Los treinta y nueve artículos
ARTÍCULO 1
De la fe en la Santa Trinidad
Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones; de infinito poder, sabiduría y bondad; el creador y preservador de todas las cosas tanto visibles como invisibles. Y en la unidad de esta Deidad existen tres Personas, de una misma sustancia, poder y eternidad; el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
ARTÍCULO 2
Del Verbo, o del Hijo de Dios, quien Se hizo verdadero hombre
El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado desde la eternidad por el Padre, el mismo Dios eterno, y de una sustancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el vientre de la bendita Virgen, de su sustancia: para que dos naturalezas completas y perfectas, es decir, la Deidad y la humanidad, se unieran en una persona para nunca ser divididas, de las cuales hay un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, quien verdaderamente sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliar a Su Padre con nosotros, y para ser un sacrificio, no solo por la culpa original, sino también por todos los pecados reales de los hombres.
ARTÍCULO 3
Del descenso de Cristo al infierno
Así como Cristo murió por nosotros, y fue sepultado, así también debe creerse que Él descendió al infierno.
ARTÍCULO 4
De la resurrección de Cristo
Cristo verdaderamente resucitó de la muerte y tomó de nuevo Su cuerpo, con carne, huesos y todo lo pertinente a la perfección de la naturaleza del hombre, con lo cual ascendió al cielo, y allí está sentado hasta que regrese a juzgar a todos los hombres en el día final.
ARTÍCULO 5
Del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una sola sustancia, majestad y gloria con el Padre y el Hijo, verdadero y eterno Dios.
ARTÍCULO 6
De la suficiencia de la Santa Escritura para la salvación
La Sagrada Escritura contiene todas las cosas necesarias para la salvación: de tal manera que lo que no pueda leerse ni probarse en ellas, no debe ser exigido a ningún hombre para que lo crea como un artículo de fe, o considerarlo como requisito necesario para la salvación.
En nombre de la Sagrada Escritura, aceptamos aquellos libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda en la Iglesia.
De los nombres y el número de los libros canónicos
Génesis
Éxodo
Levítico
Números
Deuteronomio
Josué
Jueces
Rut
Primer Libro de Samuel
Segundo Libro de Samuel
Primer Libro de los Reyes
Segundo Libro de los Reyes
Primer Libro de las Crónicas
Segundo Libro de las Crónicas
Libro de Esdras
Segundo Libro de Esdras (Nehemías)
Libro de Ester
Libro de Job
Los Salmos
Los Proverbios
Libro de Eclesiastés o el Predicador
Cantar de los Cantares o Cantares de Salomón
Cuatro Profetas Mayores
Doce Profetas Menores
Todos los libros del Nuevo Testamento, tal como son aceptados comúnmente, nosotros los aceptamos y los consideramos canónicos.
Y los otros libros (como dice Jerónimo) la Iglesia los lee como ejemplo de vida e instrucción de costumbres; sin embargo, no los usa para establecer ninguna doctrina. Tales son los siguientes:
Tercer Libro de Esdras
Cuarto Libro de Esdras
Libro de Tobías
Libro de Judit
El resto del Libro de Ester
Libro de la Sabiduría
Jesús el hijo de Sirac
Baruc el Profeta
El Cantar de los Tres Hijos
La Historia de Susana
De Bel y el Dragón
La Oración de Manasés
Primer Libro de Macabeo
Segundo Libro de Macabeo
ARTÍCULO 7
Del Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no contradice al Nuevo; ya que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la vida eterna es ofrecida a la humanidad por Cristo, quien es el único Mediador entre Dios y el hombre, siendo Él, Dios y hombre. Por lo tanto, no deben ser escuchados los que inventan que los antiguos padres solo buscaron promesas temporales. Aunque la ley dada por Dios a través de Moisés no obliga a los cristianos en lo que respecta a ceremonias y rituales, ni tampoco sus preceptos civiles deben necesariamente recibirse en ningún estado; sin embargo, ningún cristiano está exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman morales.
ARTÍCULO 8
De los tres credos
Los tres credos: el Credo de Nicea, el Credo de Atanasio, y aquel que es comúnmente conocido como el Credo Apostólico, deben ser enteramente aceptados y creídos; porque pueden ser probados por el testimonio y la autoridad de la Sagrada Escritura.
ARTÍCULO 9
Del pecado original o de nacimiento
El pecado original no consiste en la imitación de Adán (como vanamente dicen los pelagianos), sino que es el vicio y la corrupción de la naturaleza de todo hombre que es engendrado naturalmente de la descendencia de Adán. Por esto el hombre está muy lejos de la justicia original, y por su propia naturaleza se inclina al mal, de modo que el deseo de la carne es siempre contrario al espíritu; y por lo tanto, cada persona nacida en este mundo merece la ira y la condenación de Dios. Y esta infección de la naturaleza permanece incluso en los que son regenerados, por lo que la pasión de la carne, llamada en griego phronema sarkos (que algunos interpretan como la sabiduría, otros como la sensualidad, algunos como la afección y otros como el deseo de la carne) no está sujeta a la ley de Dios. Y a pesar de que no hay condenación para los que creen y son bautizados, el apóstol confiesa que la concupiscencia y la lujuria tienen en sí misma la naturaleza del pecado.
ARTÍCULO 10
Del libre albedrío
La condición del hombre después de la caída de Adán es tal, que por su propia fuerza natural o buenas obras no puede convertirse ni prepararse a sí mismo a la fe e invocación a Dios. Por lo tanto, no tenemos poder para hacer buenas obras que sean agradables y aceptables a Dios, sin que la gracia de Dios por medio de Cristo nos preceda para que podamos tener una buena voluntad y obre en nosotros cuando tenemos esa buena voluntad.
ARTÍCULO 11
De la justificación del hombre
Somos considerados justos ante Dios solo por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, por la fe y no por nuestras propias obras o méritos. Por lo tanto, que seamos justificados por la fe sola es una doctrina muy sana y muy llena de consuelo; como se expresa más ampliamente en la Homilía de la Justificación.
ARTÍCULO 12
De las buenas obras
Aunque las buenas obras, que son los frutos de la fe y siguen a la justificación, no pueden expiar nuestros pecados ni soportar la severidad del juicio de Dios, sin embargo, son agradables y aceptables a Dios en Cristo, y brotan necesariamente de una fe viva y verdadera, de tal manera que por ellas se puede conocer una fe viva de manera evidente así como un árbol es juzgado por su fruto.
ARTÍCULO 13
De las obras antes de la justificación
Las obras hechas antes de la gracia de Dios y de la inspiración de Su Espíritu no son agradables a Dios porque no nacen de la fe en Jesucristo, ni tampoco hacen que los hombres sean dignos de recibir la gracia ni hacen merecer la gracia como un «mérito de congruo» (como algunos claman). Por el contrario, no dudamos que tengan la naturaleza del pecado ya que no son hechas como Dios ha querido y mandado que se hagan.
ARTÍCULO 14
De las obras de supererogación
Las obras voluntarias no comprendidas en los mandamientos divinos, conocidas como obras de supererogación, no pueden ser enseñadas sin arrogancia e impiedad, porque con ellas los hombres declaran que no solo rinden a Dios todo cuanto están obligados a hacer, sino que por amor a Él hacen más de lo que por el deber riguroso les es requerido; considerando que Cristo dice claramente: “Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: ‘Siervos inútiles somos’”.
ARTÍCULO 15
De Cristo el único sin pecado
Cristo en la realidad de nuestra naturaleza fue hecho semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, del cual fue claramente exento, tanto en Su carne como en Su espíritu. Vino para ser el Cordero sin mancha, quien por el sacrificio de Sí mismo hecho una sola vez, quitase los pecados del mundo; y como dice San Juan, el pecado no estaba en Él. Pero nosotros —el resto de los hombres— aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, todavía ofendemos en muchas cosas; y, si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.
ARTÍCULO 16
Del pecado después del bautismo
No todo pecado mortal cometido voluntariamente después del bautismo es pecado en contra del Espíritu Santo e imperdonable. Por lo cual, a los que caen en pecado después del bautismo no debe negárseles la gracia del arrepentimiento. Después de que hemos recibido el Espíritu Santo, podemos apartarnos de la gracia recibida y caer en pecado, y por la gracia de Dios, podemos levantarnos nuevamente y enmendar nuestras vidas. Por lo tanto, deben ser condenados los que dicen que ya no pueden pecar más mientras vivan aquí, o los que niegan la posibilidad del perdón a quienes verdaderamente se arrepienten.
ARTÍCULO 17
De la predestinación y la elección
La predestinación a la vida es el eterno propósito de Dios, por el cual Él, antes de que los cimientos del mundo fueran establecidos, ha decretado por Su invariable consejo a nosotros oculto, liberar de maldición y condenación a los que Él eligió en Cristo de entre toda la humanidad, y traerlos por Cristo a la salvación eterna como a vasos hechos para uso honorable. Por lo tanto, los que son agraciados con tal excelente beneficio de Dios, son llamados según el propósito de Dios por Su Espíritu que obra a su debido tiempo; por la gracia obedecen al llamado; son justificados gratuitamente; son hechos hijos de Dios por adopción; son conformados a la imagen de Su unigénito Hijo Jesucristo; caminan religiosamente en buenas obras; y al final, por la misericordia de Dios alcanzan la felicidad eterna.
Así como la consideración piadosa de la predestinación y de nuestra elección en Cristo está llena de un dulce, agradable e inefable consuelo para las personas piadosas y que sienten en sí mismas la obra del Espíritu de Cristo, mortificando las obras de la carne y sus miembros terrenales y dirigiendo su mente a las cosas elevadas y celestiales, no solo porque establece grandemente y confirma su fe en la eterna salvación que han de disfrutar por medio de Cristo, sino porque enciende fervientemente su amor hacia Dios; así también, para las personas curiosas y carnales que no tienen el Espíritu de Cristo, el tener continuamente delante de sus ojos la sentencia de la predestinación divina es un precipicio muy peligroso, por el cual el diablo los arrastra a la desesperación o a la miseria de una vida muy impura, la cual no es menos peligrosa que la desesperación.
Además debemos recibir las promesas de Dios de la manera en que generalmente se establecen en la Sagrada Escritura; y en nuestras acciones seguir aquella voluntad de Dios que tenemos expresamente declarada en la Palabra de Dios.
ARTÍCULO 18
Del obtener la salvación eterna solamente por el nombre de Cristo
Deben también ser anatematizados aquellos que se atreven a decir que todo hombre será salvo por la ley o secta que profesa, con tal que sea diligente en conformar su vida de acuerdo con esa ley y a la luz de la naturaleza. Porque la Sagrada Escritura nos plantea que los hombres han de ser salvos solamente por el nombre de Jesucristo.
ARTÍCULO 19
De la Iglesia
La Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles, en la cual se predica la pura Palabra de Dios y se administran debidamente los sacramentos en conformidad a la ordenanza de Cristo, en todas aquellas cosas que necesariamente se requieren para ellos. Así como la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han errado, así también ha errado la Iglesia de Roma, no solo en cuanto a su forma de vivir y de celebrar sus ceremonias, sino también en materias de la fe.
ARTÍCULO 20
De la autoridad de la Iglesia
La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias y autoridad en controversias de la fe. Sin embargo, no es lícito para la Iglesia ordenar algo que sea contrario a la Palabra de Dios escrita, ni debe exponer un pasaje de la Escritura de modo que contradiga a otro. Por lo tanto, aunque la Iglesia sea testigo y guardián de la Santa Escritura, así como no debe decretar nada en contra de la misma, igualmente tampoco debe imponer cosa alguna que no esté en ella, para ser creída como necesaria para la salvación.
ARTÍCULO 21
De la autoridad de los Concilios Generales
Los Concilios Generales no pueden reunirse sin el mandato y la autoridad de los gobernantes; y cuando se reúnen, ya que son una asamblea de hombres en la que no todos son gobernados por el Espíritu y la Palabra de Dios, pueden errar y en ocasiones han errado, aun en las cosas concernientes a Dios. Por lo tanto, aquellas cosas ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen fuerza ni autoridad, a no ser que pueda evidenciarse que fueron sacadas de la Sagrada Escritura.
ARTÍCULO 22
Del purgatorio
La doctrina romana concerniente al purgatorio, las indulgencias, la veneración y la adoración tanto de imágenes como de reliquias, así como también la invocación de los santos, es algo absurdo y vanamente inventado, y no se fundamenta en ningún testimonio de las Escrituras; sino que más bien, es repugnante a la Palabra de Dios.
ARTÍCULO 23
De la ministración a la congregación
No es lícito a hombre alguno tomar sobre sí el oficio de la predicación pública o de la administración de los sacramentos en la congregación, sin ser antes legítimamente llamado y enviado a ejecutarlo. Debemos considerar como legítimamente llamados y enviados a los que han sido escogidos y llamados a esta obra por hombres que tienen autoridad pública concedida por la Iglesia para llamar y enviar ministros a la viña del Señor.
ARTÍCULO 24
Del hablar en la congregación en una lengua que el pueblo entienda
Elevar una oración pública en la Iglesia o administrar los sacramentos en una lengua que el pueblo no entienda, es algo claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva.
ARTÍCULO 25
De los sacramentos
Los sacramentos instituidos por Cristo no solo son insignias o señales de la profesión de los cristianos, sino que más bien son testimonios ciertos y señales eficaces de la gracia y la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por las cuales Él obra invisiblemente en nosotros; y los sacramentos no solo avivan, sino que también fortalecen y confirman nuestra fe en Él.
Hay dos sacramentos ordenados por Cristo nuestro Señor en el Evangelio, a saber, el bautismo y la Cena del Señor.
Aquellos otros cinco, comúnmente llamados sacramentos, a saber: la confirmación, la penitencia, el orden sacerdotal, el matrimonio y la extremaunción, no deben ser considerados como sacramentos del Evangelio, pues habiendo en parte surgido de una corrupta imitación de los apóstoles, y siendo en parte estados de vida aprobados en las Escrituras; sin embargo, no tienen la misma naturaleza de los sacramentos del bautismo y la Cena del Señor, ya que no poseen una señal visible o ceremonia ordenada por Dios.
Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser contemplados o llevados en procesión, sino para que hagamos debido uso de ellos. Y estos solamente producen un efecto u operación saludable en aquellos que los reciben dignamente; pero los que indignamente los reciben, adquieren para sí mismos condenación, como dice San Pablo.
ARTÍCULO 26
De la indignidad de los ministros, que no impide el efecto de los sacramentos
Aunque en la Iglesia visible los malos se mezclen siempre con los buenos, y a veces los malos tienen la autoridad principal en la ministración de la Palabra y de los sacramentos, sin embargo como no lo hacen en su propio nombre, sino en el de Cristo, y ministran por Su comisión y autoridad, podemos usar su ministerio tanto para escuchar la Palabra de Dios como para recibir los sacramentos. Ni el efecto de la ordenanza de Cristo se frustra por su iniquidad ni la gracia de los dones divinos se disminuye con respecto a los que con fe y debidamente reciben los sacramentos que le son administrados; los cuales son eficaces por la institución y promesa de Cristo, aunque sean ministrados por hombres malos.
No obstante, corresponde a la disciplina de la Iglesia el que se investigue sobre los ministros malvados, y que sean acusados por aquellos que tienen conocimiento de sus ofensas; y que finalmente, al ser declarados culpables por juicio justo, sean depuestos.
ARTÍCULO 27
Del bautismo
El bautismo no solamente es una señal de profesión y marca distintiva por la que los cristianos se distinguen de los no bautizados, sino que también es una señal de la regeneración o nuevo nacimiento, por el cual, como un instrumento, los que debidamente reciben el bautismo son injertados en la Iglesia; las promesas del perdón de pecados y de nuestra adopción como hijos de Dios por el Espíritu Santo son visiblemente firmadas y selladas; la fe es confirmada y la gracia aumentada por virtud de la oración a Dios. El bautismo de infantes debe conservarse en todo caso en la Iglesia como algo que va conforme con la ordenanza de Cristo.
ARTÍCULO 28
De la Cena del Señor
La Cena del Señor no es solamente una señal del amor mutuo que los cristianos deben tener entre sí, sino que más bien es un sacramento de nuestra redención por la muerte de Cristo: de modo que para los que recta, dignamente y con fe lo reciben, el pan que partimos es la participación del cuerpo de Cristo y por igual, la copa de bendición es la participación de la sangre de Cristo.
La transubstanciación (o el cambio de la sustancia del pan y del vino) en la Cena del Señor no puede probarse por la Santa Escritura; sino que repugna a las palabras categóricas de la Escritura, trastorna la naturaleza del sacramento y ha dado ocasión a muchas supersticiones.
El cuerpo de Cristo se da, se toma y se come en la Cena únicamente de un modo celestial y espiritual; y el medio por el cual el cuerpo de Cristo se recibe y se come en la Cena, es la fe.
El sacramento de la Cena del Señor, en virtud de la ordenanza de Cristo, no era para ser guardado, llevado en procesión, elevado o adorado.
ARTÍCULO 29
De los impíos que no comen del cuerpo de Cristo en la celebración de la Cena del Señor
Los impíos y los que no tienen una fe viva, aunque compriman carnal y visiblemente con sus dientes el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, como dice San Agustín, no por eso en manera alguna son partícipes de Cristo; por el contrario, para su condenación comen y beben la señal o el sacramento de algo tan grande.
ARTÍCULO 30
De ambas clases
La copa del Señor no debe ser negada a los laicos; ya que ambas partes del sacramento del Señor, por ordenanza y mandamiento de Cristo, deben ser ministradas a todos los cristianos por igual.
ARTÍCULO 31
De la única oblación de Cristo consumada en la cruz
La ofrenda de Cristo hecha una sola vez, es la perfecta redención, propiciación y satisfacción por todos los pecados, tanto originales como actuales, del mundo entero; y no hay otra satisfacción por los pecados sino esa sola. Por lo cual, los sacrificios de las misas, en los cuales comúnmente se dice que los sacerdotes ofrecen a Cristo por los vivos y los muertos para remisión de la pena o la culpa, son fábulas blasfemas y engaños peligrosos.
ARTÍCULO 32
Del matrimonio de los sacerdotes
Ningún precepto de la ley divina manda a obispos, presbíteros y diáconos realizar voto de celibato ni abstenerse del matrimonio. Por lo tanto, les es lícito, así como a todos los cristianos, contraer matrimonio según su propia discreción si juzgan que les conviene mejor para la piedad.
ARTÍCULO 33
Del cómo deben ser evitadas las personas excomulgadas
La persona que por denuncia pública de la Iglesia es debidamente separada de la unidad de la Iglesia y excomulgada, debe ser expulsada de la completa multitud de los fieles y considerada como pagana y publicana, hasta que se reconcilie públicamente a través del arrepentimiento y sea recibida en la Iglesia por un juez con autoridad competente.
ARTÍCULO 34
De las tradiciones de la Iglesia
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean las mismas en todo lugar o totalmente parecidas; porque en todos los tiempos han sido diversas, y pueden modificarse de acuerdo a la diversidad de países, épocas y costumbres, con tal que en ellas no se establezca nada contrario a la Palabra de Dios.
Cualquiera que, por su propio juicio, voluntaria y deliberadamente quebrante en forma pública las tradiciones y ceremonias de la Iglesia que no son contrarias a la Palabra de Dios, y que están ordenadas y aprobadas por la autoridad pública, debe ser reprendido públicamente, para que otros teman hacer lo mismo, como alguien que atenta contra el orden público de la Iglesia, que ofende la autoridad de los magistrados y que hiere la conciencia de los hermanos débiles.
Cada Iglesia particular o nacional tiene la autoridad para establecer, modificar y abolir ceremonias o ritos eclesiásticos instituidos únicamente por la autoridad humana, para que todo se haga para edificación.
ARTÍCULO 35
De las homilías
El segundo Tomo de las Homilías, cuyos títulos hemos colocado al pie de este artículo, contiene doctrina piadosa, saludable y necesaria para estos tiempos, como también ocurre con el primer Tomo de las Homilías publicado durante el tiempo del rey Eduardo VI de Inglaterra, y por lo tanto, consideramos que deben ser leídos por los ministros en las iglesias, diligentemente y con claridad, para que el pueblo las entienda.
De los nombres de las homilías
Del debido uso de la Iglesia
Contra el peligro de la idolatría
De la reparación y limpieza de las iglesias
De las buenas obras: del ayuno en primer lugar
Contra la glotonería y la embriaguez
Contra el lujo excesivo en la vestimenta
De la oración
Del lugar y tiempo de la oración
Que las oraciones públicas y sacramentos deben ser ministrados en una lengua conocida
De la estimación reverente de la Palabra de Dios
Del dar limosnas
Del nacimiento de Cristo
De la pasión de Cristo
De la resurrección de Cristo
De la digna recepción del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo
De los dones del Espíritu Santo
Para los días de rogativa
Del estado del matrimonio
Del arrepentimiento
Contra la ociosidad
Contra la rebelión
ARTÍCULO 36
De la consagración de obispos y ministros
El Libro de la Consagración de los Arzobispos y Obispos, y de la ordenación de los Ancianos y Diáconos, recientemente publicado en la época de Eduardo VI y confirmada al mismo tiempo por la autoridad del Parlamento, contiene todas las cosas necesarias para tal consagración y ordenación y no hay nada en ella que sea en sí mismo supersticioso o impío.
Por lo tanto, cualquiera que haya sido consagrado u ordenado según los ritos de este libro, desde el segundo año del ya mencionado rey Eduardo hasta este momento, o que en adelante sea consagrado u ordenado según los mismos ritos, decretamos que está justa, regular y legalmente consagrado y ordenado.
ARTÍCULO 37
De los magistrados civiles
Su Majestad la Reina tiene la autoridad suprema en este reino de Inglaterra y en sus otros dominios en los cuales le pertenece el gobierno supremo de todos los estados de este reino, ya sean eclesiásticos o civiles, en todas las causas; y no está ni debe ser sujeta a ninguna jurisdicción extranjera.
Cuando le atribuimos a Su Majestad la Reina el gobierno supremo, por cuyos títulos entendemos que se ofenden las mentes de algunos calumniadores, no damos a nuestros príncipes el ministerio de la Palabra de Dios ni de los sacramentos, cosa que claramente atestiguan las ordenanzas recientemente establecidas por nuestra reina Isabel. Solo le otorgamos aquella única prerrogativa que entendemos ha sido siempre dada a los príncipes piadosos en las Santas Escrituras por Dios mismo, es decir, que ellos deben gobernar todos los estados y grados encomendados a su cargo por Dios, ya sean eclesiásticos o temporales, y restringir con la espada civil a los obstinados y malvados.
El obispo de Roma no tiene jurisdicción en este reino de Inglaterra.
Las leyes de este reino pueden castigar a los cristianos con la muerte por delitos atroces y graves. Es lícito para los cristianos por orden del Magistrado usar armas y servir en las guerras.
ARTÍCULO 38
De los bienes de los cristianos que no son comunes
Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho, título y posesión de los mismos, como ciertos anabaptistas falsamente se jactan. No obstante, cada persona debe liberalmente dar limosnas al pobre de las cosas que posee, según sus posibilidades.
ARTÍCULO 39
De los juramentos del cristiano
Así como confesamos que el jurar vana y apresuradamente está prohibido para los cristianos por nuestro Señor Jesucristo, también juzgamos que la religión cristiana no prohíbe que una persona jure cuando la autoridad civil lo exija en una causa de fe y caridad, de modo que se haga conforme a la enseñanza del profeta, en justicia, en juicio y en verdad.