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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El reino de Dios.
En el mundo antiguo, el rey supervisaba las campañas de construcción pública, dirigía los ejércitos de la nación en la batalla, administraba un sistema de justicia y propagaba sabiduría en todos estos esfuerzos. El rey era la encarnación de la identidad del reino, la expresión perfecta de su pueblo, y a menudo era descrito como el padre de la nación, lo cual sugería una relación más profunda entre el rey y su pueblo que una que simplemente involucre política o gobierno. En el mejor de los casos, esta relación era una posibilidad gloriosa para el florecimiento humano y, en el peor de los casos, una aterradora oportunidad para el sufrimiento humano.
EL REY EN EL PLAN REDENTOR DE DIOS
La humanidad siempre estuvo destinada a tener un rey porque los humanos fueron creados como parte del reino de Dios. Esa fue la intención de Dios al crearnos según la imago Dei, «la imagen de Dios», formando al hombre de la tierra para que la ocupara y finalmente la llenara con Su imagen. En Génesis 1, la tierra es descrita como un palacio físico que un día será llenado y dominado por regentes humanos que están hechos a imagen de su Rey y Creador divino (vv. 27-28). Esta identidad real informa nuestra identidad humana en su nivel más fundamental. Incluso a la luz del fracaso y la destrucción totales de la caída, la humanidad sigue estando llamada a poner su mirada en esta visión de una tierra llena de la gloria de Dios, y las imágenes redimidas de Dios están llamadas a orar para que el gobierno real de Dios sea aplicado a la tierra «como en el cielo» (Mt 6:10; ver Is 6:3). Jesús nos dijo que oráramos así porque Él también anhela ese día.
Después de la caída, Dios designó a una familia de entre todas las familias de la tierra de la cual surgiría un linaje de reyes, ahora como parte de Su obra de redención. Dios le prometió a Abraham no solo que lo convertiría en una gran nación que habitaría en una gran tierra, sino que «de ti saldrán reyes» (Gn 17:6), una indicación de que la esperanza de redención descrita en la era patriarcal del Antiguo Testamento incluía la esperanza de que un rey humano saldría del linaje de Abraham.
Este cuadro se completa un poco más en el pacto mosaico, donde encontramos reglas y restricciones para un futuro rey, con la intención de animarlo a permanecer fiel al Señor (Dt 17:14-20). No debería sorprendernos que este pasaje aparezca antes de la coronación del primer rey. Gran parte de las enseñanzas mosaicas asumen la bendición que Dios aún no le había concedido al pueblo de Israel. Allí en las afueras de la tierra prometida, en las estepas de Moab, el gran alcance de la esperanza israelita se expuso en detalle en el libro del Deuteronomio, incluyendo cómo Dios proveería un santuario, los términos para vivir en la tierra, la estructura del estado teocrático y el perfil del tipo de rey que debía gobernar sobre Israel.
Los libros históricos desde Josué hasta 2 Samuel describen la historia de cómo Israel se aferró a esta esperanza, por lo que no debería sorprendernos ver que la monarquía vuelve a surgir en otro pacto, esta vez estableciendo el trono eternamente en el linaje del rey David (2 Sam 7). Al igual que Abraham y Moisés, David recibió la promesa que se cumpliría muchos años después.
El mensaje unificado del Antiguo Testamento es claro: desde el principio, el Rey divino siempre tuvo la intención de que la humanidad se unificara bajo el gobierno del rey humano que Dios había designado, uno que someterá la tierra bajo Su reinado justo y generoso. Trágicamente, a medida que se cierra el telón del Antiguo Testamento es evidente que no se ha identificado un candidato apropiado en el linaje de David, pero cuando se abre el telón del Nuevo Testamento, Jesús emerge como el verdadero Rey y el heredero legítimo de todas las promesas redentoras de Dios. De hecho, todas las promesas de Dios son «sí» en Cristo y «amén» para aquellos que están unidos a Él (2 Co 1:20).
EL REINO PROMETIDO DE CRISTO
Cristo se revela a Sí mismo como el Rey que la humanidad ha estado esperando, pues es el único que cumple los requisitos que Dios exige en Su pacto. Como tal, es el «último Adán» (1 Co 15:45; ver Rom 5:12-21; 1 Co 15:22), el verdadero Israel (Mt 2:15; Jn 15:1-17) y el Hijo mesiánico de David (Mt 1:1; 9:27; 20:30), cumpliendo los roles y recibiendo la herencia esperada en cada uno de los pactos mencionados.
A diferencia de las cabezas pactuales que le precedieron, Cristo administra Su pacto a favor de Su pueblo desde una posición de identificación única con Dios. Los escritores apostólicos se esforzaron por describir la posición de autoridad de Cristo en el cosmos con una sola expresión superlativa. Él es «la expresión exacta de Su naturaleza» (Heb 1:3), Aquel en quien reside corporalmente «toda la plenitud de la Deidad» (Col 2:9), y Aquel que está «muy por encima de todo principado, autoridad, poder, dominio…» (Ef 1:21). De este modo, el pacto de Cristo no solo supera todos los pactos anteriores, sino que además es la realidad de la cual todos los pactos anteriores eran una mera sombra (Rom 5:14; Col 2:7; Heb 8:5; 9:23, 24; 10:1). Todo lo que prefiguró la realeza de Cristo en el Antiguo Testamento ha sido relegado al estatus de anticipación, sombra y tipo. Señalaban a Cristo y ahora encuentran su significado en Él.
El reino proporciona un marco temático para el ministerio terrenal de Jesús. Él comienza dando testimonio de Su reino (Mt 4:17; Mr 1:15) y encarga a los apóstoles que continúen esa misión del reino después de Su partida (Mt 28:16-20). Según el Catecismo Menor de Westminster, Cristo ejerce el oficio de Rey «sometiéndonos a Sí mismo, gobernándonos y defendiéndonos, y refrenando y venciendo a todos los enemigos Suyos y nuestros» (pregunta 26). Los que pertenecen al pueblo de Dios honrarán y obedecerán con la debida reverencia al Rey que Dios ha establecido sobre ellos. Nadie puede decir que es salvo por otros medios, como el linaje o los logros morales. Para ser salvo hay que aceptar a Cristo como Rey. Aunque muchos de los escribas y fariseos de la época de Jesús se resistieron a Sus enseñanzas porque se aferraban a una forma de legalismo, también es probable que muchos simplemente no estuvieran abiertos a la idea de poner su fe en alguien como Jesús. Al igual que las diversas rebeliones del Antiguo Testamento, su rechazo a las autoridades designadas por Dios era una rebelión contra Dios mismo (Nm 16; Jn 8:19). No basta con abrazar la ley de Moisés o las promesas a David si uno niega la realeza de Cristo. Tal como advierte Jesús: «Si me hubierais conocido, también hubierais conocido a Mi Padre» (Jn 14:7).
Hasta el día de hoy, Cristo gobierna desde la diestra de Dios Padre todopoderoso (Hch 5:31; Col 3:1). Como resultado, la iglesia de Cristo no ve a ningún santo del pasado como nuestra cabeza del pacto; tampoco confiamos en reliquias terrenales de una generación anterior, sino que confiamos en un Rey vivo como nuestra principal y más alta autoridad.
LA MORADA DEL REINO DE CRISTO
Los miembros de la iglesia universal están profundamente unidos entre sí en Cristo, así como son partícipes de la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta comunión espiritual permite a los creyentes, como individuos y como cuerpo corporativo, ser libres de la corrupción del pecado que una vez los gobernó, mientras que también los une como el cuerpo corporativo de Cristo, el santuario vivo de Dios en la tierra, y el agente principal del reino de Cristo (Mt 16:19). Cristo inició este aspecto de Su reinado al orar justo antes de Su traición:
Mas no ruego solo por estos, sino también por los que han de creer en Mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en Mí y yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste. La gloria que me diste les he dado, para que sean uno, así como Nosotros somos uno: Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad, para que el mundo sepa que Tú me enviaste, y que los amaste tal como me has amado a Mí (Jn 17:20-23).
No hay duda de que Cristo dirige a Su iglesia y de que la iglesia está unida a Él por medio del Espíritu Santo, a quien los apóstoles se refieren como «el Espíritu de Cristo» (Rom 8:9; 1 Pe 1:11). El Espíritu no solo es eficaz en la regeneración del creyente, sino que también es el sustento regular que capacita al cristiano para vivir como ciudadano del reino de Cristo. La realeza de Cristo tiene una aplicación bidireccional. Establece una relación apropiada entre Dios y Su pueblo porque Cristo es verdaderamente humano, pero también establece una relación apropiada entre Su pueblo y Dios porque Cristo es verdaderamente divino. Gracias a Cristo, podemos estar unidos a Dios y disfrutar de todas las bendiciones inherentes a esa unión.
El carácter y la obra de la Iglesia están fundados en Cristo, vivificados por Su Espíritu y dirigidos hacia los fines de Su reino. Él está en nosotros y nosotros en Él. Cristo es más que un santo de nuestra tradición o un profeta de Dios; Él es el cumplimiento de las expectativas de las Escrituras hebreas. Nuestros corazones son conformados a Su corazón real a través de la obra del Espíritu en la santificación, y debido a nuestra unión espiritual con Él anhelamos que Su reino venga en su plenitud.