El peligro de la falsa modestia
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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XIV
El 28 de febrero de 2013, el papa Benedicto XVI renunció al papado. Seis días más tarde, Jorge Mario Bergoglio, un sacerdote jesuita y arzobispo de Buenos Aires, fue elegido por el Colegio Cardenalicio e instituido como papa Francisco I, poniendo fin a una notable serie de acontecimientos. La renuncia papal y la asunción de Francisco nos remiten al último papa que renunció, Gregorio XII (1415), y a la historia maravillosamente desordenada del papado de Aviñón.
Sobre papas y antipapas
Si creemos el mito popular, podríamos pensar que ha habido una sucesión ininterrumpida de papas en Roma desde Pedro. Pero según los eruditos del catolicismo romano, ha habido no menos de cuarenta y seis «antipapas» en la historia del papado, y a principios del siglo XV, hubo no menos que tres papas gobernando simultáneamente. El número de los antipapas depende, por supuesto, de cuándo consideramos que el papado inició realmente. Incluso si comenzamos con Gregorio I (que reinó entre 590-604), el número de antipapas es menor, pero sigue siendo impresionante. Un escritor católico romano define al antipapa como «una persona que tomó el nombre de papa y ejerció o pretendió ejercer sus funciones sin un fundamento canónico». Esto significa que un antipapa es cualquiera que alguna vez haya pretendido ser papa, pero que Roma no lo reconoce ahora como tal.
Una de las razones por las que los eruditos católicos romanos tradicionalistas recurren a este enfoque es el papado de Aviñón. Desde 1305 hasta 1378, el papado se trasladó a Aviñón, Francia (a casi 684 kilómetros de París), y desde 1378 hasta 1415, hubo dos papas y a veces tres papas, uno de los cuales estuvo en Aviñón. En 1370, el papa Gregorio XI intentó devolver el papado a Roma, aunque solo fuera para reafirmar el control papal y romano de la península italiana. A su muerte, en 1378, el problema de los antipapas se intensificó con la elección de Urbano VI (que reinó entre 1378-1389) en Roma. Fue tan poco popular con el pueblo que los cardenales mintieron sobre a quién habían elegido. También fue poco popular entre algunos cardenales porque se decía que tenía mal genio y, lo más escandaloso, porque acusaba a los cardenales de vivir con ostentación, lo cual fue una acusación verdadera. En represalia, algunos electores lo acusaron de demencia.
Como reacción a la elección de Urbano, algunos de los electores papales se trasladaron a Aviñón, donde el papado había estado desde 1305 (excepto entre 1328 y 1330, cuando había un papa competidor en Roma). Allí eligieron al cardenal Roberto de Ginebra como Clemente VII (que reinó entre 1378-1394). Siguió una sucesión de papas y antipapas en Roma y Aviñón entre 1378 y 1409, cuando las cosas tomaron un giro aún más extraño.
La crisis se profundiza
En 1409, el Concilio de Pisa, con la asistencia de los obispos cardenales, destituyó al papa de Aviñón, Benedicto XIII (que reinó entre 1394-1415), y al papa romano, Gregorio XIII (que reinó entre 1410-1415), y eligieron a Alejandro V (que reinó entre 1409-1410). Este movimiento fracasó, con el resultado de que ahora había tres papas en competencia. Para complicar aún más las cosas, el mandato de Alejandro V fue muy breve. Le sucedió Juan XXIII (que reinó entre 1410-1415). Cada uno de los «papas» había excomulgado a los demás y a sus seguidores, de modo que toda la cristiandad occidental estaba excomulgada en ese momento.
En el Concilio de Constanza (1414-1418), el papa Juan XXIII de Pisa fue arrestado, llevado a Constanza y encarcelado. El papa romano Benedicto XIII fue depuesto, y el papa de Aviñón, Gregorio XII, abdicó. El concilio eligió a Odo Colonna como papa Martín V el 11 de noviembre de 1417, poniendo fin al cisma. Roma nunca se ha pronunciado sobre la canonicidad de la elección de Urbano VI ni sobre la legitimidad del Concilio de Pisa.
No hace falta decir que estos acontecimientos produjeron una incertidumbre que provocó serias dudas entre los cristianos honestos y ecuánimes de finales de la Edad Media. La preocupación por la cabeza visible de la iglesia de Cristo y la conducta de los papas posteriores a Aviñón se combinaron para socavar la credibilidad del papado durante los siglos XV y XVI.
Reclamos poco convincentes
Al igual que los cristianos durante la crisis de Aviñón, vivimos en una época en que la autoridad y el orden parecen disolverse ante nuestros ojos. Algunos cristianos, sensibles a estos cambios culturales y a sus efectos en las iglesias evangélicas, ven los problemas reflejados en los cambios litúrgicos y en el caos espiritual y ético general. Por esta razón, se sienten atraídos a Roma por su pretensión de continuidad con el pasado, su aparente unidad y su estabilidad.
La crisis de Aviñón es solo uno de muchos ejemplos de la historia de la Iglesia medieval que ilustran la inutilidad de buscar continuidad, unidad y estabilidad donde nunca ha existido. La verdad histórica es que la comunión romana no es una iglesia antigua. Es una iglesia medieval que consolidó su teología, piedad y práctica durante un concilio de veinte años en el siglo XVI (Trento). Sus rituales, sacramentos, ley canónica y papado son medievales. La unidad y estabilidad ofrecida por los apologistas romanos son ilusiones, a menos que la excomulgación mutua y universal y los intentos de asesinatos cuenten como unidad y estabilidad. Aplastar a los oponentes y reescribir la historia para encajar con las necesidades presentes no es unidad. Es mitología.
Los apologistas romanos a veces tratan de vindicar a los papas romanos, a diferencia de los papas de Aviñón y los papas de Pisa, al describir a los papas de Aviñón como si fueran menos aptos para el cargo que los primeros. Esto es, por decirlo suavemente, un argumento extraño. Si los papas son como los papas actúan, entonces podemos acortar la lista de los papas de forma bastante radical. Según este principio, Roma no tuvo ningún papa desde 1471 hasta 1503, y posiblemente más allá. En ese período, Sixto IV (que reinó entre 1471-1484), en un intento de recaudar fondos, extendió las indulgencias plenarias a los muertos. Inocencio VIII (que reinó entre 1484-1492) tuvo dieciséis hijos ilegítimos, de los cuales reconoció a ocho. Alejandro VI (que reinó entre 1492- 1503) tuvo doce hijos, tuvo amantes abiertamente en el Vaticano, hizo cardenal a su hijo Cesare y trató de asegurar la ascensión de este al papado. La hija de Alejandro, Lucrecia, ha sido acusada de ser una notoria envenenadora. Ni siquiera hemos considerado a Julio II (que reinó entre 1503-1513), que tomó la espada y estuvo tan ocupado dirigiendo campañas militares para mejorar el control papal sobre la península que oficiaba la misa vestido con armadura.
La existencia de papas simultáneos en Roma, Aviñón y Pisa, cada uno elegido por electores papales y algunos más tarde designados arbitrariamente como antipapas, ilustra el problema de la noción de una sucesión petrina ininterrumpida. El papado de Aviñón es un huérfano que no tiene idea de quién fue su padre en los siglos XIV y XV.
Innovaciones antibíblicas
Como ocurrió ante las elecciones de Benedicto XVI y de Juan Pablo II al papado, los periodistas se situaron en la Plaza del Vaticano después de la elección de Francisco y anunciaron en tono sonoro que el nuevo papa era el sucesor de Pedro y marcaba otro eslabón en una cadena ininterrumpida que se remonta hasta el primer siglo. En cada investidura papal, los periodistas se sitúan ante los edificios del siglo XVI para crear la impresión de que el apóstol Pedro estuvo presente en ellos hace dos mil años, que siempre se ha levantado el humo blanco sobre la Capilla Sixtina para señalar una elección papal y que los cardenales obispos siempre han salido del cónclave tras elegir a un papa.
De hecho, ninguno de estos rasgos es apostólico o ni siquiera patrístico. Como reconoce un erudito católico romano: «En realidad, a donde quiera que miremos, los sólidos contornos de la sucesión petrina en Roma parecen difuminarse y disolverse». Fue Dámaso I (que reinó entre 366-384) el primero en afirmar el título papa (del latín papa, «padre») para el obispo de Roma, y no hubo nada remotamente parecido al papado tal como lo conocemos hasta Gregorio I (que reinó entre 590-604). El papado tal y como lo conocemos es una criatura medieval. El Vaticano no inició su existencia hasta 1506. Sin duda, ha habido una iglesia en la colina del Vaticano desde el siglo IV, pero ni siquiera ha habido una historia continua de asistencia papal en San Pedro. La sede papal no se trasladó a la colina del Vaticano hasta después del papado de Aviñón, y el cónclave de cardenales que presenciamos en marzo del 2013 no existió sino hasta el siglo XI.
Nuestros antepasados protestantes eran profundamente escépticos respecto al papado como institución, y con razón. La renuncia del papa Benedicto XVI nos recuerda que el papado es una institución puramente humana sin garantía divina y que tiene una historia complicada. Las pretensiones de una sucesión ininterrumpida se estrellan contra las rocas de la historia, especialmente aquellas grandes rocas que surgieron en Aviñón, Pisa y Roma durante un siglo a finales del período medieval.