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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia De la Iglesia: Siglo XII
Pedro Abelardo (1079-1142 d. C.) fue profesor de filosofía y teología en la Universidad de París y un notable teólogo escolástico. La escolástica es la disciplina y el método que reúne la filosofía y la teología para hacer comprensibles a Dios y Sus caminos. En el contexto medieval, en el que la teología era «la reina de las ciencias» y la filosofía se empleaba como «la sierva de la teología», la escolástica abordó preguntas problemáticas como «¿La revelación y la razón son compatibles o contradictorias?» y «¿Puede la razón demostrar lo que la teología afirma sobre Dios?»
Abelardo contribuyó significativamente al esfuerzo escolástico. En cuanto a su método, su obra más famosa, Sic et Non (Sí y no), desarrolló el enfoque dialéctico de ofrecer argumentos a favor y en contra de una posición determinada. En Sic et Non, yuxtapuso pasajes de la Escritura y las opiniones de los primeros padres de la iglesia sobre ambos lados de 158 cuestiones teológicas. En lugar de ofrecer una reconciliación de las posiciones en conflicto, Abelardo dejó que las contradicciones se mantuvieran, supuestamente para estimular una reflexión cuidadosa. Sus oponentes consideraban que esa tensión no resuelta era un indicio de que sus opiniones eran heréticas.
En cuanto al desarrollo teológico escolástico, Abelardo se opuso a la teoría tradicional del rescate de la expiación, que planteaba que la muerte de Cristo era un pago a Satanás para liberar a los pecadores. También disintió de la teoría de la satisfacción de Anselmo, que consideraba la muerte de Cristo como una satisfacción ofrecida a Dios, cuyo honor había sido robado por el pecado.
En su lugar, Abelardo desarrolló la «teoría de la influencia moral» de la expiación. En palabras de Abelardo: «El propósito y la causa de la encarnación fue que [Cristo] iluminara al mundo con Su sabiduría y lo excitara al amor de Sí mismo». Es decir, a Satanás no se le ofreció un rescate, ni Dios exigió la muerte de Cristo como pago por el pecado; más bien, los hombres necesitaban que su amor por Dios fuera estimulado por una demostración convincente de amor por parte de Cristo. Él proporcionó tal demostración mediante Su vida y muerte, que fue el acto supremo de amor. Abelardo afirma:
Nuestra redención es ese amor supremo mostrado en nuestro caso por la pasión de Cristo, que no solo nos libera de la esclavitud del pecado, sino que [también] gana para nosotros la verdadera libertad de los hijos de Dios, para que podamos cumplir todas las cosas por amor y no por temor.
Así, la obra de Cristo fue una exhibición del amor divino que estimuló a los hombres a amar a Dios. Abelardo escribió: «Encendida por un beneficio tan grande de la gracia divina, la caridad [el amor] no debe tener miedo de soportar cualquier cosa por la causa [de Cristo]».
Con su teoría de la influencia moral, Abelardo no minimizó la muerte de Cristo sino que la desvinculó de cualquier conexión con el perdón de los pecados. Además, desvinculó la expiación de una realidad objetiva —lo que Cristo realizó en la cruz por los pecadores— hasta hacerla una influencia subjetiva sobre ellos, que les impulsa a corresponder a este amor. Abelardo describió así el centro de la fe cristiana: «Cristo murió por nosotros para mostrar cuán grande era Su amor por la humanidad y para demostrar que el amor es la esencia del cristianismo».
Abelardo también fue responsable de la evolución de la escatología escolástica. En concreto, revisó la doctrina del limbo infantium —el limbo de los infantes— que Agustín había articulado mucho antes. Agustín creía que los infantes que no estaban bautizados (y, por tanto, no estaban limpios del pecado original ni habían nacido de nuevo por el Espíritu Santo mediante la regeneración bautismal) no podían entrar en el reino de los cielos. Como estos niños no bautizados nunca habían pecado de manera personal, decía Agustín, no necesitaban «la remisión de un pecado que ellos no han cometido en su vida», sino que solo les faltaba el perdón del pecado original. En consecuencia, Agustín postuló que los infantes que mueren «sin ser bautizados se verán envueltos en la más leve condenación de todas».
Abelardo discrepó, negando que los niños no bautizados experimentaran algún tormento físico en el infierno. En cambio, afirmó que su único castigo es el dolor de la pérdida: pierden la visión beatífica, la bendición de ver a Dios cara a cara en el cielo. El Papa Inocencio III retomó la noción de Abelardo y afirmó que los niños que mueren sin estar bautizados, y por lo tanto todavía caracterizados por el pecado original, no sufren «ningún otro dolor, ya sea por el fuego [físico] o por el [pinchazo] de la conciencia, que no sea el dolor de verse privados para siempre de la visión de Dios». Tomás de Aquino, también teólogo escolástico, modificaría aún más la visión de la iglesia sobre el limbo infantium.
En resumen, Abelardo fue un colaborador destacado de la escolástica tanto en su metodología como en su formulación teológica.