¿Por quién murió Cristo?
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Nota del editor: Este es el séptimo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Jesucristo, y este crucificado
Nacido como cualquier otro niño (Gal 4:4), Jesús creció «en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres» (Lc 2:52). A pesar de los intentos contemporáneos de algunos de pintarlo como un superhéroe, la descendencia de carne y sangre de María «no tiene aspecto hermoso ni majestad para que le miremos, ni apariencia para que le deseemos» (Is 53:2). El Hijo de Dios se convirtió en uno de nosotros y maduró mental, física, espiritual y socialmente.
Aunque nunca fue desobediente, aprendió la sumisión (Heb 5:8); dando pasos de fe, creció de la inmadurez a la excelencia moral. En el sentido más amplio, era un hombre regular con una vida probada y comprobada: «Por tanto, tenía que ser hecho semejante a sus hermanos en todo» (2:17) y fue hecho «perfecto por medio de los padecimientos» (v. 10).
Sin embargo, a pesar de lo ordinario que es Jesús, Su vida va más allá de lo común. El Dios-hombre asumió un papel divinamente asignado, irrepetible y decisivo. Como el Adán del Edén, el último Adán, Jesucristo, fue un hombre público. En Su llamamiento representativo, Jesús se convirtió en «un misericordioso y fiel sumo sacerdote… [que hizo] propiciación por los pecados del pueblo» (2:17). Solo este hombre ha logrado ese ministerio extraordinario y duradero.
La existencia humana de Jesús adquiere así su valor por Su función pública. En todo momento actuó pensando más allá de Sí mismo, con Su pueblo en mente. El Profeta principal habló a Su pueblo. El santo Sumo Sacerdote intercedió por Su pueblo. El Rey de reyes reinó sobre Su pueblo. Jesús vino a vivir, a morir y a resucitar por Su pueblo. Él es el Pastor; nosotros somos Sus ovejas. Él es el santo Redentor; por Él somos completamente redimidos.
En consecuencia, las raíces de la salvación bíblica se alimentan de este glorioso motivo: Cristo por nosotros. Cristo es la Piedra angular; nosotros somos las «piedras vidas» que componen la «casa espiritual» (1 Pe 2:5). El gran proyecto arquitectónico de la historia nos coloca a cada uno en nuestro lugar designado por Dios; cada piedra viva apoyada y sostenida por la principal Piedra angular. Cristo es la Vid; nosotros somos las ramas. La vida fluye en nosotros porque nos nutrimos de Él (Jn 15:4). Cristo es el Esposo; nosotros somos Su novia (Ap 21:2; ver Ef 5:18-33). El Salvador nos sostiene íntima e irreversiblemente con un amor de pacto.
¿Cómo es que la obra de este hombre puede bendecir a otros? De acuerdo a la sabiduría del Padre, el Hijo de Dios es enviado del cielo para lograr la redención; el Espíritu del Hijo aplica esa redención a Su pueblo. Por gracia, el Espíritu une al pueblo de Dios al Cristo real de la historia. El Hijo obra salvíficamente en el Espíritu; el pueblo de Dios participa en Sus actos salvíficos por el mismo Espíritu. Por la voluntad del Padre, el Espíritu nos une al Hijo.
Esta obra del Espíritu posee tres características distintas pero inseparables. Esta gracia para con nosotros comienza con el sabio y bondadoso consejo de Dios antes de la fundación del mundo (Ef 1:3-6). Obtiene tracción histórica en el ministerio de Cristo, donde el Espíritu nos coloca en Cristo en Su propia muerte, sepultura, resurrección y exaltación (Rom 6:1-4; Ef 2:6). Luego, al darnos fe, el Espíritu efectúa esa unión de gracia en nosotros de manera personal (Ef 1:13-14). En resumen, la unión con Cristo se origina en la elección divina y el propósito del pacto. En el logro divino de la redención, el Espíritu nos ata a Cristo. En el momento de la fe, el Espíritu nos aplica la obra de Cristo de manera inmediata, personal y salvífica.
Una apreciación por este ministerio del Espíritu nos impedirá concebir la salvación como algo inanimado. La salvación no debe verse primero como un regalo que debemos desenvolver, sino como el Salvador personal que recibimos. El regalo del evangelio es el Dador mismo.
Jesucristo «se dio a sí mismo por nosotros» (Tit 2:14), y lo recibimos por el Espíritu Santo: «Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4:6); y «vosotros no estáis en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él» (Rom 8:9). El Espíritu Santo nos une al hombre ordinario y extraordinario. Somos colocados en Cristo y Él en nosotros. Le pertenecemos y Él nos pertenece.
Entonces ¿qué de las bendiciones fundamentales del evangelio como la justificación, la santificación, la adopción y la glorificación? Las recibimos únicamente porque Cristo mismo las aseguró para nosotros. La justificación no es una ficción declarativa; Cristo realmente fue vindicado por nosotros (1 Tim 3:16). La santificación no es una noción imaginaria; Cristo realmente conquistó el poder del pecado (Rom 6:10-11). La adopción no ofrece un estatus familiar fingido; en la filiación exaltada de Cristo, somos verdaderos hijos de Dios (1:4; 8:15-17; 1 Jn 3:1-3). La glorificación no promete un futuro fantasioso; la resurrección de Cristo constituye las primicias de la cosecha única de los santos (1 Co 15:12-22). Partiendo de Cristo, el Espíritu vivificante (v. 45) brota una resurrección gloriosa para todos los que le pertenecen a Él por Su Espíritu. La resurrección corporal del pueblo de Dios es tan cierta como la resurrección corporal de nuestro Señor.
La vida de Cristo fue y es para nosotros. Su muerte no fue para Él; fue y es para nosotros. Su resurrección no fue para Él; fue y es para nosotros. Sin Su obra, no hay salvación en lo absoluto; sin Su obra aplicada por el Espíritu, no existe salvación para nosotros. El Espíritu nos reclama y nos ata irrevocablemente a Cristo. Nuestra esperanza evangélica es esta: por el Espíritu Santo recibimos a Cristo Jesús, quien vino por nosotros y habita en nosotros. Cristo en nosotros es nuestra segura «esperanza de gloria» (Col 1:27).