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Este es el duodécimo y penúltimo artículo de la colección de artículos: Virtudes y vicios
Es sorprendente que la lista de vicios de Juan en Apocalipsis 21:8 comience con los cobardes. Junto con los asesinos, hechiceros y mentirosos, la porción definitiva del cobarde será el lago de fuego. Si la cobardía pertenece a los incrédulos, queda implícito que una marca de un verdadero cristiano es la valentía. Pero si somos sinceros, muchos debemos admitir que la valentía no es precisamente esa virtud en la que pensamos o a la que aspiramos más a menudo. Nos imaginamos a Perpetua siendo echada a los leones o consideramos los peligros a los que se enfrentaban los líderes de la iglesia clandestina y nos preguntamos si la valentía resulta relevante para un trabajo ordinario de oficina o para el día a día del ama de casa.
Nos haría bien comprender y cultivar cada vez más esta virtud, y, afortunadamente, la Escritura nos brinda una gran riqueza de ejemplos de los cuales aprender. Aunque hay demasiados para mencionarlos todos, algunos nos ayudarán a dar cuerpo a una definición básica: la valentía es una fortaleza del alma orientada hacia Dios y que se manifiesta en hacer lo correcto y necesario a pesar de la dificultad o el peligro.
La frase «orientada hacia Dios» es importante, porque aunque tanto los creyentes como los no creyentes pueden afrontar el peligro con valor, la valentía como virtud cristiana se distingue en que está arraigada en el temor del Señor. Por temor del Señor, las parteras hebreas desobedecieron valientemente la orden asesina de Faraón y Abdías escondió a cien profetas de la malvada Jezabel (Éx 1:17; 1 R 18:3-4). Dios estaba en sus pensamientos y ellos vivían delante de Su rostro. Tal vez Nehemías lo dijo de forma más sencilla cuando los enemigos de Israel se reunieron para oponerse a su obra de reconstruir la muralla de Jerusalén: «No les tengan miedo. Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y luchen…» (Neh 4:14).
Una vida temerosa de Dios se acuerda de Dios. En lugar de ser una ocurrencia tardía, la realidad de Dios está en la ecuación desde el principio. Antes de tomar una decisión audaz y llevar a cabo un acto valeroso, ya crecía en el alma una raíz fuerte y firme; ya se cultivaba una valentía interior al recordar la presencia, el poder y las promesas de Dios.
En la Escritura repetidamente vemos casos en los que Dios prepara a hombres temerosos con la promesa: «Yo estaré contigo». La presencia de Dios preparó a Moisés para acercarse a Faraón, a Josué para conquistar Canaán y a Jeremías para profetizar con valentía. Para estos hombres, la valentía se nutría del conocimiento de que sus hazañas no serían el espectáculo de solo un hombre; no se atrevían a avanzar solos ni tenían por qué hacerlo.
La valentía es una fortaleza del alma orientada hacia Dios y que se manifiesta en hacer lo correcto y necesario a pesar de la dificultad o el peligro.
La valentía también se cultiva cuando el temeroso de Dios recuerda el poder de Dios. ¿Por qué David tuvo el valor para enfrentarse a Goliat con solo un puñado de piedras? Sabía que su Dios era todopoderoso, que «el SEÑOR no libra ni con espada ni con lanza», y fue capaz de lanzar una pequeña piedra para derribar al gigante (1 S 17:47). Del mismo modo, cuando el enorme ejército sirio los rodeó, Eliseo dijo a su siervo: «No temas, porque los que están con nosotros son más que los que están con ellos» (2 R 6:16; ver también la valiente respuesta del rey Ezequías a la invasión de Senaquerib en 2 Cr 32:1-8). El poder de Dios para salvar en circunstancias terribles no es una cuestión de emergencia, sino una certeza que hay que reconocer con calma.
Por último, la valentía surge cuando uno está cada vez más familiarizado con las promesas de Dios y está convencido de que Él las cumple. Cuando el profeta Azarías le recordó al rey Asa la promesa de Dios de bendecir a los que lo buscan, pero de abandonar a los que se apartan de Él, Asa «se animó y quitó los ídolos abominables de toda la tierra de Judá y de Benjamín» (2 Cr 15:8). Cuando los moabitas y los amonitas se alzaron contra Judá, Josafat suplicó al Señor que los rescatara conforme a Sus promesas, creyendo que, tal como se lo había prometido a Salomón, Dios escucharía y salvaría a Su pueblo cuando clamaran humildemente desde Su templo (ver 2 Cr 20:1-12).
Los cristianos valientes viven día a día temiendo y recordando a Dios, Su presencia, Su poder y Sus promesas. Son muy conscientes de que, sea cual sea la circunstancia en la que se encuentren, la disposición de su mente y su corazón hacia el Dios del universo determinará si actúan con valor o con cobardía.
Pero aquí está el punto central de todo esto: pensar correctamente en Dios no inspirará valor a menos que esos pensamientos vayan seguidos de la valiente declaración del salmista: «El SEÑOR está por mí entre los que me ayudan» (Sal 118:7). A menos que Dios esté de mi lado como mi ayudador, a menos que Él esté a mi favor y no en mi contra, la incertidumbre de las ocasiones que exigen valentía será aterradora. ¿Por qué? Porque actuar con valentía no garantiza la comodidad terrenal ni el éxito. No todo acto valiente es recompensado con un rescate inmediato de seguridad y facilidad. A veces Dios permite que Sus hijos hagan lo correcto y sufran por ello.
¿Cómo nos enfrentamos a esa realidad? ¿Cómo podemos reunir la fuerza para decir con Sadrac, Mesac y Abednego: «Pero si no…», o para decir con Pablo: «Ya sea por vida o por muerte…» (Dn 3:18; Fil 1:20)? Nuestro valor debe estar fundamentado en el temor del Dios Todopoderoso, nuestro Padre, que sabiamente obra todas las cosas —todos los resultados— para el bien eterno de Sus hijos. Incluso si Él considera oportuno que el acto de valor resulte en un sufrimiento pequeño o grande, podemos estar seguros de que llegará el día en que Él reunirá a Sus hijos fieles y los llevará a la seguridad eterna en Su presencia.
Publicado originalmente en el blog de Ligonier Ministries.