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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: El Espíritu Santo
Compuesto en el siglo VIII y parte del breviario romano de Vísperas, Veni Creator Spiritus [Ven Espíritu Creador] es un himno que exalta al Espíritu Santo. La magnífica traducción al inglés de John Dryden traduciría las primeras líneas al español de la siguiente manera: «Espíritu Creador, con cuya ayuda se establecieron primero los cimientos del mundo».
Encontramos la actividad del Espíritu Santo como Creador en el segundo versículo de la Biblia. Al describir la creación aún no terminada como «sin orden y vacía» y en «tinieblas», el autor dice del Espíritu de Dios que «se movía sobre la superficie de las aguas» (Gn 1:2). El final de este capítulo inicial de la Escritura es el pronunciamiento de la creación del hombre: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza» (v. 26). El adjetivo posesivo «nuestra» a menudo se entiende como una referencia a la Trinidad, que incluye al Espíritu Santo. Desde el principio, el Espíritu Santo ha llevado a cabo la actividad creadora de Dios. Tanto en la creación del mundo como en la creación del hombre en particular, el Espíritu Santo se revela de manera especial.
Pentecostés
En los inicios de la era del nuevo pacto, Pentecostés sería una muestra de una obra similar de creación o, mejor aún, de recreación. La humanidad caída iba a ser transformada por el Espíritu en un grado desconocido bajo el antiguo pacto.
Después de Su resurrección, Jesús ilustró la importancia de Pentecostés al soplar sobre Sus discípulos y decirles: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20:22). Esta acción es un recordatorio de la secuencia inicial de Génesis: el Espíritu Santo, el aliento de Dios, es el agente del «aliento de vida» (Gn 2:7; ver también Jn 20:22). Así como Dios había soplado vida en Adán, Jesús —el último Adán— sopló nueva vida en Su pueblo. Jesús se convirtió, en el lenguaje de Pablo, en un «espíritu que da vida» por haber enviado al Espíritu (1 Co 15:45). Pentecostés fue un acontecimiento que marcó una época, pues significó el amanecer de una nueva era.
A mitad del camino entre la creación y la recreación final de todas las cosas, Pentecostés es el punto en el que se puede decir: «Ha llegado el fin de los tiempos» (1 Co 10:11). El Espíritu dio a los discípulos una comprensión clara del papel de Jesús en la redención y en la consumación, dándoles una audacia extraordinaria para dar a conocer a Jesús. El don de lenguas que acompañó al derramamiento del Espíritu permitió que personas de distintos países oyeran el evangelio en sus propias lenguas. En un instante, se revirtió la maldición de Babel (Gn 11:7-9). Los discípulos que recibieron el poder del Espíritu fueron así movidos y capacitados para llevar el mensaje de reconciliación a las naciones del mundo con la certeza de que Dios cumpliría lo que había prometido (Lc 24:48; Hch 1:4). Lo que parece ser una bendición para los gentiles, resulta ser un juicio sobre los israelitas que rechazaron a su Mesías. El mero sonido del evangelio en lenguas distintas a las suyas confirmó la amenaza pactual de Dios emitida en Isaías: «En verdad, con tartamudez de labios / Y en lengua extranjera, Él hablará a este pueblo» (Is 28:11). Lo que iba a ser una bendición para las naciones vino a ser el instrumento mismo del endurecimiento de Israel, hasta que haya entrado la «plenitud» de los gentiles (Ro 11:25).
Con esta interpretación de Pentecostés, no hay lugar para una repetición. Aunque la historia registra muchos «derramamientos» del Espíritu en muestras extraordinarias de avivamiento, ninguna de ellas, estrictamente hablando, es una repetición de Pentecostés. Pentecostés marcó el principal punto de inflexión entre las administraciones del antiguo y el nuevo pacto. Los días de tipos y sombras fueron sustituidos por días de cumplimiento y realidad. Pentecostés marcó el fin de una economía redentora centrada en gran medida (aunque no exclusivamente) en el Israel étnico, anunciando en su lugar el inicio de una comunidad de pacto formada por todos los pueblos, a la que el Antiguo Testamento apuntaba fuertemente, pero que nunca llegó a materializarse. La presencia misma de lo milagroso en Pentecostés indica la singularidad del momento. Marcó la aparición de los apóstoles, los maestros constructores de Dios, que pondrían los fundamentos de la iglesia, en lugar de construirla de forma continua (Ef 2:20).
La Biblia
Como peregrinos santos y regenerados, habitados y santificados por el Espíritu Santo, en camino hacia la nueva Jerusalén, seguimos necesitando la sabiduría que el Espíritu nos proporciona. Él es quien garantizó que se daría al pueblo de Dios una guía segura hacia el cielo. Hablando del Antiguo Testamento, Pedro dijo que ninguna parte de este fue producto de la invención humana, «sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2 P 1:21). Y Pablo repitió que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Ti 3:16). La manera en que el Espíritu lo hizo sigue siendo un misterio. Sin embargo, en toda la Biblia hay huellas perceptibles de autores humanos. Al mismo tiempo, cada parte de ella, hasta el más mínimo trazo de la pluma (ver Mt 5:18), fue producto del soplo de Dios. En dos procesos —en la revelación de la sabiduría y la verdad a los autores bíblicos y en la inspiración— el Espíritu ejerce Su señorío al inspirar infaliblemente las Escrituras. En tres procesos —en su recepción y reconocimiento (canonización), en su conservación y en su traducción— la iglesia responde a la obra del Espíritu en la formación de las Escrituras.
La Biblia, norma y guía del Espíritu, es lo que los cristianos necesitan para la santidad y la redención final. Mediante la iluminación del texto escrito por el Espíritu, la voluntad de Dios queda clara. Como cristianos, actualmente «esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia» (2 P 3:13). En el estado de gloria, como señala el teólogo holandés Geerhardus Vos, el Espíritu Santo será «el sustrato permanente de la vida de resurrección». El Espíritu, que ha servido al Padre y ha dado gloria al Hijo, será entonces el que sostenga la vida eterna de los santos. Hasta ese día, en que «Dios [será] todo en todos» (1 Co 15:28), recorremos un terreno lleno de obstáculos y adversidades. Nos enfrentamos a un enemigo triple: el mundo, la carne y el diablo. El Espíritu, agente representante de Cristo en nuestros corazones, se encarga de que la victoria sea segura. Él se asegura de que se reviertan la esclavitud y la frustración que la caída de Adán trajo al mundo.
La nueva creación
En el otro extremo de la Biblia, el libro del Apocalipsis describe a los «siete Espíritus» que son «enviados por toda la tierra» (Ap 5:6; ver también 1:4); los Espíritus simbolizan al Espíritu Santo como Aquel inmanente que lleva a cabo los propósitos de Dios. El Espíritu que se movía y velaba sobre la creación sin orden, ahora vela sobre el cosmos, con el propósito de llevar a cabo una nueva creación, asegurando así su formación según el plan perfecto de Dios.
Como artista divino, el Espíritu Santo aseguró tanto la belleza del Edén como la del resto de la creación: «Era bueno en gran manera» (Gn 1:31). Nota la observación de Moisés de que, en el diseño del tabernáculo (el símbolo de la presencia de Dios con Su pueblo redimido), sus arquitectos, Bezalel y Aholiab, estaban llenos del Espíritu de Dios (Éx 31:3). Moisés parece deleitarse en la preocupación de ellos por la belleza y el orden. Había un evidente placer estético en el tabernáculo, y esto demostraba el diseño del Espíritu Santo (Éx 35:30-35). Del mismo modo, el Espíritu Santo está detrás de toda obra de arte. Como escribió Juan Calvino: «Se dice que el conocimiento de todo lo que es más excelente en la vida humana nos es comunicado por el Espíritu de Dios».
El fin que persigue el Espíritu es la gloria que Adán no alcanzó en el huerto. Cuando los profetas del Espíritu Santo describen la obra del Espíritu, imaginan así esta gloria restaurada:
Hasta que se derrame sobre nosotros el Espíritu desde lo alto,
El desierto se convierta en campo fértil
Y el campo fértil sea considerado como bosque.
En el desierto morará el derecho,
Y la justicia habitará en el campo fértil.
La obra de la justicia será paz,
Y el servicio de la justicia, tranquilidad y confianza para siempre (Is 32:15-17).
El Espíritu Santo de Dios, que primero se movió sobre las aguas de la creación, habló a través de los profetas y los apóstoles y fue derramado en Pentecostés como testigo de la promesa de Cristo de otro Paracleto (consolador, sustentador, equipador, consejero). Jesús continúa Su ministerio a Sus discípulos por medio del Espíritu como Su agente representativo personal. Su obra, en todo momento, es traer la atención hacia Cristo. «Él me glorificará», dijo Jesús, «porque tomará de lo Mío y se lo hará saber a ustedes» (Jn 16:14).
De principio a fin, el objetivo del Espíritu es producir la nueva creación en la que se mostrará el esplendor de la obra de Dios. Es principalmente de la obra del Espíritu Santo que cantamos con las palabras de Charles Wesley:
Termina, pues, Tu nueva creación;
Puros y sin mancha haznos ser;
Que veamos Tu gran salvación
Perfectamente restaurada en Ti;
Cambiada de gloria en gloria,
Hasta que en el cielo tomemos nuestro lugar,
Hasta que arrojemos nuestras coronas ante Ti,
Perdidos en asombro, en amor y en alabanza.