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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VI
Al leer la «vida de los santos» es difícil y hasta imposible descubrir la verdad sin subterfugios. Este es ciertamente el caso cuando hablamos de Columba, o Columcille, el misionero irlandés a los escoceses y los pictos en la segunda mitad del siglo VI. La biografía de Columba, escrita por Adomnán cien años después de su muerte, contiene todos los elementos característicos de la hagiografía medieval: visiones y revelaciones, profecías, visitaciones angélicas, sanidades, resurrección de muertos y batallas contra las fuerzas de las tinieblas (incluyendo, en el caso de Columba, el desterrar mediante la señal de la cruz a un antepasado del monstruo del lago Ness del siglo VI).
Una vez que hemos hecho el trabajo de detective para separar la paja del trigo, hay ciertos detalles que aún permanecen.
Columba nació en una familia noble alrededor del año 521 en Donegal, Irlanda, y murió en la isla de Iona, en la costa oeste de Escocia en el año 597. Destinado tempranamente al sacerdocio, él hizo votos monásticos y los mantuvo con ferviente celo (se le atribuye la fundación de veinticinco monasterios y cuarenta iglesias ¡a la edad de veinticinco años!). Su temperamento apresurado y obstinado parece haber sido el catalizador de guerras entre clanes y de múltiples muertes. Según la tradición, su consejero espiritual, Molaise de Devenish, le ordenó procurar la conversión de un número de almas igual al de aquellos cuyas muertes había causado.
De cualquier modo, alrededor de los cuarenta y dos años de edad, Columba parece haber sufrido un cambio radical y se comprometió con la obra misionera. Junto con doce acompañantes zarpó a través del Mar de Irlanda y arribó en Iona, que posteriormente se convirtió en su base de operaciones para la conversión de dos de las principales tribus del territorio escocés, los pictos y los escotos, así como de los ingleses del norte.
Lo que Columba realmente creyó y enseñó sigue siendo un misterio para nosotros (el cristianismo celta en Escocia mantuvo importantes diferencias con el cristianismo romano hasta el siglo XI con la influencia de la reina Margarita). Pero su historia ilustra varios principios importantes que se repiten en las crónicas de la expansión de la Iglesia cristiana.
El primer principio es que las meras estrategias para la evangelización nunca son la causa real de su impacto duradero; se necesita un compromiso personal. Las tan citadas palabras de E. M. Bounds han sido ciertas a lo largo de los siglos: «Los hombres están buscando mejores métodos; Dios está buscando mejores hombres. Los hombres son los métodos de Dios». Por imposible que sea hoy en día descifrar la fe personal de Columba a través de las acumulaciones hagiográficas, la profundidad, la determinación y la persistencia de su compromiso con su causa están fuera de toda duda. El reino de Cristo prospera por medio de una pasión debidamente dirigida a su extensión. Esa pasión puede que no sea inmaculada; la prosperidad puede que no sea inmediata. Pero ambas pertenecen a la receta divina para el avance del reino. Después de todo, ¿acaso Sus discípulos no notaron de manera particular el celo del Señor (Jn 2:17)?
En segundo lugar, donde vivimos y servimos, no es el factor determinante de nuestra influencia espiritual. Para algunos sería herético decirlo, pero la realidad es que Iona está de camino a ningún lado. Aquí hay una lección, reflejada también en la vida de los cristianos contemporáneos: una visión mundial no requiere residir en una gran ciudad para prosperar. ¿Existe una desviación creciente en algunos círculos evangélicos hoy en día de que solo en las grandes ciudades, y en las grandes iglesias con sus pastores, se encuentra la acción del reino? Pero la Hipona de Agustín no era Roma, Atenas o Constantinopla. ¿Puedes ubicar a Northamptonshire en un mapa? (¿Por qué harías eso? Bueno, fue allí que nació la pasión de William Carey por la misión mundial); y así pudiéramos seguir. Todo lugar es equidistante al poder y la presencia de Dios. Nunca debemos olvidar esto si nos encontramos en una esfera juzgada como pequeña por el mundo o, tristemente, por la en ocasiones muy mundana iglesia.
El tercer principio es que la manera de Dios, tradicionalmente, es avanzar Su causa a través de fraternidades espirituales. Aquí yace parte del poder del movimiento monástico, y ciertamente de la misión de Columba: él y sus compañeros, unidos por su visión común, estaban dispuestos a arriesgar todo por la causa y por los demás. Este modelo se remonta, a lo largo de la Escritura, a las escuelas de los profetas, al Señor y a los apóstoles, a las misiones apostólicas, a Agustín y sus amigos, a los grandes reformadores y, quizás más notablemente en nuestra propia historia, a los puritanos y el Gran Avivamiento. El hierro con hierro se afila.
La historia de Columba nos anima a orar para que Dios levante obreros para Su mies, y los una para vivir, servir y —si es necesario— darlo todo por Cristo y Su causa. Este, con mucha frecuencia, ha sido el instrumento que Dios usa para hacer avanzar Su reino a las generaciones futuras.
Ahora que lo pienso, en cierto sentido es probablemente cierto que yo, mi familia y muchos de nuestros amigos más cercanos, seamos cristianos hoy en día debido a Columba.
Pero, ¿quién será cristiano mañana por causa de nosotros?