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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo V
Un pequeño grupo de cristianos ha mantenido fielmente un legado evangélico de un siglo en el corazón de la ciudad de Yakarta. La Capilla Reformada, plantada por misioneros holandeses durante la era colonial, ha mostrado con gracia el amor de Cristo a la nación musulmana más grande del mundo, tanto en palabras como en hechos. A pesar de que muchos de los miembros de la congregación habían sido recientemente oprimidos, tiranizados y forzados a huir de sus hogares en la isla de Sumatra, respondieron rápidamente al desastre del tsunami que llevó a muchos de sus antiguos perseguidores al horror de la muerte, la destrucción y la pérdida. Han recaudado fondos para auxiliar. Han enviado médicos, enfermeras, técnicos e ingenieros para ayudar. Han movilizado toda la ayuda que pudieron conseguir. Se han apresurado, en tal momento de necesidad, para cuidar a hombres y mujeres que sabían que eran sus enemigos, y enemigos de Dios.
Ese es el evangelio en acción. Es la esencia misma del impulso misionero. Siempre ha sido así y siempre lo será. Fue el tipo de cosas que Patricio de Irlanda había entendido demasiado bien. De hecho, era la historia de su vida.
Patricio era un contemporáneo más joven de Agustín de Hipona y Martín de Tours, los héroes de la fe del siglo V que sentaron las bases para la gran civilización de la cristiandad. Al parecer, nació en el seno de una familia romana patricia, en una de las pequeñas ciudades cristianas cerca de la actual Glasglow (pudo ser Bonavern o bien Belhaven). Aunque sus piadosos padres, Calpurnius y Concessa, lo criaron en la fe cristiana, posteriormente llegó a confesar que prefería más los placeres pasajeros del pecado. Un día, cuando era adolescente mientras jugaba junto al mar, unos piratas merodeadores capturaron a Patricio y lo vendieron como esclavo a un pequeño rey tribal celta llamado Milchu. Durante los siguientes seis años de cautiverio sufrió gran adversidad, hambre, desnudez, soledad y tristeza mientras atendía los rebaños de su amo en el valle de Braid y en las laderas de Slemish.
Fue en medio de esta situación tan terrible que Patricio comenzó a recordar la Palabra de Dios que su madre le había enseñado. Lamentando su vida pasada de búsqueda de placer egoísta, se volvió a Cristo como su Salvador. Más adelante, escribió acerca de su conversión: «Yo tenía dieciséis años, no conocía al Dios verdadero y era llevado en cautiverio; pero en esa tierra extraña, el Señor abrió mis ojos incrédulos, y, aunque tarde, recordé mis pecados, me convertí con todo mi corazón al Señor mi Dios, que consideró mi humilde condición, tuvo piedad de mi juventud e ignorancia, y me consoló como un padre consuela a sus hijos. Cada día cuidaba de las ovejas y oraba a menudo durante el día, el amor de Dios y un santo temor hacia Él aumentaban cada vez más y más en mí. Mi fe comenzó a crecer y mi espíritu se conmovió fervientemente. A menudo, oraba hasta cien veces en un solo día, y casi la misma cantidad de veces por la noche. Incluso cuando me quedaba en el bosque o en la montaña, me levantaba antes del amanecer para orar, en la nieve, las heladas y la lluvia. No padecí ningún tipo de enfermedad y no había debilidad en mí. Ahora me doy cuenta que fue porque el Espíritu me estaba madurando y preparando para una obra venidera».
Increíblemente, Patricio llegó a amar a las mismas personas que lo habían humillado, abusado y que se habían burlado de él. Anhelaba que conocieran la bendita paz que había encontrado en el evangelio de Cristo. Posteriormente, rescatado por medio de un notable giro de acontecimientos, Patricio regresó con su familia en Gran Bretaña. Pero su corazón estaba cada vez más con los feroces pueblos celtas que había llegado a conocer tan bien. Se sorprendió al darse cuenta de que en realidad deseaba regresar a Irlanda y compartir el evangelio con ellos.
Aunque sus padres se entristecían al verlo alejarse de casa una vez más, apoyaron de mala gana sus esfuerzos para recibir capacitación teológica en el continente. Su educación clásica había sido interrumpida por su cautiverio, así que estaba muy atrasado académicamente con respecto a sus compañeros. Pero lo que le faltaba en conocimiento, lo compensaba con celo. En poco tiempo había obtenido autorización para evangelizar a sus antiguos captores.
Así Patricio regresó a Irlanda. Predicó a las tribus paganas en la lengua irlandesa que había aprendido cuando era esclavo. Su disposición a llevar el evangelio a las personas menos probables y menos amables que se pueda imaginar, tuvo un éxito extraordinario. Y ese éxito continuaría durante casi medio siglo de evangelización, plantación de iglesias y reforma social. Más adelante escribiría que la gracia de Dios había bendecido tanto sus esfuerzos que «muchos miles nacieron de nuevo para Dios». De hecho, según el cronista de la iglesia primitiva W.D. Killen: «No hay duda razonable de que Patricio predicó el evangelio, que fue un evangelista celoso y eficiente y que tiene derecho a ser llamado el Apóstol de Irlanda» (Ecclesiastical History of Ireland, London, 1875 [Historia Eclesiástica de Irlanda, Londres, 1875]).
Sabemos que el reino de los cielos le pertenece a «aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5:10) y que, al final, grandes bendiciones y recompensas le aguardan a los que son insultados, calumniados y turbados en gran manera y, con todo, perseveran en su llamado (Mt 5:12-13). Sabemos que a menudo en «aflicciones, en privaciones, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos» es que nuestro verdadero temple es probado (2 Co 6:4-5). Sin embargo, muchas veces olvidamos que esas cosas no son simplemente para soportarlas. Ellas, en realidad, enmarcan nuestro más grande llamado. Ellas establecen los fundamentos de nuestros ministerios más efectivos. Somos liberados para tener una gran efectividad cuando, como Patricio, llegamos a amar a los enemigos de Dios y a los nuestros.
Jesús dijo: «Bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mt 5:44, RV60); y otra vez: «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen» (Lc 6:27). He ahí el impulso misionero. La vida de Patricio, como la de aquellos creyentes desinteresados en Yakarta, nos ofrece un impresionante recordatorio de esa paradoja extraordinaria del evangelio.