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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La doctrina del hombre
Las Escrituras no declaran que solo una parte de la humanidad es creada a imagen de Dios, sino que los hombres y las mujeres son creados a imagen de Dios. De este modo, la imagen está presente en toda su condición de criaturas. Por tanto, si pensamos en la imagen en su alcance más amplio, abarca el alma y el cuerpo, los dones que posee, la dignidad que se le ha conferido y el señorío que se le ha otorgado sobre la tierra. Por supuesto, Dios, como espíritu infinito, no tiene cuerpo, pero debemos decir con reverencia que incluso el cuerpo de la criatura humana forma parte de la imagen de Dios. Por mucho que comparta características con criaturas inferiores, el cuerpo humano está dotado especialmente para reflejar la semejanza con Dios a nivel de criatura terrenal. Lo material no es malo; de ahí que creamos no solo en la existencia perdurable del alma, sino también en la resurrección del cuerpo. Así pues, estamos llamados a honrar a Dios con nuestros cuerpos (1 Co 6:20) y a utilizarlos como instrumentos de justicia (Ro 6:13).
DESOBEDIENCIA
El pacto de vida (o de obras), ese vínculo de amor entre Dios y la humanidad que el Señor estableció en la creación, afecta no solo a Adán y Eva, sino también a todos los que, en el propósito de Dios, están representados por Adán y descienden de él de forma natural. Ante esto pueden surgir muchas preguntas en nuestra mente. Después de todo, el pecado de Adán no fue el primer pecado en la creación de Dios, porque el de Satanás fue el primero. Tampoco fue el primer pecado humano, porque el de Eva, que fue engañada, fue primero (1 Ti 2:14), pero el pecado de Adán fue un acto deliberado de quien fue encargado de proteger a la que había sido tomada de su costado. Él era el principal responsable como cabeza del pacto. El amor no puede ser forzado y Dios trata a Su compañero de pacto como una criatura racional y moral que le servirá voluntariamente, movida a amarle como respuesta a Su amor. Cuando Adán abusa de su libertad para hacer caso al tentador, no puede ofrecerse ninguna razón atenuante, pues su desobediencia no tiene excusa. Sin embargo, conocemos bien en la vida diaria el principio de representación, y Adán es nuestro representante y su pecado se imputa a todos los que descendemos de él por el curso natural, como declaran las Escrituras (Ro 5:12-21).
¿Cuáles son las consecuencias? Si la infidelidad de un cónyuge puede acarrear culpa, vergüenza y alejamiento en la relación de la pareja, ambos pecadores, ¿cuánto más la ruptura causada por la desobediencia de Adán acarrea culpa, vergüenza y alejamiento ante el Dios santo? Pero el distanciamiento más severo es que se rompe el vínculo de amor y confianza en el Señor Dios. Adán había sido, por así decirlo, un rey-sacerdote. Por parte de Dios, hay distanciamiento, y Dios, con santa ira, expulsa a la pareja pecadora del jardín del santuario e impide su regreso. Son culpables y están condenados a muerte.
¿CUÁN TOTAL ES LA DEPRAVACIÓN?
Sin embargo, Adán y Eva siguen siendo portadores de la imagen de Dios. No se convierten en animales desprovistos de responsabilidad moral, sino que siguen siendo seres humanos sin excusa y completamente responsables, pero su semejanza con Dios está dañada en todas sus partes. Todos los descendientes de Adán siguen llevando la imagen del hombre terrenal (1 Co 15:47), pero ahora la muerte se apodera de ellos en cuerpo y alma. El día en que desobedecieron se dictó sentencia y la certeza de esa sentencia se expresa como un edicto real (Gn 2:17; ver 20:7). La disrupción en las relaciones humanas, la dificultad en el trabajo y el dolor pasan a ser la norma por causa del rechazo del Señor Dios. El hombre no ha perdido todos sus dones ni todo su señorío sobre la creación, pero ahora no actúa para honrar al Creador, sino para su propia alabanza. Desde el principio estuvo llamado a llenar la tierra y someterla, pero ahora a menudo abusa de la creación a causa de su codicia y sus deseos de gloria. Los obstáculos que de otro modo podría haber superado ahora lo debilitan. Al final, sea cual sea su labor, es derrotado por la tierra y vuelve al polvo del que salió, con su dignidad reducida al nivel de las bestias que perecen (Sal 49:12).
Cuando hablamos de la depravación total del hombre, no estamos diciendo que el hombre sea todo lo malo que pudiera ser o que no haya nada bueno en él. Más bien, estamos diciendo que cada aspecto del hombre está afectado y dañado por el pecado, y estamos diciendo que no hay bien espiritual en él (ver Confesión de Fe de Westminster 16.7; Catecismo Mayor de Westminster 25). Él está muerto en sus delitos y pecados (Ef 2:1). Sin embargo, reconocemos que los incrédulos todavía tienen dones que el Señor en Su bondad les da como da a todos (Sal 145:9). Hiram, el rey pagano de Tiro, tenía habilidades para la construcción de las que carecía Israel (1 R 5:6). Un poeta pagano puede decir palabras dignas de ser citadas (Hch 17:28). Un médico incrédulo puede tener más habilidad que un médico cristiano. Aunque no debemos dejar de reconocer la humanidad en los demás, la bondad y la compasión que pueden mostrar y que en el plano humano pueden eclipsar a los cristianos imperfectamente santificados, no podemos ignorar la realidad de que Dios mira el corazón y que todos son pecadores desesperadamente necesitados ante un Dios santo.
EL PLAN ETERNO DE DIOS
Ya que la humanidad se encuentra en una situación tan grave, conviene señalar que la rebelión del hombre, que justamente es puesta en nuestra cuenta en su totalidad, sigue formando parte del plan de Dios, y ese plan no coloca al primer Adán en primer plano. Más bien, Adán era el tipo o modelo del que había de venir (Ro 5:14), Jesucristo, pues el propósito de Dios con la humanidad creada a Su imagen contrasta con Jesucristo, quien es la imagen del Dios invisible. Él es el primogénito de toda creación, es decir, el que tiene preeminencia, ya que «todo ha sido creado por medio de Él y para Él» (Col 1:15-16). Hebreos 1:3 nos recuerda de modo similar que Cristo es «el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder». Puesto que el Hijo de Dios ha asumido en Su persona divina una verdadera naturaleza humana, podemos afirmar con razón que «agradó al Padre que en Él habitara toda la plenitud» (Col 1:19). No hay incongruencia en que el Hijo de Dios se encarne en favor de los creados a imagen de Dios.
La humanidad solo puede alcanzar su propósito en Jesús. El primer Adán fue creado con un destino más elevado que debía obtenerse mediante la obediencia amorosa. No pasó la prueba y ese destino se convirtió para él en una meta inalcanzable. Pero los que son llamados según el propósito de Dios están predestinados a ser conformados a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito (tenga preeminencia) entre muchos hermanos (Ro 8:29), de modo que Cristo pueda decir al Padre: «AQUÍ ESTOY, YO Y LOS HIJOS QUE DIOS ME HA DADO» (He 2:13).
LA RESTAURACIÓN DE LA IMAGEN
Si Adán introdujo la era de la muerte para la humanidad con su desobediencia, Jesús introduce la era de la vida: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas» (2 Co 5:17). El fracaso del primer Adán consistió en no obedecer los términos del pacto; de ahí la imposibilidad de alcanzar la meta de una humanidad perfecta en comunión con Dios para siempre. Cristo no nos devuelve al punto de partida de Adán, sino que, mediante Su obediencia, logra «las riquezas de la gloria de Su herencia» (Ef 1:18) que se le ofreció a Adán, pero que este perdió. Para los que están unidos a Cristo por la fe, esta es la realidad. Nuestros pecados se imputan a Cristo, quien murió, «el justo por los injustos» (1 P 3:18), y Su justicia es puesta en nuestra cuenta, pues el evangelio trata de «la justicia de Dios» (Ro 1:17) y de que Él es justo y es «el que justifica al que tiene fe en Jesús» (Ro 3:26). El Espíritu de Dios trae a la vida de entre los muertos a aquellos por quienes Cristo murió y resucitó. Los que están unidos a Cristo ya no deciden lo que es correcto sin prestar atención a la Palabra de Dios, sino que se van renovando hacia un verdadero conocimiento (Col 3:10) y siguen la verdadera justicia y santidad (Ef 4:24). La nueva vida crece en la semejanza a Cristo mediante la acción del Espíritu de Dios por y con la Palabra en la comunión de la iglesia, el cuerpo espiritual de Cristo, donde todos los dones deben utilizarse para la edificación mutua en amor mientras esperamos la esperanza bienaventurada y gloriosa (Tit 2:13) y aguardamos nuestra herencia con Cristo en los nuevos cielos y la nueva tierra, en los cuales mora la justicia (2 P 3:13).