Jesús acababa de ser bautizado, y había sido un bautismo glorioso. «El cielo se abrió, y el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma corporal, como una paloma, y vino una voz del cielo, que decía: “Tú eres Mi Hijo amado, en Ti me he complacido”» (Lc 3:21-22). Inmediatamente, este segundo Adán fue llevado al desierto para ayunar y contender con el mismo Satanás. El primer Adán había fracasado en el huerto, y este nuevo Adán, el Mesías y Rey de la gloria, retomaría la batalla en el desierto.
Allí en el desierto estaba Satanás, en todo su esplendor y poder, listo para probar al Hijo encarnado que descendió del cielo.
Llevándole a una altura, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo. Y el diablo le dijo: «Todo este dominio y su gloria te daré; pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy. Por tanto, si te postras delante de mí, todo será Tuyo» (Lc 4:5-7).
En un instante panorámico, Satanás le mostró a Jesús todos los reinos del mundo. «Jesús, Tú quieres gobernar estos imperios. Yo te los daré. Hazlo a mi manera, Jesús; es más fácil. No hay necesidad de conflicto. Solo inclínate ante mí».
Satanás no es omnisciente. Él no conocía los detalles del plan de Dios. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre del linaje de David establecería un Reino sobre el cual Él reinaría para siempre. No nos equivoquemos: este Mesías a quien Satanás ofreció los reinos de este mundo ciertamente estaba enfocado en un reino: Su Reino. Después de rechazar la oferta de Satanás, ¿cómo comenzó Su predicación? «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio» (Mr 1:15).
Ahora, adelantémonos unos treinta años y ubiquémonos en Roma, que en ese tiempo era el epicentro del mundo. Sin duda, este fue uno de los imperios que Satanás le ofreció a Jesús. El apóstol Pedro está escribiendo desde esta nueva Babilonia a las iglesias que él amaba. Les recuerda que son una «nación santa» (1 Pe 2:9). Pedro está pensando en iglesias individuales en provincias, ciudades y pueblos específicos. Pero también ve a estos seguidores de Jesús como una sola nación, como un solo Reino. ¿De dónde sacó esa idea? Jesús se la enseñó. Pedro había escuchado a Jesús decirlo una y otra vez. Lo vemos en cada página de los evangelios. Entre los reinos del mundo, había un nuevo Reino. Era un Reino que no había comenzado en este mundo. El Rey de este Reino es el Hijo de Dios encarnado. Este Reino se estableció en la gloria de la eternidad.
¿De dónde provenían los ciudadanos de esta «nación santa»? «Pero vosotros sois… nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anunciéis las virtudes de Aquel que os llamó de las tinieblas a Su luz admirable» (1 Pe 2:9). Todos los ciudadanos de esta nación santa provenían de los mismos reinos de tinieblas que Satanás le había mostrado a Jesús.
Cada nación en el mundo tiene ciudadanos de otra nación, una nación santa, que vive en medio de ellos.
¿Cómo podía llamarlos nación santa si venían de reinos que estaban bajo el dominio oscuro de Satanás, donde los ciudadanos eran todo menos santos? Pedro les recuerda que habían sido redimidos «con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo» (1 Pe 1:19). Ya eran justos y santos, pues habían sido lavados de la culpa de su pecado mediante el sacrificio del cordero de Dios. No solo eran santos (rectos) en cuanto a su posición ante la justicia de Dios, sino que también eran santos en su conducta. Al haber nacido de nuevo, tenían una relación íntima con Dios: «… así como Aquel que os llamó es santo, así también sed vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: “Sed santos, porque Yo soy santo”» (1 Pe 1:15-16).
Para gran consternación de Satanás, Jesús estaba sacando a personas de sus reinos tenebrosos para edificar Su Reino de luz y de justicia. Jesús estaba destruyendo las tinieblas que habían invadido Su creación, usando a las mismas personas que una vez habían sido parte de esa oscuridad. Ahora eran ciudadanos del Reino de Dios que vivían como extranjeros en medio de los reinos de este mundo y llevaban Su luz a estos lugares oscuros.
Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de las pasiones carnales que combaten contra el alma. Mantened entre los gentiles una conducta irreprochable, a fin de que en aquello que os calumnian como malhechores, ellos, por razón de vuestras buenas obras, al considerarlas, glorifiquen a Dios en el día de la visitación (1 Pe 2:11-12).
Piénsalo. Cada nación en el mundo tiene ciudadanos de otra nación, una nación santa, que vive en medio de ellos.
El apóstol y compañero de Pedro, Pablo, llamó a estos ciudadanos santos «embajadores de Cristo». Son emisarios de su Rey en las naciones terrenales que Satanás le había ofrecido a Jesús. «Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros» (2 Co 5:20). Aquellos que habían nacido en rebelión contra Dios para gran alegría de Satanás ahora estaban hablando felizmente en nombre de la misericordia y la gracia de Dios, rogando a los perdidos y quebrantados: «Reconciliaos con Dios».
En 1972, mi difunta esposa, Janet, y yo pasamos dos semanas conduciendo por México con dos amigos. Era mi primera visita a un país extranjero. Todos los días sentía cierta incomodidad porque estaba constantemente consciente de que era un extranjero. Así es como nos sentimos a veces los cristianos, incluso en nuestro propio país, por más que lo amemos. Nos encanta nuestra historia y nuestra constitución, pero no nos sentimos como en casa en nuestra cultura secular. Las costumbres sociales de nuestra sociedad, ancladas en el materialismo, la inmoralidad sexual, el elitismo intelectual, el orgullo egocéntrico, el cinismo posmoderno, la idolatría y el ateísmo, nos recuerdan que en realidad somos extranjeros cuya ciudadanía está en el Reino de Jesucristo. Nos humilla recordar que alguna vez fuimos partícipes voluntarios de esa cultura impía, pero hemos sido rescatados solo por la gracia de Dios. Esa gracia nos impulsa a ser embajadores que llevan la luz del evangelio a las tinieblas. Sin embargo, vivimos como extraterrestres con gozo, sabiendo que somos peregrinos de camino a nuestro hogar.
El Rev. John P. Sartelle Sr. es el ministro principal de Christ Presbyterian Church (PCA) en Oakland, Tennessee. Es el autor de What Christian Parents Should Know about Infant Baptism [Lo que los padres cristianos deben saber sobre el bautismo infantil].
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