El amanecer de las sociedades misioneras
25 febrero, 2023El perfecto resultado de la paciencia
2 marzo, 2023¿Cómo se aplica a mí la ley de Dios?
¿Dónde debe comenzar un estudio de la ley de Dios y su papel en la vida cristiana? Algunos podrían considerar los Diez Mandamientos como el punto de partida, mientras que otros recurrirían al libro de Deuteronomio. Quizás muy pocas personas piensen en comenzar en los Salmos, pero ahí es precisamente donde comienza nuestro viaje.
El Salmo 119, el más largo del salterio, es una celebración magnífica de la ley de Dios. Es un acróstico, lo que significa que está dividido en veintidós estrofas, una para cada letra del alfabeto hebreo, y cada línea de una estrofa dada comienza con la misma letra. La idea es la de una celebración exhaustiva de la ley, de la A a la Z, por así decirlo. Esta noción de celebrar la ley de Dios puede parecer completamente arcaica en nuestros días porque estamos familiarizados con las enseñanzas del Nuevo Testamento. Nos regocijamos de haber sido redimidos de la ley. Como dice la Escritura: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de Jesucristo» (Jn 1:17).
Como resultado, tendemos a pensar que la ley del Antiguo Testamento es completamente irrelevante para nuestra vida cristiana hoy en día. En este contexto moderno donde se desprecia tanto la ley del Antiguo Testamento, hacemos bien en considerar las palabras del salmista:
¡Cuánto amo Tu ley!
Todo el día es ella mi meditación.
Tus mandamientos me hacen más sabio que mis enemigos,
Porque son míos para siempre.
Tengo más discernimiento que todos mis maestros,
Porque Tus testimonios son mi meditación.
Entiendo más que los ancianos,
Porque Tus preceptos he guardado.
De todo mal camino he refrenado mis pies,
Para guardar Tu palabra.
No me he desviado de Tus ordenanzas,
Porque Tú me has enseñado.
¡Cuán dulces son a mi paladar Tus palabras!,
Sí, más que la miel a mi boca.
De Tus preceptos recibo entendimiento,
Por tanto aborrezco todo camino de mentira (Sal 119:97-104).
Esta sección del Salmo 119 no comienza impartiendo información sino con una exclamación. La frase «¡Cuánto amo Tu ley!» expresa un suspiro de sentimiento muy profundo y, en este caso, el sentimiento es de afecto.
¿Solemos escuchar a los cristianos decir: «Lo que más amo de mi experiencia cristiana es la ley de Dios»? ¿Escuchamos a personas en la iglesia de hoy celebrar la profundidad de su afecto por la ley de Dios? La respuesta obvia es no. Pero a medida que exploramos la ley de Dios, debemos preguntarnos por qué los cristianos no aprecian más la ley de Dios.
¿Qué aspecto de Cristo y Su obra nos llevaría a despreciar o ignorar hoy lo que fue el punto focal de deleite en las vidas de los santos del Antiguo Testamento? Tal vez sea la suposición de que la ley del Antiguo Testamento ya no es relevante para los cristianos del Nuevo Testamento y nuestro crecimiento en la fe. Razonamos que la ley era para los creyentes del Antiguo Testamento, no para nosotros hoy. Para nosotros, la vida cristiana es Cristo, no Moisés; es el evangelio, no la ley.
Es mucho más probable que escuchemos a los cristianos expresar profundas pasiones con exclamaciones como «¡Oh, cuánto te amo, Jesús!» u «¡Oh, cuánto te amo, Señor!». Pero ¿cómo respondería el Señor Jesús a estos sentimientos? Sus palabras a la iglesia naciente son probablemente las mismas palabras que nos diría hoy: «Si ustedes me aman, guardarán Mis mandamientos» (Jn 14:15).
Si un cristiano dice: «Antes amaba la ley, pero ahora amo a Cristo e ignoro la ley», simplemente no ama a Cristo, pues Cristo amó la ley. Las Escrituras nos dicen que Su comida y Su bebida eran hacer la voluntad del Padre (Jn 4:34). Jesús vio toda Su vida como una misión para cumplir cada punto de la ley y lograr la perfecta obediencia a los mandamientos de Dios. Su propósito no era guardar una lista de reglas sino hacer la voluntad del Padre, y el Padre expresa claramente Su voluntad a través de Su ley.
A lo largo del Salmo 119 hay un intercambio constante entre las palabras «ley» y «palabra». Los cristianos de hoy pueden hablar en términos elogiosos de su afecto por la Palabra de Dios, pero tenemos una tendencia a divorciar la Palabra de Dios de la ley de Dios. Sin embargo, esa dicotomía no es evidente en este salmo, donde a lo largo del mismo vemos al salmista recitar repetidamente su afecto tanto por la ley como por la Palabra de Dios. ¿Por qué el salmista amaba tanto la ley de Dios?
Lo primero a notar es que la ley expresaba los mandamientos de Dios, lo que Él quería que Su pueblo hiciera. Cuando los reyes, presidentes, líderes u otros que se sientan en puestos de autoridad pronuncian una directiva, su palabra no debe ser cuestionada. Son el último tribunal de apelaciones, por lo que no hay lugar para la discusión. Su palabra es la ley.
¿Ha cambiado algo acerca de Dios para que hagamos caso omiso de Sus directrices? ¿Su palabra sigue siendo la ley? ¿Él sigue siendo tan soberano como lo fue en el Antiguo Testamento? ¿Es el Dios de Israel y de la iglesia del Nuevo Testamento un Dios que da mandamientos? Su palabra es la ley, y Su ley es Su palabra, porque Su ley expresa Su voluntad. Y esa voluntad, esa ley, es más dulce que la miel (Sal 119:103).
El libro de los Salmos comienza con esta bendición de lo alto: «¡Cuán bienaventurado es el hombre que no anda en el consejo de los impíos, / Ni se detiene en el camino de los pecadores, / Ni se sienta en la silla de los escarnecedores…» (Sal 1:1). Este versículo se refiere a una persona que no vive de acuerdo con los patrones, las costumbres y la sabiduría general de los impíos. Traducido al lenguaje moderno, podría leerse así: «Dichoso el hombre que no es conformista con las costumbres y los patrones culturales de nuestra sociedad, que no sigue la sabiduría popular de nuestros días». Aquí en el Salmo 1 se pronuncia una bendición sobre las personas que no hacen ciertas cosas. ¿Y cuál es el lado positivo? «… sino que en la ley del Señor está su deleite, / Y en Su ley medita de día y de noche!» (v. 2).
Podríamos sentirnos tentados a reescribir esto hoy y decir: «Necio es el hombre que se deleita en la ley del Señor y pierde su tiempo meditando en ella de día y de noche». Podríamos pensar que solo un legalista se deleita en la ley y dedica más de cinco minutos al año a meditar en ella, pero Dios dice: «Bienaventurado es el hombre…».
El salmista continúa diciendo: «Será como árbol plantado junto a corrientes de agua, / Que da su fruto a su tiempo» (v. 3). Imagina el desierto de Judea con el que el salmista y sus lectores originales estaban familiarizados. Piensa en el brote seco que sale de la tierra en ese páramo inhóspito, donde cualquier follaje existente debe luchar cada hora de cada día para sobrevivir contra el sol abrasador y la tierra árida. Y en la distancia, imagina un oasis donde los árboles son exuberantes y están llenos de frutos porque están plantados junto al arroyo. O imagina la desembocadura del río Jordán y los árboles que crecen junto a él, cuyas raíces se extienden profundamente en la tierra, absorbiendo la humedad y los nutrientes. Estos árboles son robustos y producen frutos abundantes. Es como si Dios dijera: «Bienaventurado el hombre que medita en Mi ley de día y de noche. No será como un árbol plantado en medio del desierto, con una raíz diminuta y luchando por sobrevivir. Será como el árbol plantado junto a corrientes de agua viva que da fruto a su tiempo».
Si hay un secreto que permanece oculto a la vista del cristiano moderno, ese secreto se encuentra en los libros del Antiguo Testamento —no solo en la Ley, sino también en los Profetas y la Literatura Sapiencial—, pues juntos revelan el carácter de Dios. Si nos preguntamos por qué Dios nos parece extraño, como un extraterrestre o un intruso en nuestras vidas; si tropezamos y andamos a tientas en la oscuridad tratando de entender cómo vivir en una era relativista; y si nos sentimos como paja que el viento se lleva con la brisa más ligera; entonces tenemos que volver atrás y considerar la ley de Dios.