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«La Biblia es la Palabra de Dios, la cual se equivoca». Desde la llegada de la teología neoortodoxa a principios del siglo XX, esta afirmación se ha convertido en un mantra entre aquellos que quieren tener una visión elevada de la Escritura y a la vez evitar la responsabilidad académica de afirmar la infalibilidad bíblica y la inerrancia. Pero esta declaración representa el caso clásico de que «no puedes estar bien con Dios y con el diablo». Dicha afirmación es el prototipo de un oxímoron o una contradicción.
Volvamos a examinar esta fórmula teológica insostenible. Si eliminamos la primera parte, «La Biblia es», obtenemos «la Palabra de Dios, la cual se equivoca». Si lo analizamos más y tachamos «la Palabra de» y «la cual», llegamos a la conclusión final: «Dios se equivoca».

Pensar que Dios se equivoca de alguna manera, en algún lugar o en alguna cosa que haga, es repugnante tanto para la mente como para el alma. Aquí la crítica bíblica alcanza el punto más bajo del vandalismo bíblico.
¿Cómo podría una criatura sensata concebir una fórmula que habla de la Palabra de Dios como errante? Parecería obvio que, si un libro es la Palabra de Dios, no pudiera (y en efecto, no puede) errar. Si se equivoca, entonces no es (de hecho, no puede ser) la Palabra de Dios.
Atribuir a Dios cualquier error o falibilidad es teología dialéctica extrema.
Tal vez podamos resolver la antinomia diciendo que la Biblia se origina en la revelación divina de Dios, que lleva la marca de Su verdad infalible, pero que esta revelación es mediada por autores humanos que, en virtud de su humanidad, manchan y corrompen esa revelación original por su inclinación al error. Errare humanum est («Errar es humano»), clamó Karl Barth, insistiendo en que al negar el error, uno se queda con una Biblia doceta, es decir, una Biblia que simplemente «parece» humana, pero que en realidad es el producto de una humanidad fantasmal.
¿Quién argumentaría en contra de la propensión humana al error? De hecho, debido a esa propensión existen los conceptos bíblicos de la inspiración y la superintendencia divina de la Escritura. La teología clásica ortodoxa siempre ha sostenido que el Espíritu Santo supera el error humano al producir el texto bíblico.
Barth dijo que la Biblia es la «Palabra» (verbum) de Dios, pero no las «palabras» (verba) de Dios. Con esa gimnasia teológica quería resolver el dilema insoluble de llamar a la Biblia la Palabra de Dios y decir que al mismo tiempo se equivoca. Si la Biblia yerra, entonces es un libro de reflexión humana sobre la revelación divina, no más que otro volumen humano de teología. Puede tener un conocimiento teológico profundo, pero no es la Palabra de Dios.
Los críticos de la inerrancia argumentan que esta doctrina se inventó en el escolasticismo protestante del siglo XVII, donde la razón superó la revelación, lo que significaría que no era la doctrina de los reformadores magisteriales. Por ejemplo, señalan que Martín Lutero nunca usó el término inerrancia. Eso es correcto. Lo que dijo fue que las Escrituras nunca yerran. Juan Calvino tampoco usó el término. Dijo que deberíamos recibir la Biblia como si escucháramos palabras audibles viniendo de la boca de Dios. Los reformadores, entonces, no usaron el término inerrancia pero articularon claramente el concepto.
Ireneo vivió muchos antes del siglo XVII, al igual que Agustín, el apóstol Pablo y Jesús. Todo ellos, entre otros, enseñaron claramente la veracidad absoluta de la Escritura.
La defensa de la inerrancia de parte de la Iglesia descansa sobre su confianza en la visión de la Escritura que Jesús mismo sostuvo y enseñó. Queremos tener una visión de la Escritura que no sea ni más alta ni más baja que la suya.
La confianza plena en la Sagrada Escritura debe ser defendida en cada generación, contra toda crítica.
Este fragmento ha sido adaptado del prólogo del libro The Inerrant Word: Biblical, Historical, Theological, and Pastoral Perspectives [La palabra inerrante: Perspectivas bíblicas, históricas, teológicas, y pastorales].
Publicado originalmente en el Blog de Ligonier Ministries.