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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IX
En estos días es fácil volverse cínico con los políticos, con los oficiales del gobierno y con otros líderes nacionales. Gobernar un país requiere de un realismo práctico y duro. Muchos de nosotros decimos que la moralidad y la religión son buenas y correctas, pero si alguien sigue esos ideales en la arena política será devorado vivo. Sin embargo, consideremos el ejemplo del rey del siglo IX llamado Alfredo «el Grande».
En su época, Inglaterra («Anglos-tierra») consistía en tribus germánicas aisladas cuyos reyes estaban más cerca de ser jefes de tribu que jefes de estado. Los diversos anglos y sajones se habían convertido al cristianismo gracias a los misioneros del siglo VII, pero las prácticas remanentes del paganismo, tales como los enfrentamientos de sangre —la política justiciera autoasignada por la cual las familias tomaban venganza las unas de las otras— mantenían a la sociedad fragmentada y débil.
A pesar de que Alfredo fue el hijo más joven del rey de los sajones del oeste (Wessex), cada uno de sus tres hermanos mayores murieron luego de breves reinados, así que en el año 871 d. C. ya se hallaba en el trono. Tenía veintidós años de edad. Y casi de inmediato, los vikingos invadieron Inglaterra.
Los paganos «daneses» habían hecho incursiones en la isla durante siglos, navegando en sus barcos dragones, saqueando ciudades, quemando monasterios y asesinando brutalmente a los aldeanos. Pero luego se marchaban. Esta vez, los vikingos estaban atacando con grandes ejércitos. Habían traído sus familias con ellos y planificaban quedarse. Ya se habían apoderado de gran parte del norte de Inglaterra y ahora se estaban moviendo hacia el sur.
El rey Alfredo unificó las diversas tribus contra esa amenaza común. Dirigió al ejército anglosajón e hizo lo que ningún otro monarca había sido capaz de hacer: derrotó a los vikingos.
En el tratado de paz, permitió que los vikingos que se habían establecido en el norte permanecieran allí. Pero insistió en que los líderes vikingos aceptaran el cristianismo. Fueron bautizados y acordaron recibir a misioneros e iglesias en sus territorios. En unas pocas generaciones, los nuevos cristianos «daneses» se integraron al resto de la Anglo-tierra.
Alfredo también codificó la ley. Reunió muchas leyes tradicionales de los sajones, escribiendo las tradiciones orales. Pero también cristianizó esas leyes. Inició su código escrito con los Diez Mandamientos, seguido por la regla de oro de Jesús. Reemplazó los enfrentamientos de sangre con un sistema de multas que serían reforzadas no por vengadores personales sino por el rey y sus oficiales. Instituyó un sistema judicial, incluyendo el juicio por jurado. Esencialmente, el rey Alfredo estableció el gobierno de la ley.
Él también trajo educación a la isla. Estableció escuelas con el objetivo de alfabetizar a cada ciudadano libre. Debido a que los ingleses tenían pocos libros en su propio idioma, él patrocinó traducciones, incluso de partes de la Biblia. Y por la escasez de eruditos, el mismo rey tradujo libros, incluyendo obras teológicas de San Agustín, un tratado sobre el cuidado pastoral para las iglesias locales por San Gregorio, la historia del cristianismo en Inglaterra por Beda el Venerable y los Salmos de David.
El rey Alfredo siguió su vocación de gobernante basado en los lineamientos de Romanos 13. La doctrina de la vocación tiene que ver con la forma en que Dios obra a través de seres humanos. Romanos 13 establece claramente que Dios ejerce Su autoridad a través de autoridades humanas legítimas. Ellos son «servidores de Dios» (13:6).
De acuerdo a Romanos 13, el propósito de la vocación de un gobernante es proteger a sus súbditos inocentes de los malhechores. El rey Alfredo hizo esto. Algunos de sus sucesores no lo hicieron. Unos reinados más tarde, el rey Etelredo II «el Indeciso» fracasó en detener una nueva invasión de vikingos, en gran parte debido a su inestabilidad e incompetencia. Como resultado, un danés, el rey Canuto II de Dinamarca, se autoproclamó rey de Inglaterra.
El último de la descendencia del rey Alfredo fue el hijo de Etelredo II, un joven devoto llamado Eduardo «el Confesor» que subió al trono después de la muerte de Canuto II. El rey Eduardo fue probablemente el monarca de Inglaterra más piadoso en apariencia y eventualmente fue nombrado como santo por la Iglesia católica romana. Sin embargo, abrazó la teología que consideraba el ascetismo monástico como más espiritual que las vocaciones terrenales, tales como la paternidad.
Aunque estaba casado, aparentemente hizo un voto de celibato. Él y su esposa, por su rechazo no bíblico del don de Dios de la sexualidad matrimonial, no tuvieron hijos. Ese fue el punto culminante de irresponsabilidad para un rey en una monarquía hereditaria, que requiere de un sucesor legítimo para evitar que la nación caiga en la anarquía. Y para agravar su irresponsabilidad, hizo que el duque francés de Normandía, quien lo protegió cuando él huyó de Canuto II, se convirtiera en el heredero del trono. Este fue Guillermo I «el Conquistador», quien invadiría Inglaterra y subyugaría completamente a los sajones.
El rey Guillermo I ilustra otro tipo de gobernante. En vez de servir a su pueblo como lo hizo Alfredo, Guillermo I quería que su pueblo le sirviera. En vez de castigar a los malhechores y proteger a los inocentes, los tiranos hacen lo contrario: castigan a los inocentes y protegen a los malhechores. Esto no es para lo que Dios ha llamado a los gobernantes. Los tiranos no tienen la autoridad de Dios. Ellos están pecando en contra de la autoridad de Dios.
El rey Alfredo fue, sin duda, uno de los padres fundadores de Inglaterra. La civilización inglesa, a pesar de los reveses ocasionales, se edificó sobre esta herencia que los Estados Unidos de América comparten. De todos los reyes ingleses, solo Alfredo lleva el título de «el Grande». Lo que lo hizo grande fue la manera en que vivió su fe en su vocación dada por Dios.