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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo
En un torneo del PGA Tour en octubre de 2015, Ben Crane se autodescalificó tras completar su segunda ronda. Lo hizo con un coste económico considerable. Pero no le importó: Crane creyó que el coste personal de no hacerlo habría sido mayor (animado por un artículo devocional que había leído esa mañana de Davis Love III, el distinguido excapitán de la Copa Ryder).
Crane se dio cuenta de que había roto una de las reglas menos conocidas del golf. Si recuerdo bien la historia, mientras estaba en un obstáculo buscando su bola, apoyó su palo en una piedra. Abandonó la bola, asumió la penalización requerida por hacerlo, siguió jugando y terminó su ronda. Pudo haber pasado cómodamente la eliminatoria del viernes por la noche; le esperaba un fin de semana muy exitoso desde el punto de vista financiero. Entonces Ben Crane pensó: «¿Debí haber incluido una penalización por haber dejado mi palo en un obstáculo?». Pues sí (regla 13.4a). Así que se descalificó.

(¿Entiendes la idea? Esperemos que ningún lector de Tabletalk se quede despierto esta noche sabiendo que el trofeo se ganó ilegalmente).
Crane fue ampliamente elogiado por su acción. No hubo una avalancha de ataques rencorosos o denigrantes en el ciberespacio ni correos de odio por su estrechez de mente. Todo el reconocimiento para él. Curiosamente, nadie dijo o escribió: «Ben Crane es un legalista».
No, Tabletalk no va a iniciar una nueva columna de deportes este mes. Pero qué extraño es ver tantos elogios por su atención detallada a las reglas del golf y, sin embargo, lo contrario cuando se trata de las reglas de la vida, la (mucho más sencilla) ley de Dios, incluso en la iglesia.
Hay un problema en alguna parte.
EL PROBLEMA
Ni Jesús ni Pablo tenían problemas con la ley. Pablo escribió que su evangelio de la gracia sostiene y confirma la ley (Ro 3:31), incluso las leyes de Dios en su forma negativa, ya que «la gracia de Dios… nos enseña a rechazar» (Tit 2:11-12 NVI). ¿Y recuerdas las palabras de Jesús en Mateo 5:17-19? Nuestra actitud ante la ley es una prueba de fuego de nuestra relación con el reino de Dios.
Entonces, ¿cuál es el problema? El verdadero problema es que no entendemos la gracia. Si lo hiciéramos, también nos daríamos cuenta de por qué John Newton, autor de Sublime gracia, pudo escribir: «En el fondo de la mayoría de los errores religiosos está la ignorancia de la naturaleza y del diseño de la ley».
Esta es una cuestión profunda. En la Escritura, la persona que comprende la gracia ama la ley. (Por cierto, las meras polémicas contra el antinomianismo tampoco pueden producir esto).
Piensa de nuevo en Ben Crane. ¿Por qué él guarda las complejas reglas del golf? Porque ama el juego. Algo similar, pero mayor, es cierto para el creyente. Si amamos al Señor, amaremos Su ley, porque es Suya. Todo se basa en esta hermosa simplicidad bíblica.
Piensa en esto en términos de tres hombres y las tres «etapas» o «épocas» que representan: Adán, Moisés y Jesús.
ADÁN
En la creación, Dios dio mandamientos. Expresaban Su voluntad. Y como Él es un Dios bueno, sabio, amoroso y generoso, Sus mandamientos son siempre para nuestro bien. Él quiere ser un Padre para nosotros.
Tan pronto como Dios creó al hombre y a la mujer a Su imagen (Gn 1:26-28, una afirmación enormemente significativa), les dio estatutos que debían seguir (v. 29). El contexto deja clara la razón: Él es el Señor; ellos son Su imagen. Los hizo para que le reflejaran. Él es el Señor cósmico y ellos los señores terrenales. Su objetivo es que disfruten el uno del otro y de la creación en una comunión de vida (1:26-2:3). Así que les dio un comienzo: un jardín en el Edén (2:7). Él quiere que extiendan ese jardín hasta los confines de la tierra y que lo disfruten como creadores en miniatura, imitando así al gran Creador original (1:28-29).
Así que los mandatos de Dios en la creación tenían como objetivo que reflejáramos Su imagen y Su gloria. Los portadores de Su imagen han sido hechos para ser como Él. De una forma u otra, todos los mandatos divinos tienen consagrado este principio: «Eres mi imagen y mi semejanza. Sé como Yo». Esto se refleja en Su mandato: «Santos serán porque Yo, el SEÑOR su Dios, soy santo» (Lv 19:2).
Aquí está implícito que los portadores de la imagen de Dios han sido creados, por así decirlo, para reflejarle. Sí, se les dan leyes externas, pero estas simplemente proporcionan aplicaciones específicas de las «leyes» incorporadas en la imagen divina, leyes que ya están en la conciencia.
Por tanto, era instintivo que Adán y Eva imitaran a Dios, que fueran como Él, porque fueron creados a Su imagen y semejanza, así como el pequeño Set habría de comportarse instintivamente como su padre, Adán, porque era «a su semejanza, conforme a su imagen» (Gn 5:3). De tal padre, tal hijo.
Pero entonces vino la caída: el pecado, la falta de conformidad con la ley revelada de Dios y la distorsión de la imagen dieron lugar a un mal funcionamiento de los instintos humanos internos. La imagen que reflejaba se apartó de la mirada y de la vida de Dios, y desde entonces todos los hombres (excepto Cristo) comparten esta condición. El Señor sigue siendo el mismo. Su diseño para Su imagen sigue siendo el mismo. Pero la imagen está estropeada. El virrey que fue creado para convertir el polvo en un jardín se ha convertido en polvo:
Con el sudor de tu rostro
Comerás el pan
Hasta que vuelvas a la tierra,
Porque de ella fuiste tomado;
Pues polvo eres,
Y al polvo volverás (Gn 3:19).
Seguimos siendo la imagen de Dios y las leyes que rigen nuestra mejor manera de vivir no han cambiado. Pero ahora estamos demacrados y gastados, retorcidos por dentro, descentrados, distorsionados, llevando el aroma de la muerte. Antes éramos jefes de operaciones, ahora somos vagabundos que sobreviven robando al Propietario de la empresa (Yahvé e Hijo) que tan generosamente nos proveyó. La ley interior sigue funcionando, pero en el mejor de los casos de forma poco fiable, no porque la ley sea defectuosa sino porque nosotros lo somos.
Porque cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos. Porque muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos (Ro 2:14-15; ver también 7:7-25).
Pero Dios quiere Su retrato, Su imagen, de regreso.
MOISÉS
En esencia, la ley mosaica, resumida en el Decálogo, fue una reescritura en tablas de piedra de la constitución escrita en el corazón del hombre en la creación. Pero ahora esa ley llegó a un hombre caído e incluyó ofrendas por el pecado para abordar la nueva condición de la humanidad. Se le dio a una nación específica en una tierra específica. Y se le dio hasta la venida del Redentor prometido en Génesis 3:15. Por lo tanto, en gran medida se dio en términos negativos, con aplicaciones añadidas relevantes para una nación específica en una tierra específica, hasta el día en que los tipos y sacrificios de esa ley se cumplieran en Cristo.
La ley se le dio a las personas como a un «menor de edad» (Gá 3:23-4:5), en gran medida en forma negativa. Nosotros también enseñamos a nuestros hijos: «¡No metas el destornillador en el enchufe!», mucho antes de explicarles cómo funciona la electricidad. Es la forma más sencilla y segura de protegerlos.
Pero los creyentes del antiguo pacto ya tenían claro que las negaciones de la ley encerraban mandatos positivos. La negación «No tendrás otros dioses delante de mí» implicaba la imagen a color y desarrollada de amar al Señor con todo el corazón y los mandamientos del dos al cuatro daban cuerpo a esa imagen. El resto de los mandamientos eran negativos que se desarrollaban en «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
Además, dado que los sacrificios de animales sustituían los pecados de los humanos, era evidente que no carecían de proporción y no podían otorgar el perdón que ilustraban. Un creyente del antiguo pacto podía comprobarlo yendo al templo dos días seguidos: el sacerdote estaba de pie ante el altar, ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios (He 10:1-4, 11). El sacrificio adecuado y final aún estaba por llegar.
Y entonces el Decálogo recibió una aplicación civil para el pueblo en la tierra. Pero estas leyes locales ya no funcionarían de la misma manera para el pueblo de Dios cuando este se dispersara por todas las naciones. La preservación y el avance de Su reino ya no dependerían más de ellas.
Todo esto está bien expresado en la enseñanza de la Confesión de Fe de Westminster de que la «ley moral» continúa, la «ley ceremonial» fue abrogada y la «ley civil» expiró, aunque es evidente que todavía podemos aprender mucho de las legislaciones ceremonial y civil (19.3-5). Un creyente del antiguo pacto podría entender esto, aunque con menos claridad. Al fin y al cabo, solo el Decálogo se colocó en el arca, como expresión del propio carácter y el corazón de Dios. Sí, la ley era una porque el Dios que la dio es uno. Pero la ley de Moisés no era monolítica: era multidimensional, tenía un fundamento y también ámbitos de aplicación. Lo primero era permanente; lo segundo eran disposiciones provisionales hasta que el día amaneciera.
Los creyentes del antiguo pacto realmente amaban la ley. Se deleitaban en ella. A su Dios del pacto eso le importaba tanto que reformuló Sus instrucciones originales para que pudieran guiar al pueblo como pecadores que eran. Los creyentes del antiguo pacto que conocían y meditaban en el Decálogo y en toda la Torá (la ley) crecerían en su capacidad de aplicarla a todas las providencias de Dios en sus vidas (Sal 1). Con todas sus normas y reglamentos, la ley de Dios proporcionaba seguridad y dirección para toda la vida.
Al final de mi primer año de universidad, enseñé en una escuela para jóvenes delincuentes. Sus vidas estaban fuertemente limitadas. Pero, para mi sorpresa, tenían en común un extraordinario espíritu de equipo, lealtad y orgullo por su escuela. Al principio esto me desconcertó. Luego me di cuenta de que estos chicos sabían dónde estaban. Estaban a salvo y salvaguardados de sí mismos y de sus rebeldías. Los profesores los disciplinaban con afecto. Quizá por primera vez en sus vidas, recibían comidas regulares. Sí, las normas a veces les molestaban; al fin y al cabo eran pecadores. Pero estaban a salvo. Algunos de ellos incluso volvieron a transgredir solo para poder volver al entorno de la escuela. Comprendí el motivo, aunque no podía aprobarlo. Allí tenían cuidado y seguridad.
Pablo utiliza una ilustración no muy diferente en Gálatas 3-4. Los creyentes del antiguo pacto eran herederos menores de edad, que vivían en el entorno restringido de la ley mosaica. Pero ahora, en Cristo, la historia redentora ya ha alcanzado la mayoría de edad. Existe una nueva dimensión de libertad. No necesitas comprobar el calendario para ver si es un día santo. No necesitas comprobar la carne ni revisar de qué está hecha tu ropa. No necesitas llevar más sacrificios al templo. Ahora que Cristo ha venido, nos han dejado salir del reformatorio. «De manera que la ley ha venido a ser nuestro guía para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe» (Gá 3:24). Sin embargo, la ley en donde se apoya esto, ¿por qué habría de cambiar? ¿Por qué vamos a ser menos obedientes al mismo Padre?
Ya estamos descubriendo que no podemos comprender plenamente la ley de Moisés sin pensar en Jesús. Dios tiene la intención de restaurar Su retrato.
JESÚS
Jesús vino a recrear una humanidad nueva y verdadera, marcada por un amor interno restaurado hacia el Señor y un deseo de ser como Él. La ley por sí misma no puede hacer eso en nosotros. Para lograrlo se necesita perdón, liberación y poder. Esto lo proporciona Dios en Jesucristo y por el Espíritu.
Pues lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la carne, Dios lo hizo: enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne, para que el requisito de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Ro 8:3-4).
Tal vez porque sabía que la gente sacaría conclusiones erróneas de Sus enseñanzas (y así fue), Jesús explicó que no había venido a abolir, sino a cumplir la ley. Él llenaría a plenitud la «medida» que Moisés había dado (Mt 5:17-20). Dejó claro que también pretendía restaurar el retrato y la imagen de Dios en nosotros (Mt 5:21-48). Como sabemos, trazó una serie de contrastes. Pero Sus palabras no fueron: «Está escrito… pero yo les digo…»; más bien fueron: «Han oído que se dijo… pero yo les digo…». No estaba contrastando Su enseñanza con la ley de Dios, sino con las interpretaciones y distorsiones rabínicas de la misma.
Sin embargo, hay una diferencia importante en el nuevo pacto. Moisés ascendió al monte terrenal de Dios y bajó con la ley escrita en tablas de piedra. Pero más tarde, expresó su anhelo de que el Señor pusiera Su Espíritu sobre todo el pueblo (Nm 11:29). La ley de Moisés podía ordenar, pero no podía dar poder. En cambio, Jesús ascendió al monte celestial de Dios y bajó en el Espíritu para escribir Su ley en nuestros corazones.
El libro de Hebreos lo afirma explícitamente en dos ocasiones citando a Jeremías 31:31 (He 8:10; 10:16, la única «ley» que puede estar a la vista aquí son los Diez Mandamientos). El Señor de la ley ha reescrito la ley del Señor en nuestros corazones por medio de Su Espíritu. Fortalecidos desde dentro por el Espíritu de Jesús que cumple la ley, amamos la ley porque amamos al Señor. Al igual que en el antiguo pacto el principio de vida era «Yo que te amo soy santo, ámame y sé santo tú también», en el nuevo pacto el principio de vida también puede resumirse en una frase: «El Hijo de Dios, Jesús, es la imagen de Dios en nuestra naturaleza humana; así que sé como Jesús». A fin de cuentas, que lleguemos a ser como Cristo siempre ha sido el objetivo último del Padre para nosotros.
Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó (Ro 8:29-30).
AMA LA LEY DE DIOS
«Tienes que amar la ley» tiene un doble significado. Tienes que amarla: es un mandato. Pero al mismo tiempo, «tienes que amarla» porque es muy buena. Por supuesto que lo es. Es un regalo de tu Padre celestial. Está destinada a mantenerte seguro y bien, a darte seguridad y a ayudarte a andar por la vida. Toma el Catecismo Menor de Westminster (o mejor, el Catecismo Mayor) y lee la sección sobre los mandamientos. Allí aprenderás a utilizar y aplicar las reglas del juego de la vida. Son mucho más fáciles de entender que las reglas del golf.
Cuando Jesús dijo: «Si ustedes me aman, guardarán Mis mandamientos» (Jn 14:15), solo hacía eco de las palabras de Su Padre. En realidad, es simple, pero lo exige todo. Como dice el himno de John H. Sammis:
Obedecer cumple a nuestro deber.
Si queréis ser felices, debéis obedecer.