las bandas de monjes alejandrinos rebeldes que controlaron los acontecimientos por medio del terror, apoyados por las tropas del emperador Teodosio II, quien favorecía a Eutiquio.
El concilio fue condenado en la mitad occidental del Imperio romano de habla latina. El papa León el Magno rugió contra él llamándolo el «latrocinio» (nombre que perduró). Después de la muerte del emperador Teodosio, un nuevo emperador, Marciano, convocó un nuevo concilio en Calcedonia (Asia Menor) en el año 451. Esta vez, Eutiquio y los alejandrinos extremos fueron derrotados. El concilio tejió hábilmente todo lo bueno y verdadero de los planteamientos de Antioquía y Alejandría, produciendo así una obra maestra teológica sobre la persona de Cristo:
Nosotros, entonces, siguiendo a los santos padres, todos unánimes enseñamos que se ha de confesar a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo que es perfecto en deidad y el mismo que es perfecto en humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, el mismo con cuerpo y alma racional; consustancial con el Padre en cuanto a su naturaleza divina, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a su naturaleza humana; en todo semejante a nosotros, pero sin pecado; engendrado por el Padre en la eternidad en cuanto a su naturaleza divina, sin embargo en estos últimos días, este mismo, por nosotros y para nuestra salvación, (nacido) de María la virgen, la Theotokos, en cuanto a su naturaleza humana.
Reconocemos a uno solo y el mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, en sus dos naturalezas: dos naturalezas sin mezcla ni confusión; sin cambio ni mutabilidad; sin división y sin separación. La unión de las dos naturalezas no destruye sus diferencias, sino que más bien las propiedades de cada naturaleza se preservan y concurren en una única persona y en una única subsistencia. Estas dos naturalezas no están de ningún modo partidas o divididas entre dos personas, sino que están en uno y el mismo Hijo, Unigénito, Dios Verbo, el Señor Jesucristo, como los profetas nos instruyeron desde el principio, como el mismo Señor Jesucristo nos enseñó, y como el credo de los padres nos lo ha legado.
Tal vez podamos apreciar de mejor forma lo que logró el Concilio de Calcedonia al preguntarnos cuáles habrían sido las consecuencias si Nestorio o Eutiquio hubieran triunfado ese día. Partamos con el nestorianismo. Si la encarnación en verdad consiste en un hijo humano de María siendo habitado por un Hijo divino de Dios, entonces en principio Cristo no es diferente de cualquier humano santo. En cada hombre santificado habita el Hijo. ¿Fue Cristo simplemente el máximo ejemplo de esta realidad? Si es así, no ha ocurrido absolutamente ninguna encarnación verdadera. No podemos decir: «Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios». Solo podemos decir: «Jesús de Nazaret tuvo una relación con el Hijo de Dios». Piensa en las implicaciones de esta afirmación para nuestra doctrina de la expiación. Tendríamos que decir que somos salvos por los sufrimientos de un Jesús meramente humano en quien resultaba que moraba Dios (como en todas las personas santas). ¿Acaso eso no nos llevaría inevitablemente a creer que el sufrimiento humano —tal vez el nuestro— puede expiar nuestros pecados? Y piensa en lo que ocurriría con nuestra adoración. No podríamos adorar a Jesús, sino solo al Hijo divino de Dios que moró en Jesús; esto destruiría por completo la adoración cristiana.
Pero ahora piensa en qué hubiera pasado si el eutiquianismo hubiera triunfado. Si la humanidad de Cristo se perdió y fue absorbida en Su deidad «como una gota de vino en el mar», entonces, de nuevo, no ha ocurrido ninguna verdadera encarnación. En lugar de que Dios se hiciera hombre, tenemos al hombre siendo aniquilado en Dios. Uno puede ver cómo esta idea se habría prestado para toda clase de misticismo que rechaza la humanidad. Después de todo, si Cristo es nuestro patrón, ¿acaso no deberíamos también nosotros buscar que nuestra propia humanidad se pierda y sea absorbida en la deidad como una gota de vino en el mar?
Los padres de Calcedonia se opusieron con firmeza a estas dos tendencias malsanas. Ellos afirmaron que Cristo es en verdad una sola persona divina, no una alianza entre una persona divina y una humana como enseña el nestorianismo. El sujeto, el «yo», el agente personal que hallamos en Jesucristo, es singular y no plural; esta persona es el «Hijo, Unigénito, Dios Verbo, el Señor», la segunda persona de la Deidad. Por eso María es llamada con razón la «madre de Dios», verdad que Nestorio rechazó con vehemencia. ¡La persona que nació de María fue precisamente Dios el Hijo! María es la madre de Dios encarnado (aunque, por supuesto, no es la madre de la naturaleza divina). Los padres de Calcedonia también afirmaron que esta sola persona existe en dos naturalezas diferentes, completa divinidad y completa humanidad, rechazando así la absorción eutiquiana de la una en la otra. Vemos en Cristo todo lo que es ser humano y todo lo que es ser divino en una sola y misma vez, sin que ninguno se vea comprometido por lo otro. Podríamos decir que en Cristo, por primera y última vez, toda la plenitud del ser humano y toda la plenitud del ser divino se han unido y existen unidas en exactamente la misma forma, como el Hijo del Padre y el Portador del Espíritu Santo. O para decirlo de una forma más simple, Cristo es completa y verdaderamente humano, completa y verdaderamente divino, al mismo tiempo, en una sola persona.
Loor al Verbo encarnado,
en humanidad velado;
gloria al Santo de Israel,
cuyo nombre es Emanuel.
Los padres de Calcedonia hicieron un buen trabajo. En asuntos cristológicos, tal vez solo podamos llegar a ser enanos parados en sus hombros de gigantes. Podríamos ver incluso más lejos si nos sentamos allí. Sin embargo, si nos bajamos, dudo que vayamos a ver algo más que lodo nestoriano y eutiquiano.