Ser fiel y dar frutos
7 julio, 2021La luz de la gloria
10 julio, 2021El pueblo del pacto de Dios
Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Por qué somos reformados
El compromiso del pacto de Dios con Su pueblo, realizado en promesas sucesivas, forma el andamiaje dentro del cual construye Su Iglesia; su forma y crecimiento están determinados por él. Pero, como una catedral medieval, la Iglesia se construye a lo largo de los siglos; y como un gran libro, su historia se divide en capítulos.
La palabra pacto (hebreo berith, griego diatheke) aparece por primera vez en el contexto del juicio-diluvio del que solo se salvaron Noé y su familia: «Estableceré mi pacto contigo», prometió Dios (Gn 6:18). Mientras que Dios trajo el juicio-maldición sobre la tierra (vv. 11-13), en cambio prometió bendecir a Noé y su descendencia (9:1).
«Estableceré» refleja aquí una promesa-vinculación previa. La orden de Dios a Noé de «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra» (v. 1) es un eco de Su mandato a Adán (1:28) e insinúa un pacto anterior. Ciertamente, el vínculo del Señor con Adán incluía ingredientes esenciales de pacto: Su compromiso con Adán conduciría a la bendición por la fe y la obediencia (1:28; 2:3), pero la desconfianza y la desobediencia darían lugar al juicio-maldición (2:17; 3:17).
Sin embargo, este «nuevo» pacto con Noé pronto fue menospreciado en Babel. La bendición se perdió y la maldición cayó sobre la desobediencia. Sin embargo, de manera misericordiosa, Dios vino de nuevo, estableciendo otro «nuevo» pacto-vínculo con Abraham. La Simiente-Libertadora prometida (3:15) vendría específicamente a través de su simiente y traería la bendición a las naciones (12:1-3). Esto se confirmó en una escena nocturna dramática. De forma simbólica, Dios pasó por en medio de dos filas de animales partidos por la mitad, indicando Su compromiso hasta la muerte con Su «nueva» promesa del pacto (15:1-21). Abraham creyó y, aunque a veces tropezó, obedeció. Las bendiciones se sucedieron.
Pero entonces llegó Egipto, la esclavitud y la servidumbre. Una vez más, Dios se reveló específicamente como el mismo Dios hacedor de pactos y cumplidor de pactos de Abraham, Isaac y Jacob que viene a ayudar a Su pueblo (Ex 3:6, 13-17; 6:2-9). Inauguró una nueva época, mediante otro «nuevo» pacto. Redimió a Su pueblo y lo llamó a confiar en Él y obedecerlo, advirtiéndole que la falta de fe y la desobediencia solo conducirían de nuevo al juicio-maldición (Dt 28:1-68). Más tarde, prometería a David que la Simiente-Libertadora vendría específicamente de su descendencia (2 Sam 7; Sal 89:19-37). Cuando viniera, se establecería un «nuevo pacto» definitivo (Jer 31:31-34; Heb 8:8-12; 10:15-17). Jesús es la Simiente-Libertadora que forja «el nuevo pacto en mi sangre» (Lc 22:20). Así, desde Adán hasta Cristo, esta serie unificada de pactos divinos creó un único árbol genealógico (Lc 4:23-38).
A veces se dice que ahora todo ha cambiado, que el «pacto» prácticamente ha desaparecido. Que rara vez se vuelve a mencionar fuera de la carta a los Hebreos. Pero esto es no entender el punto. Porque cuando Jesús habla del «nuevo pacto en mi sangre», quiere decir que Él mismo es el pacto. El Señor ya lo había dado a entender: «He aquí mi Siervo, a quien yo sostengo, mi escogido, en quien mi alma se complace… te pondré como pacto para el pueblo» (Is 42:1, 6-7). El «nuevo pacto» definitivo ya no es una promesa que espera ser cumplida, sino una persona que encarna su cumplimiento. La palabra del pacto de Dios es ahora la Palabra hecha carne (Jn 1:14).
Así, desde Adán hasta Noé, desde Abraham hasta Moisés, y desde David hasta Cristo, el pueblo de Dios se ha definido, unido y formado a través de un vínculo de pacto siempre renovado y bien desarrollado. Por eso los padres de la Iglesia hablaron de ecclesia ab Adam (la Iglesia desde Adán) o ecclesia ab Abel (la Iglesia desde Abel): un solo pueblo, en diferentes épocas, que vivía en diferentes etapas del pacto de la revelación de la promesa de Dios, y, desde la caída de Adán y Eva, siempre pecadores que hallaron «gracia ante los ojos del SEÑOR» (Gn 6:8), siempre justificados solo por la fe, no por obras; siempre confiando en la promesa de Dios, siempre conscientes de que eran una sola familia.
Moisés y Pablo (y por tanto nosotros) pertenecen a una misma familia. «A quienes» (el pueblo del antiguo pacto), dice Pablo, «pertenece la adopción como hijos, y la gloria, los pactos, la promulgación de la ley, el culto y las promesas» (Rom 9:4). Lo mismo ocurre con Pablo (y con nosotros) en el nuevo pacto, solo que más: somos hijos de Dios por adopción (8:14-17); somos transformados en la misma imagen de gloria en gloria (2 Co 3:18); por el Espíritu se cumple en nosotros el requisito de la ley (Rom 8:3-4); somos la verdadera circuncisión que adoramos en el Espíritu (Flp 3:3); y confiamos en Aquel en quien todas las promesas de Dios son «sí» (2 Co 1:20). Vivimos en épocas diferentes, pero somos un solo pueblo, una sola familia.
Esta unidad se expresa muy claramente en la descripción que hace Hebreos de Moisés, quien «Por la fe… rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios… considerando como mayores riquezas el oprobio de Cristo que los tesoros de Egipto» (Heb 11:24-26). A lo largo de las eras del pacto, hay una fe, un Cristo, un pueblo.
Hebreos 3:1-6 lo expresa así: tanto en la época del antiguo como en la del nuevo pacto, los creyentes han pertenecido a la misma casa y a la misma familia. Han ocupado la misma casa, aunque se hayan producido cambios. Y ahora el siervo Moisés ha dado paso a Jesús el Hijo. Se han levantado las restricciones (ya no somos herederos menores de edad). Ahora, los creyentes viven en la plenitud de la gracia y la verdad y claman: «¡Abba, Padre!» (Gal 4:1-7). Pero el hogar ancestral sigue siendo el mismo.
Qué privilegio es pertenecer a esta familia milenaria del pacto. Si a los corintios se les pudo decir que «Pablo… Apolos… Cefas… el mundo… todo es vuestro» (1 Co 3:22), entonces ciertamente podemos añadir: «y Abraham… Elías… Isaías… Daniel… también son nuestros», porque nosotros somos de Cristo, y Cristo de Dios. Así, siempre que leemos el Antiguo y el Nuevo Testamento, estamos viendo nuestro álbum familiar. Aprender sobre la historia de la Iglesia es simplemente visitar a nuestros familiares. Congregarnos para la adoración es ir a la reunión familiar de cada semana en la que nos acercamos «a miríadas de ángeles, a la asamblea general e iglesia de los primogénitos». Más aún, nos acercamos «a los espíritus de los justos hechos ya perfectos», algunos de los cuales se sentaron junto a nosotros en la iglesia. Y todo ello porque, mediante la fe, nosotros, al igual que ellos —incluidos los que vivieron bajo el antiguo pacto— hemos llegado «a Jesús, el mediador del nuevo pacto» (Heb 12:22-24). Perteneces a una «megaiglesia». La congregación es mucho más grande de lo que piensas.
Esta perspectiva del pacto emociona nuestros corazones porque nos damos cuenta de que hemos sido atrapados en el gran proyecto de Cristo, que dura por las edades. Nos da un sentido de identidad: conocemos nuestras raíces. También nos da una sensación de estabilidad: sabemos que las puertas del Hades nunca prevalecerán contra el pueblo del pacto de Dios. El Dr. Sproul expresa todo esto muy bien en su himno «Santos de Sión»:
Desde la ofrenda favorecida de Abel hasta la santa cruz de Jesús,
La iglesia elegida por Dios ha triunfado sobre la pérdida.
Entonces venid, oh santos de Sión, en dulce comunión desposada;
La novia espera su gloria: el Señor Jesucristo, su cabeza.
Por la fe obraron nuestros padres: en la fe vivieron y murieron.
Desde Abraham hasta David, la fe resistió cuando fue puesta a prueba.
Este pacto de gracia divina, por la propia sangre de Cristo fue comprado;
Las promesas de bendición nunca serán en vano.
Con la muerte del mártir se sembró la santa semilla en pena y en dolor,
Esa santa semilla florecerá hasta que Cristo vuelva.
La Iglesia de Dios triunfante, en ese día final, tendrá a
todos sus hijos e hijas en casa tras una batalla bien librada.