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Soy notoriamente malo para recordar los aniversarios, y para mí fue toda una sorpresa descubrir que 2008 marcó el quincuagésimo aniversario de mi ordenación al ministerio cristiano. No es que la ocasión no fuera memorable. De hecho, fue un día muy especial por muchas razones. Pero debo decir que la parte verdaderamente inolvidable de ese servicio conmovedor fue una de las preguntas reglamentarias que me formuló el presbiterio: «¿Son el celo por la gloria de Dios y el deseo de la salvación de los hombres, hasta donde conoce tu propio corazón, tus grandes motivos y tus principales incentivos para procurar este ministerio?». Tuve que responder: «Lo son».
Durante los últimos cincuenta años, esa pregunta me ha perseguido, especialmente cuando he subido los peldaños de varios púlpitos para predicar, o he asistido al servicio de ordenación de otros, o cuando he repasado el año cada 31 de diciembre. Abraham Kuyper, ese extraordinario teólogo holandés que llegó a ser primer ministro de su país, señala que el lema de la Reforma no era simplemente Deo gloria, sino soli Deo gloria. Es una pasión por la gloria de Dios como único motivo de todo.

Ahora bien, en los últimos años me preocupa la tendencia de la Iglesia evangélica a ocuparse más de los métodos que de los motivos. Por eso oigo hablar con frecuencia de conferencias en las que los hermanos se reúnen para compartir ideas sobre nuevos y mejores métodos con los que podemos cumplir nuestro ministerio. Estoy seguro de que son muy valiosos y espero no ser tan ingenuo como para pensar que los métodos no son importantes en la obra de Dios. Pero casi nunca he oído hablar de una conferencia en la que los hermanos se hayan reunido ante Dios para preguntarse unos a otros: «Con toda honestidad, ¿cuáles son los motivos imperiosos que determinan la dirección de nuestros ministerios?».
Sin embargo, Jesús hizo gran hincapié en los motivos: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5:30). Mirando hacia atrás en Su ministerio, dice: «Yo te glorifiqué en la tierra, habiendo terminado la obra que me diste que hiciera» (Jn 17:4). La gloria del Padre era el final de todo para Jesús. No había nada más allá. Y Él quiere que sea así para nosotros.
Por eso es tan grave robarle a Dios Su gloria. Él no compartirá esa gloria con otro simplemente porque Él aprecia Su propia gloria por encima de todo y es celoso de ella; es el motivo de todo lo que Él hace (Is 48:11). Pablo nos dice que el motivo del Padre para exaltar a Cristo hasta lo sumo, y conferirle un nombre que es sobre todo nombre, es la «gloria de Dios Padre» (Flp 2:11). Si tenemos en mente cualquier otro fin, entonces sencillamente trabajaremos sin la bendición de Dios.
El celo por la gloria de Dios como motivo controlador de nuestro pensamiento y trabajo afectará profundamente al menos cuatro áreas de nuestra vida en la Iglesia evangélica. Estas son la adoración, la evangelización, la unidad y el crecimiento de la iglesia.
La adoración
Lo que hace que la adoración en el cielo sea tan notable y tan diferente es que allí solo hay un deseo entre el pueblo de Dios, y es el de dar gloria a Dios y al Cordero (ver Ap 4:11; 5:11-14). Nuestra adoración aquí en la tierra debe ser una preparación para esa adoración pura y perfecta en la gloria. Sin embargo, sospecho que en nuestra preocupación por hacer que nuestra adoración sea aceptable a los que acuden a nuestras iglesias, estamos más interesados en la aceptación de ellos que en el placer de Dios. La única cualidad que nos capacita para adorar a Dios en espíritu y en verdad es el hambre por Su gloria.
El evangelismo
Si preguntas a los miembros de una iglesia evangélica cuáles son los motivos del evangelismo, es casi seguro que responderán con dos respuestas precisas y aceptables. Una sería la Gran Comisión, y la otra sería la condición de los perdidos que están sin Cristo. Pero ninguna de las dos son el motivo último. El motivo último es que en todo el mundo hay lugares en los que se está robando a Dios Su gloria: en nuestra propia calle, en nuestro lugar de trabajo, en las profesiones y en los gobiernos; dondequiera que nos dirijamos, es cierto que los hombres y las mujeres «adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, quien es bendito por los siglos» (Rom 1:18-32).
La unidad
La razón por la que Jesús reúne en Juan 17 la gloria del Padre y la del Hijo con la unidad de los discípulos en la iglesia es que el motivo que se deriva de lo primero es la única forma eficaz de asegurar lo segundo. A menos que toda nuestra motivación esté encendida por un deseo abrumador por la gloria de Dios —todas las voluntades inclinadas en la misma dirección, todos los corazones ardiendo con la misma llama, todas las mentes unidas por la misma obediencia— nunca conoceremos esa unidad por la que Jesús oró.
El crecimiento de la iglesia
¿Cómo Dios es más glorificado en el crecimiento de la iglesia? No principalmente por su crecimiento numérico, sino por su crecimiento en profundidad y en calidad: su crecimiento en el conocimiento de Dios.
Así que necesitamos dejar que esa pregunta nos persiga: «¿Son el celo por la gloria de Dios y el deseo de la salvación de los hombres, hasta donde conoce tu propio corazón, tus grandes motivos y tus principales incentivos para procurar este ministerio?». Que Dios nos ayude a responder en el último día: «Lo fueron».