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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XVII
Cuando Martín Lutero (1483-1546) entró al convento de los agustinos en Érfurt en 1505, fue tanto una decisión meditada como el cumplimiento de un voto que hizo cuando gritó: «¡Santa Ana, ayúdame! Me convertiré en monje».
Lutero entró en una de las órdenes más rigurosas y observantes, pues la regla de los monjes agustinos era demandante. Les exigía tener en común la comida y la ropa. Se comprometieron a llevar una vida de pobreza y una severa piedad abnegada. Las horas de oración requeridas incluían servicios antes del amanecer, a las seis de la mañana, a las nueve de la mañana, al mediodía, a las tres de la tarde, justo antes del anochecer, y antes de acostarse, y finalmente una vigilia nocturna. Había meditación, tareas, confesión auricular, actos de penitencia e incluso, en ocasiones, de autoflagelación.
Lutero era un monje devoto y ocupado. Sin embargo, cuando fue enviado a Roma en 1510 por asuntos de su orden, la corrupción que vio entre los monjes y los sacerdotes le dio razones para reconsiderar la piedad monástica y la teología que la sustentaba.
El monasticismo cristiano suele remontarse a Antonio Abad (c. 251-356), quien por una interpretación equivocada de Mateo 19:21, siendo adolescente, regaló sus posesiones y se retiró al desierto por décadas. Fue quizás el primer monje hermético y se convirtió en una celebridad durante su vida. La gran premisa del monasticismo cristiano era que el aislamiento de las comodidades y las tentaciones del mundo material era necesario para la piedad porque el mundo material es intrínsecamente corrupto y corruptor. Esta convicción se debe más a Platón que a la Escritura, la cual declara que la creación es buena (Gn 1:10, 25), pero tuvo una gran influencia y alimentó la huida medieval del mundo material durante un milenio. También contribuyó a fomentar la idea de que en la iglesia hay dos clases de cristianos: los ordinarios y los extraordinarios (o los espirituales). Esa idea motivó a miles de cristianos sinceros a los monasterios en una búsqueda por volverse verdaderamente «espirituales».
A medida que celebramos el quinto centenario de la Reforma, se habla mucho y correctamente de la recuperación de las doctrinas bíblicas de la salvación sola gratia, sola fide (por la gracia sola y por la fe sola). La recuperación de una piedad y una práctica bíblica es menos conocida pero no menos esencial para la Reforma. Cuando Lutero abandonó el monasterio, dejó atrás las suposiciones de Antonio sobre el mundo, la gracia y la vida cristiana. Recuperó la doctrina cristiana bíblica y antigua (anti gnóstica) de la bondad esencial de la creación. Recuperó la doctrina bíblica y cristiana de que todo cristiano, no solo el sacerdote y el monje, tiene una vocación dada por Dios. Según Lutero, no estamos llamados a huir del mundo material. Estamos llamados a huir del pecado pero también a servir a Cristo en el mundo de Dios como pecadores libremente perdonados por causa de Cristo solo.
Como monje, a Lutero se le había enseñado que la gracia es una sustancia medicinal con la que se nos infunde y con la que debemos cooperar para la santificación y la salvación. Roma estableció un sistema sacramental elaborado y consideró que los cinco sacramentos que añadió a los dos que Cristo había instituido comunicaban automáticamente (ex opere) la gracia al receptor. Roma convirtió la gracia (el favor divino) en magia. En la Reforma, los protestantes rechazaron los cinco sacramentos añadidos por Roma junto con el punto de vista medieval de su naturaleza y eficacia. Lo hicieron basándose en la autoridad de la Palabra de Dios (sola Scriptura), afirmando que la Palabra de Dios es suficiente para la adoración y la vida cristiana.
La Reforma llamó a los cristianos a salir de las celdas monásticas hacia la adoración corporativa pública como centro de la vida cristiana y, desde allí, de regreso al mundo. Sin embargo, hubo desacuerdos entre los protestantes. Mientras los luteranos se contentaban con hacer todo lo que no está prohibido por la Escritura, los reformados confesaron que el segundo mandamiento significa que la iglesia está autorizada a hacer en la adoración solo lo que manda la Palabra de Dios. Así, mientras los órganos e himnos se multiplicaban en las iglesias luteranas, las reformadas, al igual que la iglesia patrística, rechazaban los instrumentos porque creían que pertenecían al período de los tipos y las sombras. Los reformados adoptaron los Salmos como suficientes para la adoración pública, por lo que trabajaron diligentemente en producir los primeros salterios métricos que los cristianos reformados utilizaron en la adoración pública y familiar durante siglos.
También pensaban que la predicación del evangelio era el medio de gracia por el cual el Espíritu lleva a Sus elegidos a una vida nueva y a una fe verdadera. Así como Dios le dio existencia a la creación por medio de Su Palabra, así también el Espíritu Santo llama a Sus elegidos a la vida nueva y a la fe verdadera en Cristo por medio de la Palabra predicada. Así, el sermón se convirtió en el elemento central del servicio de adoración reformado.
En lugar del sistema sacramental romano, los reformados devolvieron a los dos sacramentos el lugar que les corresponde como signos y sellos visibles de las promesas del evangelio. Los reformados no los describían en términos mágicos, sino como medios de gracia instituidos por Dios, para que en el bautismo los creyentes y sus hijos fueran reconocidos como miembros del pacto de gracia y admitidos en la iglesia visible. De la misma manera, en la Cena del Señor, los creyentes que profesan la fe, por obra del Espíritu Santo, son renovados en su profesión y alimentados misteriosamente con el cuerpo y la sangre de Cristo, que reciben por la fe sola. Calvino esperaba llevar a cabo la comunión semanalmente al final del servicio matutino del día del Señor, pero el consejo de la ciudad de Ginebra se lo impidió por temor a que la comunión semanal pudiera conducir a un retorno al romanismo.
Debido a que los protestantes rechazaban la idea de que hay dos clases de cristianos, tanto Lutero como los reformados prepararon catecismos para instruir a los niños y prepararlos para la mesa del Señor, de modo que todo el pueblo de Cristo fuera espiritual. Durante la mayor parte de los tres siglos posteriores, los niños reformados memorizaron el Catecismo de Heidelberg (1563) o el Catecismo Menor de Westminster (1648) como preparación para su primera comunión.
Después de que Lutero tradujera el Nuevo Testamento del griego al alemán, el teólogo reformado William Tyndale (c. 1494-1536), mártir del evangelio, tradujo el Nuevo Testamento al inglés en 1525. Diez años después, Robert Olivétan (1506-38) realizó una traducción de la Escritura al francés. Los reformados se dedicaron a esta obra para que el pueblo de Dios pudiera tener la Escritura en su propio lenguaje y así poder leerla, orar con ella y enseñarla a sus hijos en casa. Estas traducciones permitieron a las familias hacer devociones durante la semana y los salterios métricos les proporcionaron la Palabra de Dios para cantarla en casa.
Tanto el Renacimiento como la Reforma se retrasaron un poco en Inglaterra, pero William Perkins (1558-1602) y William Ames (1576-1633) desarrollaron la piedad de Lutero, Tyndale, Martín Bucero (1491-1551), Calvino y Enrique Bullinger (1504-75) en una cálida teología de la práctica pastoral. Como refugiado, Ames llevó esa teología y piedad a los Países Bajos, lo que inspiró a Gisberto Boecio (1589-1676) y a otros a formar un movimiento conocido como Nadere Reformatie (continuar la Reforma), que combinó el énfasis clásicamente reformado en el ministerio de la Palabra y los sacramentos con el fuerte énfasis reformado en la santidad y la piedad personal.
Sin embargo, a finales del siglo XVII, algunos estaban descontentos con la piedad de la Reforma. Les preocupaba el nominalismo en las iglesias estatales y anhelaban una experiencia inmediata del Cristo resucitado. Liderados por el luterano Felipe Jacobo Spener (1635-1705) y otros, los pietistas preferían las reuniones de oración de grupos pequeños (conventículos) por encima del ministerio de la Palabra y los sacramentos. Hablaban de sí mismos como la «pequeña iglesia dentro de la iglesia». De manera inconsciente, los pietistas establecieron una trayectoria que eventualmente llevaría a los protestantes evangélicos de vuelta a una especie de piedad monástica y subjetiva del Segundo Gran Despertar, el Movimiento de vida superior, el neopentecostalismo y, más recientemente, una fascinación por las «disciplinas espirituales» en lugar de una piedad organizada en torno a la Palabra, los sacramentos y la oración.
Cuando, en 1517, Lutero se quejó del abuso de las indulgencias, inició un movimiento de regreso a la Escritura y hacia un entendimiento bíblico sobre la piedad, en la que la gracia de Cristo recibida en la adoración pública se desborda en la oración privada y en las devociones familiares. Repudió el error de que hay dos clases de cristianos y repudió sus prácticas espirituales. Los reformados lo siguieron de vuelta a la Escritura. Pero la historia nos dice que hay un monje dentro de cada uno de nosotros, buscando continuamente nuevas formas de corromper la piedad cristiana, buscando apartar nuestros ojos de Cristo, de Su gracia y de Su piedad.