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Nota del editor: Este es el décimo segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las parábolas de Jesús.

Cuando una historia de pronto da un giro, es un momento emocionante y esclarecedor. En Lucas 18:9-14, nos encontramos con un giro sorprendente. Dos hombres suben al templo a orar. Uno que esperarías ver allí: el fariseo. El otro te sorprendería verlo aparecer. Es un recaudador de impuestos a quien se le considera como alguien despreciable, uno que ha traicionado a los suyos.
Ambos van a orar, y al final, solo uno se va a casa en paz con Dios. La sorpresa es que es el recaudador de impuestos, no el líder religioso. ¿Cómo sucedió esto? Lucas nos dice desde el principio: «Refirió también esta parábola a unos que confiaban en sí mismos como justos, y despreciaban a los demás» (v. 9). Esta es una historia sobre el orgullo y la humildad delante de Dios. Y lo que vemos es que con Jesús, el camino hacia abajo es el camino hacia arriba.
Nadie jamás será considerado justo a los ojos de Dios por confiar en sí mismo.
Los fariseos eran conocidos por lucir y actuar como religiosos en público (20:47). En nuestra parábola, el fariseo va al templo y ora. Su oración revela un par de cosas sobre él.
Primero, lleva una vara de medir. Quiere medirse con los demás. Después de ofrecer una breve palabra de gratitud a Dios, revela sus valoraciones. Él no es como los demás hombres; de hecho, es mejor que ellos. Cuando se compara a sí mismo con los demás, en especial con este recaudador de impuestos (18:11), declara su superioridad. Esta práctica es tan peligrosa como común. Con demasiada frecuencia nos comparamos con los demás, pero a fin de cuentas esto no tiene ningún valor. El estándar es la justicia de Dios, no la de otras personas. Él está cegado por su orgullo.
En segundo lugar, lleva un currículum. ¿Ves cómo repasa lo que ha hecho? Él dice: «Ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano» (v. 12). Se jacta de lo que ha hecho. Él está, como dijo Jesús, confiando en sí mismo como justo. ¿No es sorprendente que este hombre se jacte de sí mismo en el templo delante de Dios en oración? ¿Sabe él con quién está hablando? Le está recitando su currículum a Dios como si lo fuera a impresionar. En realidad, luce más como que está hablando consigo mismo que con Dios. Si delante Dios nos jactamos de nosotros mismos, en lugar de confesarle nuestros pecados, estamos en una posición muy peligrosa.
Luego está este otro hombre, el recaudador de impuestos. Si las manos del fariseo están llenas, las de este están vacías. Todo en él revela contrición y quebrantamiento (v. 13). La humildad se muestra en su posición y en su oración. Se coloca a cierta distancia porque está separado de Dios por causa de su pecado. Está avergonzado de su pecado, por lo que ni siquiera levanta los ojos al cielo. Continúa golpeándose el pecho para mostrar su dolor. Clama a Dios por misericordia porque sabe que es un pecador que la necesita desesperadamente.
¿Qué tan diferente es él con respecto al fariseo? En lugar de buscar justicia en sí mismo, el recaudador de impuestos suplica a Dios por misericordia, porque no hay justicia en él. Incluso la forma en que suplica, expresa su humildad. La súplica de misericordia es un clamor para que la ira de Dios sea quitada con gracia y justicia (literalmente, «ser propicio»). Vemos a este pecador convicto humillado en el templo. Su pecho está enrojecido por golpearlo con desesperación, su voz está ronca de llorar por misericordia y su cabeza está baja.
Jesús concluye la historia diciéndonos que «éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (v. 14).
El fariseo tenía las manos llenas de justicia propia. El recaudador de impuestos tenía las manos vacías. Pero fue el recaudador de impuestos quien se fue a su casa justificado. Fue declarado justo a los ojos de Dios. Nadie jamás será considerado justo a los ojos de Dios por confiar en sí mismo. La única manera de permanecer justo o perfecto a los ojos de Dios es confiando en la justicia de otro. El hombre que cuenta la parábola, Jesús mismo, ganó la justicia que se aplica a los creyentes cuando es recibida por fe (Rom 5:1; 2 Co 5:21). Es humillante entender que no tenemos nada que ofrecerle a Dios. Pero es ocasión de gran regocijo darnos cuenta de que todo lo que necesitamos se encuentra en Cristo. De esta manera, los humildes son exaltados.