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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: El Espíritu Santo
Suena bien. «El fruto del Espíritu». Tan lleno de vida, tan positivo. Podemos hablar de él, desearlo, incluso orar para tenerlo. Pero, trágicamente, podemos pasarlo por alto o despreciarlo, tal vez engañados por un cristianismo superficial que hace que el verdadero fruto espiritual se marchite en las sombras mientras estamos cautivados por «dones espirituales» aparentemente más espectaculares y que acaparan toda la atención.
La respuesta a «¿Cuál es el fruto del Espíritu?», debe comenzar con otra pregunta: «¿Quién es este Espíritu?». Es el Espíritu de santidad por el que Cristo resucitó de entre los muertos, el que además actúa en nosotros de la misma forma y con el mismo poder (Ro 1:4; Ef 1:15-21). Él nos hace cada vez más semejantes a Dios a medida que se le ve y se le conoce en Cristo. El llamado del evangelio es a ser santos porque Dios mismo es santo, y ahora le pertenecemos: «Como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir» (1 P 1:15). De hecho, si tomas al Señor Jesús en Su encarnación sin pecado como la imagen misma del Dios invisible, es sorprendente cómo el fruto del Espíritu sigue el modelo del Salvador como revelador de Dios. Míralo a Él y verás a Uno que está verdaderamente lleno del Espíritu Santo (Jn 1:32-33).
Esto nos lleva al hermoso y sagrado inventario de Gálatas 5. Observa primero que el fruto del Espíritu es totalmente contrario a las obras de la carne. Los dos catálogos que Pablo ofrece en Gálatas 5 no son contrastes semejantes. Estos dos frutos crecen claramente en suelos distintos, se nutren de aires diferentes y se derivan de raíces distintas. Esto es cierto incluso cuando los hombres no convertidos muestran una moralidad exterior similar en algunos aspectos al fruto del Espíritu.
Observa también que el fruto del Espíritu es singular, no plural. No debe verse como una vasija con frutos variados que se seleccionan a nuestro antojo según el color o el sabor, sino más bien, como un único racimo de uvas que continúan vivas en la misma vid celestial, cada una suculenta en sí misma, pero todas marcadas por el mismo sabor y matiz celestiales. De hecho, estos elementos están tan estrechamente entrelazados, que es difícil describir uno de ellos sin utilizar los otros; algunas traducciones incluso cambian la misma palabra por virtudes diferentes en un intento de captar los matices. Como a menudo sucede en temas de la Escritura, debemos distinguir e incluso podemos organizar y enfocar (es probable que podamos agrupar el fruto en tres grupos de tres). Sin embargo, no podemos separar ni debemos aislar.
Dada esta singularidad, los distintos elementos de este fruto son complementarios. Su sabor es más dulce al estar combinados, no divididos entre sí. No encontrarás uno sin encontrar a los demás, aunque algunos puedan estar más definidos y maduros. No puedes afirmar que tienes el fruto del Espíritu si solamente demuestras una de estas evidencias de manera ocasional, pues todas deben estar presentes de forma constante (en alguna medida) para demostrar la presencia y el poder del Espíritu Santo. Si este fruto no se encuentra en nosotros, teniendo en cuenta los distintos grados de experiencia y madurez de los diferentes cristianos, entonces no tenemos el Espíritu. Si tenemos el Espíritu, debemos llevar el fruto del Espíritu. Estas virtudes proceden de Él y reflejan Su persona y lo que le agrada. Son los hábitos santos de los que están habitados por el Espíritu de Dios, y que son guiados por Él por sendas de justicia (v. 18). El hijo de Dios se caracteriza no solo por la ausencia de vicios, sino también por la presencia de la virtud, la santidad en la que Dios se deleita y que Sus Hijos persiguen con afán: «Nadie llegó a ser santo sin consentir, desear y agonizar para serlo. El pecado crecerá sin sembrar, pero la santidad necesita ser cultivada» (C. H. Spurgeon). El Espíritu nos da tanto el apetito por esta piedad como la capacidad para desarrollarla en dependencia de Él (Fil 2:12-13). Sin el Espíritu, solo produciremos las obras de la carne, sin importar cuánto pintemos nuestros vicios con los colores de la moralidad o la religión.
Entonces, ¿qué es este fruto? «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley» (Gá 5:22-23). De nuevo, distingamos pero no separemos.
El amor comienza, presenta y establece toda la lista y la primera tripleta, que describe las gracias distintivas del verdadero cristianismo. Implica amor al Dios que es amor en Sí mismo, un amor que nace de ser amado por Él, un amor que se desborda hacia los demás por amor a Él, el cual es preeminente hacia los que llevan la imagen de Dios en Cristo.
Le sigue el gozo, el deleite que un creyente tiene en Dios, reconciliado en Cristo, por todo lo que Él es en Sí mismo y para nosotros como Su pueblo. Este gozo devora el desánimo y la apatía de espíritu; y en contraste, energiza y eleva. Es un gozo verdaderamente espiritual, cuyo fundamento es la verdad (1 Co 13:6), y que trasciende y transforma la aflicción cristiana (1 Ts 1:6). Es la felicidad de los que pertenecen al reino de Dios, que no se encuentra en los placeres mundanos, sino en «[la] justicia, [la] paz y [el] gozo en el Espíritu Santo» (Ro 14:17).
Con este gozo, viene paz. Primero, paz con Dios mismo (5:1), una paz que entonces es impresa en nuestra conciencia, al estar el alma lavada en la sangre del Cordero. Es a la vez objetiva y subjetiva. De esa paz, a medida que guardamos nuestros corazones y mentes (Fil 4:7), brota una intención pacífica hacia los demás, una humilde disposición a que los demás sean bendecidos y alabados (2:1-4), «esforzándose por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4:3).
Después de esto viene la paciencia, la benignidad y la bondad. Estas son distintivamente relacionales y sociales, y muestran no solo nuestro amor a Dios, sino también nuestro amor al prójimo, al que amamos como a nosotros mismos. La primera es la lentitud divina para la ira, en lugar de la prontitud a enojarse (Stg 1:19), es un corazón paciente en lugar de uno vengativo, uno que está dispuesto a soportar las ofensas en vez de contraatacar (1 Co 13:4), que además es rápido para perdonar y cubrir los pecados (1 P 4:8).
La bondad es una dulzura de espíritu modelada por Dios mismo (Ro 11:22; Tit 3:4) y por Su Cristo (2 Co 10:1), es una serenidad forjada por el Espíritu y una templanza constante (6:6). No es altiva ni grosera, sino humilde y cortés. Es una gracia complaciente que nos hace agradables, prontos para dar una respuesta suave (Pr 15:1), empáticos con los necesitados y útiles para los que necesitan ayuda.
Luego viene la bondad, una disposición práctica a bendecir en lugar de maldecir, que resiste el dolor, que busca hacer el bien a todos cuando Dios da la oportunidad, un espíritu benéfico que no se conforma con el querer, sino que insiste en hacer.
La última tripleta puede consistir en el tipo de virtudes que habrían sido especialmente notables en la sociedad de los gálatas, por ser claramente opuestas a sus vicios predominantes. Es un recordatorio de que la santidad que el Espíritu obra en nosotros no es solo contracultural (como si el mero hecho de ir al extremo opuesto del espíritu de la época fuera inherentemente virtuoso), sino verdaderamente sobrenatural, distinguiéndonos de la oscuridad del pecado que nos rodea. Así pues, tenemos la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio.
La primera es la fidelidad, sobre todo en lo que profesamos y prometemos a los demás, tanto a Dios como a los hombres. Habla de fiabilidad e integridad en nuestras palabras y hechos, en nuestro trato con nuestros semejantes, sin engaños, ni falta de confiabilidad. Luego está la mansedumbre, una gracia que indica que no nos irritamos fácilmente, sino que nos apaciguamos con facilidad, gobernando nuestras respuestas (y posibles resentimientos) ante la manera en que Dios y los hombres nos tratan.
Por último, está el dominio propio, una actitud templada hacia todo lo bueno de esta vida, para recibirlo con gratitud pero sin codicia, para disfrutarlo razonablemente y no en exceso, para dedicarse a ello con moderación y no con extravagancia.
Observa, respecto a todas estas cosas, que no hay ninguna ley contra ellas. Si somos guiados por el Espíritu hacia estas cosas, no las encontraremos condenadas ni castigadas por la ley. Tal santidad es la transcripción de los mandamientos de Dios en el corazón: «PONDRÉ MIS LEYES EN SU CORAZÓN, / Y EN SU MENTE LAS ESCRIBIRÉ» (He 10:16). Guiados por el Espíritu y teniendo como objetivo la gloria de Dios, podemos estar seguros de que esta es la obediencia ante la que sonríe nuestro Padre celestial.
He aquí el resultado del mandato divino con su consecuencia divinamente determinada: «Anden por el Espíritu, y no cumplirán el deseo de la carne» (Gá 5:16). Se trata de una semejanza cada vez mayor a Cristo, forjada por el Espíritu, perseguida por el hombre regenerado que conoce el poder del Espíritu en su corazón: «Vístanse del Señor Jesucristo, y no piensen en proveer para las lujurias de la carne» (Ro 13:14).
Al mismo tiempo, debemos reconocer al menos dos cosas. Primero, este fruto es representativo, pero no exhaustivo. El catálogo presentado por Pablo sobre vicios y virtudes, dones y gracias, pecados y necedades, no quiere decir que no haya otras cualidades que pertenezcan a estas categorías. Por tanto, no debemos suponer que el hecho de haber evitado alguno de los pecados de una lista significa que no somos pecadores; tampoco debemos creer que el hecho de poder mostrar uno o dos casos de estas virtudes garantiza de algún modo nuestra profesión de fe. Recuerda, una vez más, que esta lista refleja las virtudes de un carácter semejante al de Cristo en su conjunto y puede indicar también algunas cualidades particulares que habrían resplandecido con un brillo distintivo en la sociedad de los gálatas. De la misma manera, puede haber algún aspecto de semejanza al Señor que un apóstol hubiera identificado en tu contexto y que te distinga especialmente como seguidor del Cordero.
Segundo, hay una diferencia entre identidad cristiana y madurez cristiana. Alguien podría leer sobre este fruto y temblar porque no exhibe todas estas cosas en el grado más alto, en todos los aspectos, todo el tiempo. Sin sugerir que debamos dormirnos en los laureles, es vital recordar que crecemos en piedad; progresamos en santidad. Incluso en términos de madurez física, no esperarías que todas estas gracias aparecieran y funcionaran en un niño de diez años de la misma manera que podrían hacerlo en una mujer de sesenta. La misma gracia, sí, pero con una expresión adecuada. De la misma manera, es improbable que un hijo de Dios que se encuentra en su infancia espiritual haya cultivado el fruto del Espíritu en la misma medida y grado que alguien que lleva décadas andando por el camino. Algunos creyentes, debido a su constitución y carácter, pueden tener dificultades en algunos aspectos, mientras que otros les resultan más fáciles. Puede haber temporadas de relativo declive. Pero en todos los casos, en brotes si aún no en flor, el fruto espiritual es el indicador de una raíz viva. Nunca seremos perfectamente semejantes a Cristo en esta vida, pero sin una semejanza real y creciente con Cristo, nos vemos obligados a concluir que probablemente no haya vida espiritual, y ciertamente poca salud espiritual.
Así pues, pidamos a Dios, por Su Espíritu, que obre estas virtudes en nuestros corazones, que nos dé la raíz de la vida y el fruto de la piedad, y entonces, teniendo Sus ricas y seguras promesas, limpiémonos de toda inmundicia de carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios (2 Co 7:1).