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A los cristianos reformados a menudo se les acusa de ser fríos e insensibles, estoicos virtuales o fatalistas. Todos hemos escuchado el epíteto «el elegido aterido» («the frozen chosen», en inglés) aplicado a los creyentes reformados. Por lo general, protestamos porque tal apodo no nos describe realmente y, claro, todos conocemos a muchos hermanos y hermanas a los que no les pegaría ese nombre. Pero el hecho de que este apodo, esa descripción de nosotros, sea tan común debería ponernos a pensar. ¿A veces hablamos y actuamos de maneras que dan origen a tal idea? Lamentablemente, creo que sí.
Tomemos el dolor, por ejemplo. Me estremezco cuando pienso en el número de veces que he escuchado palabras totalmente crueles y francamente ofensivas saliendo de los labios de los cristianos reformados cuando hablan sobre la muerte. El problema es la falta de equilibrio bíblico. Como creyentes, podemos estar seguros de que cuando mueren nuestros seres queridos creyentes, están en la presencia del Señor, finalmente libres del pecado. También estamos seguros de la resurrección, cuando nuestros cuerpos sean levantados incorruptibles de la tumba. Y, confiando en la soberanía de Dios, tratamos de estar preparados para el momento que Dios elija para llamarnos a Él.

Estar presentes con el Señor es un gran bien. Estar libres del pecado es un gran bien. Es apropiado anhelar estas cosas. Esto es lo que quiso decir Juan Calvino cuando escribió: «Debemos, pues, tener como máxima que ninguno ha hecho progreso en la escuela de Cristo, si no espera con gozo y alegría el día de la muerte y de la última resurrección» (Institución de la religión cristiana, 3.10.5). Pero el hecho de que estas cosas sean buenas no significa que la muerte, en sí misma, sea buena. Dios, en Su Palabra, se refiere a la muerte como «la paga del pecado» (Rom 6:23). El infierno es «la muerte segunda» (Ap 20:6). Pablo describe a la muerte como el «último enemigo» de Dios (1 Co 15:26). ¿Es bueno un enemigo de Dios? No. La muerte es el resultado del pecado. Es una abominación antinatural en la creación de Dios, un aliado de Satanás que finalmente será erradicado. Como nos dice el apóstol Juan, en los nuevos cielo y la tierra «ya no habrá muerte» (Ap 21:4).
Ahora, debido a que los creyentes estamos en Cristo y compartimos Su resurrección, la muerte no nos vencerá, pero el hecho de que Cristo haya quitado el aguijón de la muerte para los creyentes no cambia el hecho de que la muerte sigue siendo una enemiga de Dios que será completamente destruida por Cristo. Este entendimiento de la muerte afecta la forma en que vemos el dolor. El hecho de que los creyentes que mueren están presentes con el Señor y que sus cuerpos serán resucitados supone que no nos afligimos como los incrédulos se afligen (1 Tes 4:13). Sin embargo, esto no significa que no estemos afligidos en absoluto.
De alguna manera, muchos cristianos reformados se han metido en la cabeza que llorar con aquellos que sufren es negar la creencia de que el ser querido que ha fallecido está en la presencia de Dios. Algunos parecen haberse convencido a sí mismos de que una genuina compasión por el dolor o un auténtico odio a este enemigo de Dios de alguna manera revela una falta de fe en la soberanía de Dios. Pero ¿quién tiene mayor certeza de la soberanía de Dios que Jesús? ¿Quién sabe mejor lo que hay al otro lado de la muerte para los creyentes? Y aun así, ¿cómo respondió Jesús cuando Lázaro murió? ¿Lo vió con un estoicismo sin corazón? No. Jesús lloró (Jn 11:35). Lloró, aunque sabía lo que estaba a punto de hacer para resucitar a Lázaro.
La respuesta de Jesús es como debemos responder a la muerte en este tiempo entre los tiempos. Jesús ya ha vencido a la muerte en Su resurrección. Él la destruirá completamente en la resurrección final de los muertos. Pero aquí y ahora, nos lamentamos con los que lloran, no como los incrédulos que no tienen la esperanza de la resurrección, sino como creyentes que sabemos que la muerte no puede vencernos, pero que todavía odiamos a este enemigo de Dios y al dolor y la soledad que causa a nuestros hermanos y hermanas. Nos entristecemos como aquellos que no pueden esperar a ver la muerte destruida de una vez por todas.
¿Ese odio hacia el postrer enemigo de Dios y esa compasión por sus víctimas son «calvinistas»? Por un lado, tal pregunta es irrelevante, pero aquellos que dudan que tales cosas sean «calvinistas» deberían leer algunas de las cartas del mismo Calvino. Tomemos como ejemplo la carta de Calvino a Monsieur de Richebourg en abril de 1541. Calvino escribió esta carta para consolarlo por la muerte de su hijo. Calvino escribe que, cuando escuchó por primera vez la noticia, «Fui tan abrumado que durante muchos días no fui capaz de otra cosa que llorar». Luego de consolar a su amigo con las verdades que mencioné anteriormente con respecto a la resurrección, Calvino continuó: «Es difícil… reprimir o suprimir el amor de un padre para no experimentar dolor en ocasión de la pérdida de un hijo. Tampoco insisto en que dejes de lado todo el dolor. Tampoco, en la escuela de Cristo, aprendemos tal filosofía que nos obligue a quitarnos esa humanidad común con la que Dios nos ha dotado, que, siendo hombres, debamos convertirnos en piedras». Todo lo que Calvino le exhortaba a hacer era abstenerse de llorar como lloran los incrédulos. Así como Jesús lloró, Calvino también lloró. Si somos humanos, nosotros también lloraremos.