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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie “Discipulado”, publicada por la Tabletalk Magazine.
Cuando Jesús llamó por primera vez a Simón Pedro y a su hermano Andrés para Su obra, el mandato fue: “Seguidme”. Con el tiempo, aquellos que fueron tras Jesús y le siguieron fueron llamados Sus “discípulos”, “estudiantes” o “seguidores”. A lo largo de Su ministerio, Jesús dejó claro a Sus oyentes que ser Su discípulo no era simplemente recibir una educación o incluso adherirse a un conjunto de principios o estipulaciones éticas. Ser un discípulo de Jesús significaba reconocerlo por lo que realmente era: el Hijo de Dios encarnado, el tan esperado Mesías, y, por lo tanto, reorientar la vida para que se ajuste a los estándares de Su reino celestial.
Nuestra obediencia a Jesús es una de las características que nos distingue como aquellos que realmente le aman.
En Juan 14:15, Jesús dice a Sus discípulos esta verdad de manera llana: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Esta puede parecer una afirmación sencilla, incluso simplista, pero si la miramos de cerca, nos damos cuenta de que nos enseña mucho sobre lo que significa ser un verdadero discípulo de Jesús. Lo primero que hay que notar es que la motivación para la obediencia cristiana es y debe ser el amor, no el miedo. Como cristianos, queremos obedecer a Jesús no porque tengamos miedo de que recibiremos juicio si no lo hacemos, sino porque reconocemos quién Él es y lo que ha hecho por nosotros, y eso a su vez hace nacer en nuestras almas un profundo deseo de honrarlo con nuestras vidas. Como dice Juan en su primera epístola: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (1 Jn 4:19), y es esa fuente de amor la que se desborda con un deseo de obedecerle.
Segundo, nota que en Juan 14:21, Jesús pone esta verdad en orden invertido: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama”. En otras palabras, nuestra obediencia a Jesús es una de las características que nos distingue como aquellos que realmente le aman. Como Jesús dice en otro lugar: “Porque por el fruto se conoce el árbol” (Mt 12:33).
Tercero, nota que esta obediencia que rendimos a Jesús no es por nuestro propio poder. En el versículo siguiente, Jesús nos dice que pedirá al Padre que envíe a otro Consolador, al Espíritu Santo (Jn 14:16), y luego Pablo nos dice que es Este quien nos da el poder para hacer morir las obras de la carne y que está con nosotros en la tribulación, clamando que somos hijos de Dios (Rom 8:13-17).
Todo esto deja claro que cualquier acusación de antinomianismo en contra del cristianismo, es decir, que este es “contra la ley”, es falsa e infundada. El mismo Pablo preguntó: “¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Rom 6:1-2). Nuestra salvación se basa, entera y completamente, en la justicia de Cristo, tanto en Su vida como en Su muerte, imputada a nosotros. Esa sola justicia es la base de nuestra justificación. Pero hay fruto espiritual evidente en aquellos que han sido justificados: un reconocimiento de Jesús como el Rey, y un amor lleno de gratitud hacia Él que produce un deseo lleno del Espíritu de seguirlo y obedecer Sus mandamientos.