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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo X
Se han escrito volúmenes que dan análisis detallados de las cosas extraordinarias que ocurrieron en los primeros mil años de la historia de la Iglesia, de los eventos que influenciaron todo lo que vino después de ellos. En esta breve descripción, veremos cinco factores que tuvieron un impacto monumental en la historia futura del cristianismo.
La primera de ellas fue el surgimiento de lo que se conoció como el «monoepiscopado». A finales del primer siglo, se vio que el obispo de Roma se había vuelto extremadamente más influyente que otros obispos de ese período. Dentro de un siglo, aproximadamente, la autoridad y el poder del obispo de Roma fueron consolidados por toda la historia futura de la Iglesia católicorromana. La autoridad singular que tenía el obispo de Roma le dio a la Iglesia una base unificadora. La influencia del papa en los primeros mil años de la Iglesia es casi imposible de medir.
A la luz de eso, vemos cómo surge el segundo factor de mayor impacto: las innovaciones traídas al cristianismo por quien posiblemente fue el papa más importante del primer milenio, Gregorio Magno. Por medio de sus actividades, consolidó el poder conferido a los sacramentos de la Iglesia y creó el vasto sistema sacerdotal (la ordenación a través de la cual los sacerdotes reciben la habilidad de actuar como mediadores de la gracia de Dios para el hombre a través de los sacramentos) con el cual se asociaría todo el catolicismo futuro.
Un tercer elemento que tuvo gran influencia en el futuro del cristianismo fue el surgimiento del movimiento monástico. Comenzando con el ascetismo extremo de personas como San Antonio (c. 251-356), este tipo de abnegación radical se institucionalizó con el surgimiento de varias órdenes monásticas, la mayoría de las cuales existen al día de hoy. Estas órdenes incluyen a los benedictinos, los agustinos, los franciscanos y otros más de larga data.
Quizás lo más importante en esos primeros mil años fueron los concilios ecuménicos. Entre los muchos concilios ecuménicos, claramente los dos más importantes fueron aquellos convocados en los siglos IV y V. El siglo IV vio la convocatoria del Concilio de Nicea y la producción del histórico Credo Niceno. Aquí la Iglesia dio su definición de la deidad de Cristo contra el hereje llamado Arrio, quien argumentó que aunque Jesús haya sido la primera criatura creada por Dios (él entendía que era el primogénito de Dios en ese sentido), seguía siendo una criatura y no debía ser adorado como la segunda persona de la Trinidad.
La tensión provocada por la controversia arriana y por los años de deliberación y discusión que le siguieron culminó con el Concilio de Nicea en el 325. En ese concilio se afirmó la completa deidad de Cristo, y Cristo —el Logos divino y la segunda persona de la Trinidad— fue declarado coesencial y coeterno con el Padre. Esta fórmula le dio a la Iglesia una manera de distinguir entre las personas de la Deidad, y al mismo tiempo le atribuye una esencia divina singular a cada uno. Este concilio ecuménico comenzó a derrotar la cristología antitrinitaria de Arrio.
En el siglo V (451) se convocó en Calcedonia el que quizás fue el concilio cristológico más importante en toda la historia de la Iglesia. Aquí el cristianismo ortodoxo tuvo dos frentes de batalla. Por un lado, estaba la oposición de Eutiquio a la visión ortodoxa de la naturaleza de Cristo en Su encarnación. Eutiquio era un monofisita, declarando que Jesús tuvo una sola naturaleza. Se le llamaba una «naturaleza teantrópica», es decir, una naturaleza divinamente humana o una naturaleza humanamente divina. Esta posición, el decir que Cristo tuvo una sola naturaleza (monophysis en griego), empañaba tanto la verdadera deidad como la verdadera humanidad que fueron unidas en la encarnación de Cristo.
Al otro lado del debate, los nestorianos argumentaban que si Jesús tuvo dos naturalezas, entonces debió haber tenido dos personas, así que separaron las dos naturalezas de Cristo en dos personas. Con respecto a estas herejías, Calcedonia dio su famosa fórmula mediante la cual declaró que Cristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, con las naturalezas perfectamente unidas de tal manera que no están confundidas; las naturalezas no tienen mezcla, confusión, división ni separación; cada naturaleza conserva sus propios atributos. Este fue un concilio decisivo que estableció los límites o parámetros de la especulación cristológica. Las dos naturalezas no debían fusionarse ni confundirse; la naturaleza humana, por ejemplo, no sería absorbida por la naturaleza divina ni viceversa. Al mismo tiempo, las dos naturalezas no debían ser separadas para que no perdieran su unidad en esa sola persona.
Desde Calcedonia y en prácticamente todas las generaciones, la Iglesia ha tenido que lidiar con las tendencias a confundir las dos naturalezas o a separar las dos naturalezas. La ortodoxia en el siglo V declaró que las naturalezas deben ser distinguidas, pero nunca separadas ni mezcladas.
El otro evento notable del primer milenio fue el impacto extraordinario de Agustín de Hipona, quizás el teólogo más grande de ese milenio. Agustín fue llamado a defender a la Iglesia contra las herejías de los donatistas en sus disputas sobre el bautismo y, aún más importante, contra las perspectivas heréticas de Pelagio. Este último negó el pecado original, argumentando que los descendientes de Adán podían alcanzar vidas de perfección aun sin la gracia de Dios. La teología de Agustín sobre la salvación dio forma a la historia futura del cristianismo, particularmente porque ayudó a encaminar a Lutero y Calvino hacia lo que fue la Reforma protestante. Al mismo tiempo, la perspectiva de Agustín sobre la Iglesia solidificó el poder del monoepiscopado y del magisterio romano para todas las generaciones futuras.
Estos cinco aspectos del primer milenio son solo algunos ejemplos de las tantas cosas que se desarrollaron en la providencia de Dios durante este período de tiempo. Tristemente, a finales de este mismo milenio la Iglesia ya había vuelto a la oscuridad, y la soteriología bíblica había disminuido a tal grado que el evangelio se fue oscureciendo rápidamente, al punto de ser eclipsado casi por completo, hasta que fue recuperado en la Reforma del siglo XVI.