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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VI
Una revisión sincera de los logros de Gregorio I, conocido también como «Magno» o «el Grande», debe mover al protestante evangélico a reflexionar detenidamente sobre esta designación tan elevada. No se puede negar que fue un conservador de la ortodoxia, un misiólogo eficaz y un eclesiástico celoso e inteligente; pero mientras corregía y disciplinaba a los herejes en ciertos aspectos doctrinales, con esa misma seguridad bautizaba en un evangelio que no era evangelio.
Nacido alrededor del 540 en Roma, Gregorio fue criado como un «santo entre santos». Su padre fue un cristiano devoto mientras que su madre Silvia (en su viudez) y dos tías paternas vivieron la austera vida monástica. Gregorio ejerció una ocupación secular por nombramiento del emperador Justino II y como tal vistió de seda, gemas brillantes y una trábea con rayas moradas. Aún en ese tiempo, buscó vivir para Dios, pero se dio cuenta de que era difícil. A la muerte de su padre, decidió dedicarse a la vida religiosa. Utilizó la riqueza que heredó para ayudar a los pobres y establecer varios claustros. Se dedicó a la oración y a la contemplación, al estudio de la Escritura en latín y a estudiar detenidamente los escritos de Agustín, Jerónimo y Ambrosio. Su austeridad lo debilitó y le provocó sufrimientos de gota, indigestión y malestar general que lo acompañaron de por vida.

El entrenamiento legal de Gregorio y sus comprobados talentos administrativos frustraron sus planes de aislamiento personal. Benedicto I lo obligó a ser uno de los siete diáconos de Roma. Pelagio II, necesitando de la confirmación imperial de su elección como obispo y de la ayuda militar contra los lombardos, lo envió a Constantinopla. Gregorio logró lo primero pero, en lo segundo, no pudo conseguir ayuda contra los lombardos. Mientras estuvo allá, se dedicó junto a sus amanuenses en escribir Moralia, un «comentario» sobre Job, una sucesión de meditaciones morales y espirituales elaborada como una ingeniosa alegoría.
Cuando regresó a Roma en el 585, Gregorio se retiró a su monasterio, San Andrés, donde pasó los cinco años más tranquilos y felices de su vida. A la muerte de Pelagio II en el 590, Gregorio fue elegido obispo. Su sincera preferencia por la vida contemplativa y su creencia de que la reticencia, nacida del temor piadoso, mostraba una verdadera humildad, llevaron a Gregorio a desistir de la posición hasta que el populacho de Roma lo obligó a asumirla. Las dificultades que enfrentaba la Iglesia y toda la cultura occidental podrían haber ahogado a un hombre de menos talento con una serie de trágicos fracasos; Gregorio convirtió la situación en un triunfo para la iglesia de Roma.
Gregorio sentó las bases para la expansión del romanismo de varias maneras. En primer lugar, su visión misionera y su metodología práctica virtualmente garantizaron la sumisión de Europa a Roma. Stephen Neill comenta: «Su proceder fue fresco y notable, ya que, en contraste con la manera desorganizada en que por lo general las iglesias habían crecido, este fue casi el primer ejemplo, desde los días de Pablo, de una misión cuidadosamente planificada y calculada». En el 596, Gregorio envió a Inglaterra un monje benedictino, Agustín, junto con otras treinta personas, para convertir a los anglos. Se desalentaron y Agustín regresó a Roma buscando alivio de tal misión. Gregorio, impertérrito, lo envió de vuelta con una amonestación: «Puesto que hubiera sido mejor no comenzar lo que es bueno que abandonarlo una vez comenzado, deben, hijos muy amados, completar la buena obra que, con la ayuda del Señor, han comenzado». Asimismo, lo abasteció de cartas que le garantizaban la ayuda estratégica que necesitaba. Habiendo enviado a Agustín «para ganar almas», Gregorio asumió con decisión el proveer la ayuda y el socorro que necesitaran los misioneros con tal de asegurar el éxito. Cualquiera que los ayudara, sin duda compartiría su gloria espiritual. Las cartas subsiguientes a Agustín se constituyeron en una misiología para las incursiones futuras. Finalmente Inglaterra, en el Sínodo de Whitby en el 662, entró en la órbita de la autoridad eclesiástica de Roma (hasta la década de 1530).
En segundo lugar, Gregorio contribuyó a que la Regla benedictina (o Regla de Benito) dominara la vida monástica. Siendo el primer monje en convertirse en papa, Gregorio alimentó y fomentó la vida contemplativa al considerar que la postura de Benito era la más práctica y enérgica. Incluso los Diálogos de Gregorio preservan la hagiografía benedictina. Fueron monjes que huyeron de Montecassino los que trajeron la Regla y la tradición a Roma, y Gregorio comenzó a usarla en San Andrés. La misión de Agustín la extendió a Canterbury y los esfuerzos misioneros benedictinos posteriores, en particular los de Bonifacio, garantizaron la difusión de la Regla benedictina y la sumisión de los convertidos a Roma.
En tercer lugar, la habilidad y el celo de Gregorio en el trabajo administrativo, político y caritativo sentaron las bases para los Estados Pontificios. A medida que el trabajo de los agentes imperiales disminuía, el trabajo de la Iglesia, en particular el del obispo de Roma, aumentaba. Mientras el Imperio en Occidente se desmoronaba, las rocas que cayeron fueron usadas por Roma para edificar la cristiandad. El obispo reparó los acueductos, garantizó el suministro de maíz, libró la guerra, firmó tratados y acuerdos, rescató a los cautivos, alimentó a los pobres y negoció el pago de un tributo anual para aliviar a la ciudad devastada de las atrocidades de los rapaces lombardos. Los fondos de la Iglesia, procedentes de las crecientes posesiones de la Iglesia romana, financiaron todos estos proyectos. Gregorio no tuvo más remedio que hacerse cargo.
En cuarto lugar, del mismo modo, afirmó su autoridad sobre las iglesias. La oposición no impidió que asumiera la autoridad. A pesar de que despreciaba el ostentoso título reclamado por el obispo de Constantinopla, de Sacerdote Universal, y trabajó fervientemente para que el emperador lo denunciara, el rechazo de Gregorio hacia el título no encontró el correspondiente rechazo hacia el poder que este representaba. La adscripción era la de un «título orgulloso y profano», un «título tonto», un «nombre frívolo», el «precursor del anticristo»; que aquel que lo reclamara, aunque fuera doctrinalmente ortodoxo, cometía el «pecado de la soberbia». Pero así, con la misma seguridad, procuró llevar a todos los que se resistían a su autoridad, por cualquier medio a su alcance, a un punto de arrepentimiento por su orgullo y rebelión. A través de más de 850 cartas que aún se conservan, Gregorio instruyó en temas morales, eclesiásticos, pastorales, monásticos, administrativos y doctrinales a príncipes, obispos, diáconos, monjes y abades. El arzobispo de Dalmacia, después de una prolongada controversia, se arrepintió acostado boca abajo sobre los adoquines de Ravenna llorando durante tres horas: «He pecado contra Dios y contra el bienaventurado papa Gregorio».
Para su crédito y para felicidad de los cristianos en todas partes, Gregorio Magno mantuvo una ortodoxia estricta. Afirmó de la manera más clara y agresiva la teología de los primeros cuatro concilios ecuménicos y condenó rotundamente todos los errores que estos condenaron.
En adición, Gregorio amaba la Escritura. Había memorizado grandes porciones de ella e instaba a otros, incluso a los laicos a leer, sí, a saturarse con sus palabras. Le advirtió a un médico, Teodoro, que no se dejara dominar por las actividades seculares hasta el punto de que no le permitieran «leer diariamente las palabras de su Redentor». Sobre estas, debería meditar diariamente para conocer el corazón de su Creador y «suspirar más fervientemente por las cosas eternas, para que tu alma pueda ser encendida con mayores anhelos de gozos celestiales». Él rechazó la ordenación de un obispo porque era «un ignorante de los Salmos».
Gregorio también mostró gran sabiduría en asuntos de teología pastoral y mostró un discernimiento notable en su comprensión del carácter y la motivación humana. Su libro Regula pastoralis contiene mucha buena información sobre las calificaciones pastorales y el ministerio, basada en un conocimiento profundo de los cuatro Evangelios, las cartas de Pablo, los profetas y muchas interpretaciones alegóricas extrañas del material histórico. Sus recomendaciones sobre cómo amonestar a los diferentes tipos de personas en la Iglesia no tienen precio y deben ser estudiadas por todo ministro. Un ministro debe enseñar de manera que se «adapte a todas y cada una de las diversas necesidades y, sin embargo, nunca desviarse del arte de la edificación común». El maestro debe «edificar a todos en la sola virtud de la caridad» y debe «tocar el corazón de sus oyentes con una sola doctrina, pero no siempre con la misma exhortación».
Sin embargo, mucho en Gregorio manchó su ortodoxia y la dulzura de su instrucción. Como se ha indicado, su alegoría por momentos supera los límites de lo escandaloso. La interpretación medieval sufrió; la formalización de su método cerró la Escritura a los laicos. Su crédula aceptación de las historias de milagros hechas por medio de las reliquias de los santos, a veces de proporciones cómicas y en ocasiones como los trucos de una película de horror, ayudó a crear la pesada carga del sistema medieval de penitencias. Añade a esto su aceptación de la intercesión de los santos difuntos, su creencia en la eficacia de las misas para los muertos, su exposición anecdótica sobre el estado del purgatorio y su creencia en los méritos de las obras piadosas, y lo que resulta es un brebaje completamente ajeno al evangelio bíblico. Si durante siglos Agustín de Hipona fue leído a través de los ojos de Gregorio Magno, no es de extrañar que el redescubrimiento del Agustín evangélico creara tal consternación en el siglo XVI.