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Nota del editor: Este es el décimo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Sal y luz
El apóstol Pedro declaró: «Esta es la voluntad de Dios: que haciendo bien, ustedes hagan enmudecer la ignorancia de los hombres insensatos» (1 P 2:15). Pierre Viret, un gigante olvidado de la Reforma magisterial del siglo XVI, cumplió bien este mandato. Fue Viret quien, junto con su mentor Guillermo Farel, llevó por primera vez la Reforma a la ciudad de Ginebra en 1534. Tras la Disputa ginebrina de 1535, se trasladó a Lausana, donde volvió a ser testigo de un gran crecimiento del evangelio.
Volvió a Ginebra en 1536, a tiempo para un famoso y fatídico encuentro con Juan Calvino. Fue entonces cuando el fogoso Farel amenazó a Calvino con el castigo divino si no permanecía en la ciudad para trabajar junto a ellos. Lo que es menos conocido es que fue Viret quien mitigó la explosión de Farel, persuadiendo a Calvino para que se quedara.
Al año siguiente, Viret estaba de nuevo en Lausana, supervisando la Reforma allí. Fue pastor de una iglesia próspera y fundó la primera academia de formación teológica reformada. Fue allí donde Viret discipuló a Teodoro Beza, quien se convirtió en el director de la Academia Lausana. También fue allí donde Viret discipuló a Guido de Bres, autor de la Confesión Belga, así como a Zacharius Ursinus y Caspar Olevianus, autores del Catecismo de Heidelberg.
Cuando Calvino fue desterrado de Ginebra en 1538, Viret fue llamado a realizar una labor de reconciliación y restauración. Las intercesiones de Viret persuadieron al concilio para que invitara a Calvino a regresar en 1541, y Viret persuadió a su renuente amigo para que aceptara la invitación. Cada vez que había un conflicto inmanejable en alguna de las iglesias de los cantones suizos, se recurría a Viret para restaurar la pureza y la paz de las mismas.
Tal crecimiento del evangelio se enfrentó inevitablemente a una feroz oposición y persecución. Tras dos décadas de ministerio eficaz, la presión política de Berna obligó a Viret a huir de Lausana en 1559. Le acompañaron en el exilio todos sus colegas pastores, los profesores de la academia, sus estudiantes y cientos de fieles de la ciudad. Ellos probaron la verdad agridulce de que el reino de los cielos pertenece a «aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5:10) y que grandes bendiciones y recompensas aguardan a quienes han sido insultados, calumniados y presionados con dureza, pero perseveran (Mt 5:12-13). Sin dejarse llevar por la amargura, Viret abrazó la verdad de que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, serán perseguidos» (2 Ti 3:12). Sabía que los héroes de la fe siempre han sido los que han sacrificado sus vidas, fortunas y reputaciones en aras del evangelio. Afirmaba que es en «aflicciones, en privaciones, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos» (2 Co 6:4-5) donde a menudo se prueba nuestra fe.
Aunque Viret sufrió las burlas y los tormentos de las autoridades civiles y eclesiásticas de su época, se mantuvo firme en la esperanza. Volvía una y otra vez a la garantía del poder del evangelio para cambiar a los hombres y a las naciones.
En 1 Pedro 2:13-17, el apóstol Pedro recordó a los «expatriados elegidos» de su época (1 P 1:1) que no eran más que «extranjeros» (1 P 2:11). Ellos debían mantener «entre los gentiles una conducta irreprochable» para que, cuando fueran injuriados como malhechores, los injuriadores pudieran ver «las buenas obras de ustedes, [y] al considerarlas, glorifiquen a Dios en el día de la visitación» (1 P 2:12). Debían someterse «por causa del Señor, a toda institución humana», incluido el «rey como autoridad» o «a los gobernadores como enviados por él» (1 P 2:13-14).
De ahí el mandato de hacer el bien. Y de ahí la promesa de que, en consecuencia, deberían «enmudecer la ignorancia de los hombres insensatos» (1 P 2:15). De hecho, ellos debían vivir «como libres», sin utilizar su libertad «como pretexto para la maldad, sino empléenla como siervos de Dios» (1 P 2:16). También se les manda que «Honren a todos, amen a los hermanos, teman a Dios, honren al rey» (1 P 2:17).
El gran propósito de Viret, como el de Pedro antes que él, era la reforma, no la revolución. Por lo tanto, animó a sus queridos hermanos y hermanas, como forasteros a menudo asediados, a ser «los mejores de los súbditos». Declaró: «No hay duda de que los gobernantes —más allá de toda comparación— reciben un mejor servicio de los creyentes que conocen el evangelio que de cualquier otro hombre».
Viret era muy querido en su época. Amigos y enemigos lo conocían como la «sonrisa de la Reforma». Para otros, era el «ángel de la Reforma». No es de extrañar por qué.
Los héroes de la fe siempre han sido aquellos que sacrificaron sus vidas, fortunas y reputaciones en aras del evangelio.