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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El orgullo y la humildad
La Palabra de Dios nos dice que el Señor formó al hombre del «polvo de la tierra» y «sopló en su nariz aliento de vida» (Gn 2:7). Después de la caída del hombre en pecado, el Señor le dijo a Adán: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo volverás» (3:19). Nos humilla recordar que somos polvo y que al polvo volveremos. Pero comprender también que el Señor nos formó y nos hizo a Su imagen debería hacernos regocijar con sincero agradecimiento.
A causa de nuestro pecado, no somos tan humildes ni tan agradecidos como debiéramos. La humildad y el agradecimiento no pueden separarse, son los compañeros más cercanos. El agradecimiento nace de la humildad, pero el sentido de derecho propio nace del orgullo. En el corazón del pecado de Eva y Adán estaba su sentimiento de derecho propio enraizado en su orgullo, porque creían que podían ser como Dios. No se conformaban con ser lo que Dios quería que fueran; creían que sabían más que Dios. Este mismo pecado está en el corazón de nuestro propio pecado y en mucho del pecado que vemos en el mundo de hoy. Cuando no vivimos tal y como Dios nos ha diseñado y llamado a vivir, es porque creemos que sabemos más que Él. Cuando los del mundo viven como quieren, cometen el mismo pecado. La diferencia es que mientras el mundo exhibe su orgullo, nosotros como cristianos debemos despreciar el orgullo que acecha en nuestros corazones y arrepentirnos de él.

Hay una guerra dentro de nosotros entre la carne y el espíritu, entre la humildad producida por el Espíritu contra el orgullo. Como cristianos, debemos humillarnos ante Dios y orar diariamente para que nos haga humildes. Esta es una de las oraciones más aterradoras que podemos hacer, porque Dios a menudo responde con una prueba que nos humilla y nos hace totalmente dependientes de Él.
Oramos por una humildad genuina para que Dios reciba la gloria, no para que nosotros recibamos la gloria por ser vistos como humildes. La humildad genuina no es hacernos parecer humildes, sino olvidarnos de nosotros mismos por el bien de los demás. El hombre verdaderamente humilde es aquel a quien los demás ven como humilde, pero que no siempre se ve a sí mismo de esa manera porque sus ojos están muy fijos en nuestro humilde Salvador.