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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Hechos de los Apóstoles
Pentecostés es el día en que Jesús derramó el Espíritu de Dios sobre los apóstoles y creyentes reunidos en Jerusalén. La palabra griega traducida como Pentecostés literalmente significa «el quincuagésimo», es decir, el día número cincuenta después de la Pascua o, en este caso, después de la muerte de Jesús. Considerando que Jesús había aparecido ante Sus discípulos «durante cuarenta días» luego de Su resurrección (Hch 1:3), apenas habían transcurrido diez días desde Su ascensión (esos fueron los «pocos días» de la promesa que les hizo en 1:5). Lucas relata este evento en Hechos 2:1-41, donde parte describiendo los sucesos y los individuos involucrados en ellos. Luego, registra la respuesta de Pedro para quienes se burlaron de los discípulos, respuesta en que citó la profecía de Joel. Eso lo llevó a presentar el evangelio, declarando que Jesús es «Señor y Cristo» (v. 36) y, finalmente, a ofrecerles el evangelio. De todos estos eventos podemos extraer lecciones significativas para hoy.
Este evento cumple las palabras que Jesús les dirigió a Sus discípulos: «que esperaran [en Jerusalén] la promesa del Padre: “La cual”, les dijo, “oyeron de Mí; porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días… recibirán poder cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes; y serán Mis testigos”» (1:4-5, 8). Un ruido semejante al de una ráfaga de viento impetuoso llenó la casa, hubo lenguas de fuego que se posaron sobre ellos y «Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse» (2:2-4). «Tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes» (en cumplimiento inicial de la frase «TODA CARNE» de 2:17) de todas las naciones que rodeaban el mar Mediterráneo y estaban en Jerusalén para celebrar esta fiesta se reunieron a observar el fenómeno. El texto dice que escucharon a los predicadores «hablar en nuestros propios idiomas de las maravillas de Dios» (v. 11). Hubo un sonido, una visión: los discípulos hablaron y la audiencia oyó sin intérpretes las maravillas de Dios en el idioma de cada uno. Aunque esto es similar a lo que encontramos en 1 Corintios 14, la diferencia es que no solo se exhibe la plenitud del poder de la operación del Espíritu en el sonido y en la imagen, sino también en el hecho de que pudieron hablar idiomas que los demás lograron entender sin necesidad de un intérprete.
Debido a esto, casi todos se asombraron, pero algunos se burlaron («Están borrachos», 2:13). Pedro se puso de pie en medio de los apóstoles y dijo que esa burla no era una interpretación correcta, pues «[este fenómeno] es lo que fue dicho por medio del profeta Joel» (2:16). En esa profecía (Jl 2:17-18, 28-32), está escrito: «“Y SUCEDERÁ EN LOS ÚLTIMOS DÍAS”, dice Dios, “QUE DERRAMARÉ DE MI ESPÍRITU SOBRE TODA CARNE… Y profetizarán» (Hch 2:17-18). Al citar estas palabras, Pedro afirma que el hecho de que los discípulos hablaran capacitados por el Espíritu era el comienzo del cumplimiento de esa profecía. En este caso, la palabra profecía que aparece en Joel se usa en su sentido más amplio, pues alude al hecho de que la compañía apostólica hablaba «en nuestros propios idiomas de las maravillas de Dios» capacitada por el Espíritu Santo (v. 11). Más adelante en el Nuevo Testamento, vemos que las palabras de Joel («Y SUS HIJOS Y SUS HIJAS PROFETIZARÁN», v. 17) incluyen a los hombres y mujeres que «profetizaron» en un sentido más literal, hablando lo que Dios les había indicado que dijeran por medio de Su Espíritu.
Pedro termina su alusión a la profecía de Joel en la mitad de Joel 2:28, con las palabras «Y SUCEDERÁ QUE TODO AQUEL QUE INVOQUE EL NOMBRE DEL SEÑOR SERÁ SALVO» (Hch 2:21). Él detiene la cita con esas palabras porque son el punto de transición a partir del cual proclamará el mensaje de salvación que está cumplido en Jesús. Lo hará refiriéndose a la vida, muerte y resurrección de Jesús y al modo en que Su resurrección cumple las promesas del Salmo 16 (Hch 2:25-32). También hablará de la forma en que Su ascensión cumple la promesa del Salmo 110 (Hch 2:33-35). Su presentación demuestra que Jesús realmente es «Señor y Cristo» (v. 36). La ascensión de Jesús y el derramamiento del Espíritu Santo es el motivo por el que Pedro puede afirmar que debemos conocer esta verdad «con certeza» (v. 36). Observa una vez más el versículo 33: «Así que, exaltado a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que ustedes ven y oyen».
Pedro le dice al pueblo que Jesús, a quien ellos habían crucificado, es Señor y Cristo. Conmovidos profundamente, preguntaron qué hacer. Pedro les dice: «Arrepiéntanse y sean bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, y recibirán el don del Espíritu Santo» (v. 38). Pedro entiende que la experiencia de Pentecostés significa que los que se arrepientan y crean recibirán el perdón de sus pecados y el don del Espíritu Santo. La compañía apostólica recibió ambas cosas, pero tuvo que esperar hasta la ascensión de Jesús para recibir el Espíritu. Los creyentes que abrazan la fe después del derramamiento pleno del Espíritu que Hechos registra en Pentecostés, y en un par de otras ocasiones más, ya no deben esperar entre el momento en que son perdonados y el momento en que reciben el Espíritu, como sí ocurría con los que abrazaron la fe durante el período de transición entre el antiguo y el nuevo pacto en el primer siglo. Aquí, Pedro afirma claramente la conexión entre el don del Espíritu Santo (o el bautismo del Espíritu Santo) con nuestra conversión (las frases «bautismo con el Espíritu» y «don del Espíritu» se usan indistintamente en Hch 1:5; 2:38 y 11:16-17). Observa que Pedro habla sobre la conversión de Cornelio con los judíos de Jerusalén basándose en este vínculo entre la conversión y el don del Espíritu Santo: «Cuando comencé a hablar, el Espíritu Santo descendió sobre ellos, tal como lo hizo sobre nosotros al principio. Entonces me acordé de las palabras del Señor, cuando dijo: “Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo”. Por tanto, si Dios les dio a ellos el mismo don que también nos dio a nosotros después de creer en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poder impedírselo a Dios?”» (11:15-17). Nota además que presenta el don (o el bautismo) del Espíritu como resultado de creer en Jesús («el mismo don que también nos dio a nosotros después de creer en el Señor Jesucristo») y no como resultado de esperar. Así, Pentecostés es un anticipo de todas las veces en que un individuo confía en Jesucristo para el perdón de sus pecados y para recibir el don del Espíritu Santo. Nosotros, que vivimos en el intervalo entre Pentecostés y el regreso de Cristo, recibimos el mismo don (o bautismo) del Espíritu que los creyentes en Pentecostés, pero sin los dones extraordinarios que lo acompañaron en la época apostólica. Vemos que algunos de esos elementos acompañantes ya habían menguado en el intervalo entre Pentecostés y los tiempos de la iglesia de Corinto.
Por último, Pedro no solo vincula el perdón de los pecados con el don del Espíritu Santo, sino que también lo vincula con la obra de Jesucristo en cumplimiento de la promesa del pacto de gracia que había sido originalmente establecido con Abraham (Gn 12:3; 17:7-8; Gá 3:7-9; 3:13-14). Observa bien la oferta que hace Pedro en Hechos 2:39: «Porque la promesa es para ustedes y para sus hijos y para todos los que están lejos, para tantos como el Señor nuestro Dios llame». Aquí se repite la oferta del pacto en la promesa que es «para ustedes y para sus hijos», tal como había sido para Abraham. Además, la promesa se expande «para todos los que están lejos», es decir, para el creyente y para sus hijos, a través de quienes las naciones del mundo también serán benditas. La condición de esta promesa se presenta desde la perspectiva humana en la necesidad de arrepentirse y creer en el Señor Jesucristo, y desde la perspectiva divina en el hecho de que es para «tantos como el Señor nuestro Dios llame». «Como 3,000 almas» respondieron a esta invitación gloriosa y, recibiendo Su Palabra, fueron bautizadas y añadidas a la iglesia en aquel gran día cuando Cristo derramó el Espíritu Santo prometido sobre Su pueblo (Hch 2:41).
El Espíritu Santo sigue siendo el poder que nos capacita para crecer en santidad y el «poder» que necesitamos para ser testigos de Jesús ante todos los que nos rodean, incluso «hasta los confines de la tierra» (1:8). Todo cristiano verdadero tiene «el Espíritu de Cristo» (Ro 8:9). Todos nosotros, cristianos dotados por el Espíritu (no existen cristianos que no lo sean), debemos prestar atención constantemente a la amonestación del apóstol Pablo: «Sean llenos del Espíritu» (Ef 5:18).