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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Una fe razonable
Desde el principio, los cristianos han afirmado claramente que las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento son la Palabra inspirada de Dios. Eso está claro. Sin embargo, tras esa afirmación se asoma una pregunta que no se niega a desaparecer: ¿cómo sabemos que esos libros vienen de Dios? Una cosa es decir que vienen de Dios y otra es tener una razón para afirmarlo.
Desde luego, los eruditos críticos llevan mucho tiempo desafiando la visión cristiana de la Escritura precisamente en este punto. No basta con solo afirmar que estos libros son inspirados. Los cristianos necesitan tener una manera de saber si son inspirados. Como le gustaba señalar a James Barr: «Los libros no necesariamente dicen si son inspirados divinamente o no».
A lo largo de los años, los cristianos han ofrecido varias respuestas a esta pregunta. Ciertamente, el origen apostólico de un libro puede ayudar a identificar que viene de Dios. Si un libro puede remontarse a un apóstol, y los apóstoles son inspirados, tenemos buenas razones para pensar que el libro viene de Dios.
Sin embargo, esto no es todo lo que se puede decir. Los teólogos cristianos —especialmente en el mundo reformado— han sostenido durante mucho tiempo que hay una manera más fundamental de saber que los libros vienen de Dios: las cualidades internas de los propios libros.
En otras palabras, han argumentado que estos libros tienen ciertos atributos (en latín indicia) que los distinguen como procedentes de Dios. Sostienen que los creyentes oyen la voz de su Señor en estos libros específicos. En el lenguaje teológico moderno, creen que los libros canónicos son autoautentificables. Como dijo Jesús en Juan 10:27: «Mis ovejas oyen Mi voz; Yo las conozco y me siguen».
Cualquier persona familiarizada con los autores de la época de la Reforma sabrá que este era el argumento central esgrimido por teólogos como Juan Calvino, William Whitaker y John Owen en algunos de los debates claves sobre la Escritura. Además, la idea de la autoautentificación está expresada en la Confesión de Fe de Westminster, que sostiene que la Biblia «evidencia por sí misma» que procede de Dios por sus propias cualidades internas:
El testimonio de la Iglesia puede movernos e inducirnos a tener una estimación alta y reverencial por las Santas Escrituras. Asimismo, constituyen argumentos por los cuales ellas evidencian abundantemente, por sí mismas, ser la Palabra de Dios: el carácter celestial de su contenido, la eficacia de su doctrina, la majestad de su estilo, la armonía de todas sus partes, el propósito de todo su conjunto (que es dar toda gloria a Dios), la plena revelación que hacen del único camino de la salvación del ser humano, las muchas otras incomparables excelencias y su total perfección (1.5).
Además, el concepto de la autoautentificación de la Biblia tenía un papel central para los pensadores reformados posteriores —en particular para Herman Bavinck—, que trataron de explicar cómo podemos saber que los libros proceden de Dios.
Sin embargo, algunos se preguntarán si toda esta idea de la «autoautentificación» de la Biblia es solo un invento novedoso de los reformadores. ¿La inventaron ellos solo como una herramienta en su lucha contra Roma? Para nada. Si nos remontamos incluso al periodo patrístico, veremos que este concepto estuvo presente desde el principio. Aquí hay algunos ejemplos.
Orígenes (que murió alrededor del 253 d. C.) deja muy claro que las cualidades divinas de los libros tienen un papel en su autentificación: «Si alguien reflexiona en los dichos proféticos… es seguro que, por el acto mismo de leerlos y estudiarlos diligentemente, su mente y sus sentimientos se verán tocados por un soplo divino y reconocerá que las palabras que está leyendo no son expresiones humanas, sino el lenguaje de Dios». Orígenes también insiste en que los profetas del Antiguo Testamento «son suficientes para producir fe en cualquiera que los lea» y que, por lo tanto, el evangelio ofrece «una demostración por sí solo».
En otros escritos, Orígenes dice cosas similares. Defiende la canonicidad del libro de Judas porque «está lleno de las palabras saludables de la gracia celestial» y defiende los evangelios canónicos por su «contenido verdaderamente venerable y divino». Incluso defiende la canonicidad del libro de Hebreos porque «las ideas de la epístola son magníficas».
Taciano (que murió alrededor del 180 d. C.) es muy claro sobre el papel de las cualidades internas de estos libros: «Me vi inducido a poner mi fe en estas Escrituras por el tono sencillo de la lengua, el carácter sin adornos de los escritores, el conocimiento previo evidenciado de los acontecimientos futuros, la excelente calidad de los preceptos».
Jerónimo (que murió alrededor del 420 d. C.) defiende la Epístola a Filemón sobre la base de que es «un documento que contiene mucho de la belleza del evangelio», lo que es la «marca de su inspiración». También apela al poder de las palabras de la Escritura cuando defiende la epístola de Judas frente a sus críticos. Los que rechazan Judas, escribe él, «no comprenden el poder y la sabiduría que están ocultas tras cada una de las palabras».
Juan Crisóstomo (que murió alrededor del 407 d.C.) declara que en el evangelio de Juan no hay «nada falso» porque el evangelio «emite una voz que es más dulce y provechosa que la de cualquier arpista o cualquier música… algo grandioso y sublime».
Justo antes de citar Mateo 4:17 y Filipenses 4:5, Clemente de Alejandría (que murió alrededor del 215 d.C.) dice que podemos distinguir las palabras humanas de las palabras de la Escritura porque «nadie queda tan impresionado por las exhortaciones de cualquier santo como por las palabras del propio Señor».
Después de decir que la propia voz de Dios es la demostración más segura de la divinidad de la Escritura, Clemente ilustra este principio apelando a la historia de las sirenas: «Los cantos de las sirenas mostraban un poder sobrehumano que fascinaba a los que se acercaban y los convencía, casi contra su voluntad, de que aceptaran lo que se decía». No podemos dejar de ver lo que quiso transmitir: el poder de la Palabra de Dios, de forma casi irresistible, convence a las personas para que la acepten.
Estos ejemplos (y podríamos añadir más) bastan para demostrar que los padres de la Iglesia primitiva creían que la evidencia de la canonicidad de los libros puede encontrarse en los propios libros. En otras palabras, los libros canónicos son autoautentificables.
Desde luego, en este punto alguien podría objetar: si las cualidades internas de estos libros realmente existen, ¿entonces cómo se explica que tantos los rechacen? ¿Por qué no hay más personas que ven estas cualidades?
La respuesta radica en el papel del Espíritu Santo a la hora de ayudar a la gente para que vean lo que existe de un modo objetivo. Debido a los efectos noéticos del pecado (Ro 3:10-18), no podemos reconocer estas cualidades sin el testimonium spiritus sancti internum, el testimonio interno del Espíritu Santo.
Como es obvio, los no cristianos encuentran esta explicación muy poco convincente. «¿No es un poco sospechoso», podrían objetar, «que los cristianos afirmen que ellos son los únicos que pueden ver la verdad de estos libros y que todos los demás están ciegos a ella? Eso parece muy conveniente para ellos mismos».
Esta objeción es comprensible. Sin embargo, si las doctrinas cristianas relativas a la caída, el pecado original y la corrupción del corazón humano son ciertas, entonces se deduce naturalmente que una persona sin el Espíritu no puede discernir la presencia del Espíritu (por ejemplo, discernir si está hablando en un libro).
Además, no es muy diferente a la realidad de que algunas personas no tienen oído musical y, por lo tanto, no pueden discernir si una nota musical está «afinada». Resulta imaginable que una persona sin oído musical quisiera objetar: «Toda esta idea de la “afinación” es una farsa creada por los músicos que afirman tener la capacidad especial de oír esas cosas». Sin embargo, a pesar de todas las protestas, la verdad sigue siendo que existe la afinación, la oigan o no las personas sin oído musical.
En definitiva, los padres de la iglesia nos enseñan una verdad muy importante. El canon del Nuevo Testamento que poseemos hoy no es producto de las maquinaciones de los líderes posteriores de la iglesia ni de la influencia política de Constantino, sino del hecho de que estos libros se impusieron en la iglesia gracias a sus cualidades internas. En otras palabras, estos libros fueron los más utilizados porque demostraron ser dignos de ese uso.
O como solía decir Arthur Darby Nock, un profesor de Harvard, sobre la formación del canon: «Las carreteras más transitadas de Europa son las mejores carreteras; por eso son tan transitadas».