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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo
Navegar entre la Escila (las rocas) del antinomianismo, por un lado, y la Caribdis (los lugares difíciles) del legalismo, por otro, es una responsabilidad constante en la vida cristiana. Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que la mayoría de nosotros nos sentimos más atraídos por las rocas de un lado que por las del otro. Tal vez reaccionemos a la forma en que fuimos criados, o a una predicación desequilibrada que en su día tuvo lugar en nuestras iglesias, o a una fase anterior de nuestro propio camino cristiano en la que nos desviamos hacia la autocomplacencia o la autosuficiencia. Y aunque nunca debemos desentendernos de la lucha por mantener el rumbo y evitar los peligrosos arrecifes que siempre acechan bajo la superficie, también debemos recordar que hay otras personas que también están haciendo el viaje, y nuestras reacciones al verlas trazar un rumbo inseguro pueden estar condicionadas tanto por nuestra propia historia de giros equivocados como por sus errores actuales.
Los que venimos de un trasfondo fundamentalista y hemos llegado a conocer a Cristo podemos encontrarnos en medio de una reacción al legalismo. Las exigencias excesivamente restrictivas añadían cargas innecesarias al yugo ligero y fácil de Cristo. Pero en algún momento, en la bondadosa providencia de Dios, redescubrimos las riquezas de la gracia soberana. Comprendimos que, habiendo sido justificados gratuitamente, al margen de nuestras obras, estamos revestidos de la justicia de Cristo, total e inamoviblemente perdonados, aceptados y amados. Hemos llegado a aferrarnos con gratitud a la maravillosa verdad de nuestra adopción. En Cristo, nosotros, que antes éramos enemigos de Dios, ahora somos Sus hijos, herederos Suyos y coherederos con Cristo.

El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él (Ro 8:16-17).
La vergüenza que sentíamos antes, cuando no estábamos a la altura de las exigencias legalistas que se nos imponían, se ha desvanecido a medida que nos apropiamos de nuevo de nuestra libertad como hijos del Rey. Ahora sabemos que no es necesario que intentemos ganarnos un lugar en la casa de Dios por nuestros propios esfuerzos, ya que hemos sido adoptados para siempre en Su familia.
Pero aun habiendo redescubierto las alegrías de estas preciosas verdades del evangelio, seguimos estando en peligro. Afortunadamente, el primer peligro es bien conocido, y aunque es pernicioso, la mayoría de nosotros estamos en guardia contra él. Es el peligro de la reacción exagerada. Sabemos que no debemos escuchar en las fuertes garantías de la rica gracia de Dios una negación de las exigencias igualmente fuertes de la santa ley de Dios. Sabemos que por las obras de la ley nadie será justificado (Gá 2:16), pero no estamos fuera de la ley de Dios, sino que vivimos bajo la ley de Cristo (1 Co 9:21). La ley, despojada de su poder condenatorio, se ha convertido en nuestra amiga. Siguiendo con la metáfora marinera, para el cristiano la ley se convierte en el piloto de un barco, que dirige la nave a través de aguas traicioneras y traza un rumbo seguro.
Sin embargo, al segundo peligro lo pasamos por alto fácilmente. Trazar un rumbo seguro para nosotros mismos es una cosa, pero la paciencia con los compañeros cristianos que pueden desviarse de ese rumbo es otra muy distinta. Como legalistas en recuperación, tenemos que reconocer lo rápido que puede fallar nuestra paciencia con los demás cuando todavía no pueden ver las rocas del legalismo que se avecinan y de las que siempre nos alejamos con tanto cuidado. Nos preguntamos cómo pueden estar tan ciegos como para pasar por alto las rocas afiladas de la justicia propia y los arrecifes ocultos de la vergüenza. Nos alegramos de no cometer sus errores. ¡Qué ingenuos son esos que no pueden ver el camino de la verdadera libertad del evangelio!
Pero el legalismo adopta diversas formas, y una de las más sutiles queda expuesta en nuestra jactancia farisaica de que, a diferencia de nuestros pobres hermanos legalistas, nosotros sabemos más. Y así, mientras nos felicitamos por nuestra sabiduría al alejarnos con seguridad de los peligros de la excesiva estrechez y de las gravosas restricciones impuestas por el hombre, encallamos en las mismas rocas de las que creímos haber escapado. J. Gresham Machen, reflexionando sobre la parábola de Jesús del fariseo y el publicano (Lc 18:11), señaló en una ocasión este peligro en su libro What Is Faith? [¿Qué es la fe?].
Sin duda creemos que podemos evitar el error del fariseo. Decimos que Dios no fue propicio a él, porque fue despectivo con el publicano; debemos ser tiernos con el publicano, como Jesús nos enseñó a ser, y entonces Dios será propicio a nosotros. Seguro que es una buena idea; está bien que seamos tiernos con el publicano. Pero ¿cuál es nuestra actitud hacia el fariseo? Por desgracia, lo despreciamos de forma verdaderamente farisaica. Subimos al templo a orar; nos ponemos de pie y oramos así con nosotros mismos: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, orgulloso de mi propia justicia, poco caritativo con los publicanos, ni aun como este fariseo».
Si esperamos salvar a otros de las rocas, de nada nos servirá que encallemos nosotros mismos. La práctica de la paciencia es la mejor defensa para no convertirnos en legalistas respecto al legalismo y en fariseos respecto a los fariseos.