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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Sal y luz
«Ustedes han oído que se dijo: “AMARÁS A TU PRÓJIMO odiarás a tu enemigo”». Así dijo Jesús a Sus oyentes en Mateo 5:43. Su propósito al decir esto era dejar a un lado esa «regla» no bíblica. Y en Lucas 10, Jesús aclara quién es nuestro prójimo al relatar la parábola del buen samaritano. Allí presenta a un hombre herido, golpeado y dado por muerto; a un sacerdote y un levita, cada uno de los cuales vio al hombre herido como alguien inmundo; y a un samaritano, que vio al hombre herido como alguien digno de cuidado.
En la parábola, el sacerdote y el levita mostraron que sus corazones estaban lejos del corazón de Dios. Según las prácticas judías, el sacerdote tenía razones «religiosas» para ignorar la necesidad del hombre. Si el cuerpo era un cadáver y él lo tocaba, el sacerdote quedaría inmundo durante siete días (Nm 19:11). Para el sacerdote, la ley y la ceremonia eran más importantes que amar a los demás. El levita tampoco se arriesgaría a ayudar a este hombre. Pero el samaritano demostró que él y sus valores estaban cerca del corazón de Dios. El samaritano, a quien todos los judíos religiosos de la época despreciaban, estaba dispuesto a ayudar porque el amor de Dios estaba en su corazón.
¿Cuál era la enseñanza de la época? Para los judíos de la época de Jesús, un prójimo era «uno de los suyos». Los gentiles no eran prójimos; eran el enemigo. Los samaritanos eran similares a los gentiles, ya que se casaban con paganos. Para los judíos, los gentiles eran la excepción en su obligación hacia el prójimo porque los judíos consideraban inmundos a los gentiles. Matthew Henry escribió:
No condenarían a muerte a un israelita por matar a un gentil, porque no era su prójimo: ciertamente decían que no debían matar a un gentil con quien no estuvieran en guerra; pero, si veían a un gentil en peligro de muerte, no se creían en la obligación de ayudar a salvar su vida.
En aquella época, los judíos consideraban a los samaritanos como a los leprosos: estaban entre los «intocables». Llegaron a creer que si la sombra de un judío tocaba la de un samaritano, el judío quedaría contaminado, y que si una mujer samaritana entraba en un pueblo judío, todo el pueblo quedaría inmundo.
La forma en que respondemos a la pregunta «¿Quién es mi prójimo?» tiene mucho para decir sobre nuestra prioridad de amar a las personas que son diferentes a nosotros. No hace falta mucha imaginación para que cada uno de nosotros deduzca a quién usaría Jesús como ejemplo de «prójimo» en nuestros pueblos y ciudades.
La parábola del buen samaritano define claramente a nuestro «prójimo» como cualquier persona cuya necesidad veamos. Dios me ha recordado muchas veces que debo ser amable con los desagradables y los ingratos, y que debo mostrar amor a todas las personas. Ese amor demanda que confiese mis pecados y me arrepienta. Es un trabajo duro.
¿Alguna vez has mirado al prójimo que te desagrada como si fuera un objeto inanimado y lo has tratado como tal? Jesús nunca lo hizo; Él amó incluso a Sus enemigos. No buscó beneficiarse a costa de los demás y renunció al derecho de vengarse contra Sus enemigos. Así que nuestra pregunta «¿Quién es mi prójimo?» debería ser sustituida por nuestra pregunta «¿De quién soy prójimo?». No podemos saber de antemano con quién nos encontraremos, pero Dios nos coloca en posiciones para que seamos útiles. La visión inmediata de un prójimo requiere una respuesta misericordiosa.
Me encanta el poder de las palabras contenidas en Proverbios 3:27: «No niegues el bien a quien se le debe, / Cuando esté en tu mano el hacerlo». A menudo, nuestros prójimos preguntan: «¿Dónde están los cristianos?». No los hagas suponer una respuesta. Persuádelos con el poder de tu amor cristiano.