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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Las doctrinas de la gracia
A un atleta profesional le preguntaron: «¿En qué momento te diste cuenta de que habías llegado a ser parte de la élite de tu deporte?». El atleta respondió que no se había dado cuenta hasta que ingresó el primer cheque en su cuenta bancaria y comprendió que ahora le pagaban por el deporte que le gustaba jugar. Este ejemplo terrenal representa en parte la experiencia que puede tener un cristiano cuando llega a comprender la doctrina de la gracia irresistible. Cuando el creyente verdadero comprende que todos los beneficios de Cristo se le aplican personalmente y que ahora está en Cristo, es como el atleta que ha llegado a una comprensión más plena de quién es realmente y de todo lo que en verdad le pertenece. Ahora comprende que es cristiano gracias a la elección eterna soberana y a la redención de Cristo aplicada eficazmente en él por el Espíritu.
Teológicamente, la gracia irresistible quizá se describa mejor como gracia eficaz o llamamiento eficaz. Esta doctrina se explica claramente en la Confesión de Fe de Westminster (cap. 10), y se resume así en el Catecismo Menor de Westminster:
El llamamiento eficaz es la obra del Espíritu de Dios, por medio de la cual, convenciéndonos de nuestro pecado y de nuestra miseria, iluminando nuestras mentes en el conocimiento de Cristo, y renovando nuestras voluntades, nos persuade y nos capacita para aceptar a Jesucristo, que gratuitamente se nos ofrece en el Evangelio (P&R 31).
El conjunto de la salvación, incluida la obra de la conversión, es una obra de Dios, porque el conjunto (o la totalidad) del hombre está afectado por la caída de Adán. Los hombres y mujeres espiritualmente muertos no pueden ni quieren tener una relación buena con Dios, a menos que Dios haga una obra en ellos. George Whitefield dijo que el hombre puede más fácilmente «subir a la luna con una cuerda de arena» que hacer buenas obras que le coloquen en una relación correcta con Dios. Lo que el hombre es incapaz de hacer, Dios lo hace poderosa y eficazmente por Su gracia a través de Su Palabra y Su Espíritu.
Este llamado interior del Espíritu Santo, suele tener lugar junto con el llamado externo del evangelio que sale al mundo a través de la Palabra de Dios leída y predicada. Lo que se lee y escucha externamente encuentra un corazón, una mente y una voluntad que han sido renovados y regenerados espiritualmente por el Espíritu. Esa Palabra, posiblemente rechazada, ignorada o malentendida anteriormente, ahora tiene sentido e incluso es deseable mediante la poderosa obra del Espíritu, hasta el punto de que el oyente da los primeros «pasos» de fe y arrepentimiento en Cristo. Ha surgido una vida nueva.
En Juan 11, la resurrección de Lázaro prefigura la resurrección más grande de nuestro Señor y simboliza también el ministerio de nuestro Señor, quien insufla vida a los muertos. Con la simple orden, «¡Lázaro, sal fuera!», Lázaro, quien estaba muerto, emerge vivo de la tumba y Jesús demuestra que tiene el poder de devolver la vida a los huesos muertos (ver Ez 37:1-14). Del mismo modo que nadie pensaría que Lázaro se dió o quiso para sí mismo la vida física, nadie debería pensar que alguien puede hacer lo mismo para la vida espiritual. Solo Dios tiene palabras de vida, y solo Él produce vida física y espiritual (Jn 6:68).
Muchos se oponen a esta doctrina porque recuerdan muy claramente las circunstancias que les llevaron a Cristo, es decir, cuando «eligieron a Cristo» o «se decidieron por Cristo». Experiencialmente, esto es cierto. Venimos a Cristo libremente, como dice la Confesión de Fe de Westminster: «Todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y solamente … ellos, […] vienen a él más libremente», pero luego añade rápidamente «pues por su gracia son hechos dispuestos» (10.1). Acudimos y nos aferramos al Señor Jesucristo por la fe solo porque primero Él vino a nosotros y nos eligió, y ahora obra esa salvación en nuestros corazones, mentes y vidas. Esta gracia sobrenatural no solo hace posible la salvación (el punto de vista wesleyano/arminiano), sino que salva real y verdaderamente a todos aquellos cuyo pecado Cristo ha expiado. Por tanto, desde el primer aliento espiritual hasta nuestro último aliento físico, debemos ocuparnos «en [nuestra] salvación con temor y temblor», pero como Pablo recuerda de inmediato a los filipenses (y a nosotros), «porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención» (Fil 2:12-13). Que estemos vivos en Cristo desde ahora y hasta la eternidad es la voluntad y la obra de Dios para Su gloria.
Los cinco puntos del calvinismo, de los que Charles Spurgeon dijo que son «el evangelio y nada más», son un conjunto unido de doctrinas que se mantienen juntas no como un sistema lógico de fórmulas, sino como un resumen bíblico y teológico de la obra milagrosa de Dios de salvación en la vida de los elegidos. Cada punto presupone los demás. Sin embargo, lo que hace que la gracia irresistible sea única respecto a las demás es que esta doctrina explica la aplicación de esa salvación en la vida del creyente. Los tres puntos anteriores (depravación total, elección incondicional y expiación limitada) son realidades arraigadas principalmente en el pasado (caído en Adán, elegido en la eternidad, expiado en Cristo), y la perseverancia de los santos mira principalmente hacia el futuro (perseverar hasta el fin). Pero la gracia irresistible toma esas doctrinas y las aplica al creyente, de modo que no solo son una verdad del creyente, sino también una verdad en el creyente, ahora y por toda la eternidad, a medida que el creyente es despertado a la realidad insondable de estar «en Cristo».
La gracia irresistible ocurre en nosotros cuando la salvación eterna de Dios entra en nuestra existencia personal mediante la obra sobrenatural de la conversión. Este primer sabor de la gracia salvadora, que se experimenta más y más cada día a través de Cristo, es lo que el verdadero cristiano saborea ahora y siempre: las riquezas de Su gracia que salvó soberanamente y atrajo a todos Sus elegidos a una relación personal con Él. Por eso cantamos, como dijo acertadamente John Newton: «Sublime gracia del Señor que a un infeliz salvó».