La Confesión Belga

ARTÍCULO 1
Hay un solo Dios

Todos creemos con el corazón y confesamos con la boca que hay un solo Ser, simple y espiritual, al que llamamos Dios; y que Él es eterno, incomprensible, invisible, inmutable, infinito, todopoderoso, perfectamente sabio, justo, bueno y fuente rebosante de todo bien.

ARTÍCULO 2
Por qué medios Dios se da a conocer a nosotros

Lo conocemos por dos medios: primero, por la creación, preservación y gobierno del universo; que está ante nuestros ojos como el libro más elegante, en el que todas las criaturas, grandes y pequeñas, son como muchas letras que nos llevan a contemplar las cosas invisibles de Dios, es decir, Su eterno poder y divinidad, como dice el apóstol Pablo (Rom. 1:20). Todas estas cosas son suficientes para convencer a los hombres y dejarlos sin excusa.

En segundo lugar, Él se nos da a conocer de manera más clara y completa a través de Su Palabra santa y divina; es decir, tanto como nos es necesario saber en esta vida, para Su gloria y nuestra salvación.

ARTÍCULO 3
La Palabra escrita de Dios

Confesamos que esta Palabra de Dios no fue enviada ni entregada por la voluntad del hombre, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios, como dice el apóstol Pedro. Y que posteriormente Dios, debido al cuidado especial que tiene por nosotros y nuestra salvación, ordenó a Sus siervos, los profetas y los apóstoles, que escribieran Su Palabra revelada; y Él mismo escribió con Su propio dedo las dos tablas de la ley. Por tanto, llamamos a tales escritos las Escrituras sagradas y divinas.

ARTÍCULO 4
Los libros canónicos de las Sagradas Escrituras

Creemos que las Sagradas Escrituras están contenidas en dos libros, a saber: el Antiguo y el Nuevo Testamento, que son canónicos, contra los cuales nada puede ser alegado. Estos son nombrados de la siguiente manera en la Iglesia de Dios:

Los libros del Antiguo Testamento son los cinco libros de Moisés, es decir, Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; los libros de Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos de Reyes, los dos libros de Crónicas, comúnmente llamados Paralipómenos, el primero de Esdras, Nehemías, Ester, Job, los Salmos de David, los tres libros de Salomón, a saber, los Proverbios, el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares; los cuatro profetas mayores, Isaías, Jeremías (con Lamentaciones), Ezequiel y Daniel; y los doce profetas menores, es decir, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías.

Los libros del Nuevo Testamento son los cuatro evangelistas, a saber, Mateo, Marcos, Lucas y Juan; los Hechos de los Apóstoles; las catorce epístolas del apóstol Pablo, es decir, una a los Romanos, dos a los Corintios, una a los Gálatas, una a los Efesios, una a los Filipenses, una a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, dos a Timoteo, una a Tito, una a Filemón y una a los Hebreos; las siete epístolas de los otros apóstoles, a saber, una de Santiago, dos de Pedro, tres de Juan, una de Judas y el Apocalipsis del apóstol Juan.

ARTÍCULO 5
De dónde las Sagradas Escrituras derivan su dignidad y autoridad

Recibimos todos estos libros, y solo estos, como santos y canónicos, para la regulación, fundamento y confirmación de nuestra fe; creyendo sin ninguna duda todas las cosas contenidas en ellos, no tanto porque la Iglesia los reciba y apruebe como tales, sino más especialmente porque el Espíritu Santo testifica en nuestros corazones que son de Dios, de lo cual llevan la evidencia en sí mismos. Porque aún los ciegos mismos son capaces de percibir que las cosas predichas en ellos se están cumpliendo.

ARTÍCULO 6
La diferencia entre los libros canónicos y los apócrifos

Distinguimos estos libros sagrados de los apócrifos, es decir, el tercer y cuarto libro de Esdras, los libros de Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, el apéndice del libro de Ester, el Cántico de los tres jóvenes, la Historia de Susana, la de Bel y el Dragón, la Oración de Manasés, y los dos libros de los Macabeos. De los cuales la Iglesia puede leer y recibir instrucción, siempre que esté de acuerdo con los libros canónicos; pero están lejos de tener tal poder y eficacia como para que podamos, por su testimonio, confirmar cualquier punto de fe o de la religión cristiana; mucho menos restarle autoridad a los otros libros sagrados.

ARTÍCULO 7
La suficiencia de las Sagradas Escrituras para ser la única regla de fe

Creemos que esas Sagradas Escrituras contienen completamente la voluntad de Dios y que todo lo que el hombre deba creer para salvación es enseñado de manera suficiente en ellas; ya que toda forma de adoración que Dios requiere de nosotros está extensamente escrita en ellas, es ilegítimo para toda persona, aunque sea un apóstol, enseñar de manera diferente a lo que ahora se nos enseña en las Sagradas Escrituras: más aun, ni un ángel del cielo, como dice el apóstol Pablo. Debido a que está prohibido agregar o quitar algo de la Palabra de Dios, es evidente que la enseñanza es completa y perfecta en todos los aspectos. Tampoco consideramos ninguna escritura de hombre como de igual valor a las Escrituras divinas, por santos que hayan sido estos hombres; ni tampoco debemos considerar la costumbre, la gran multitud, la antigüedad, la sucesión de tiempos y de personas, consejos, decretos o estatutos como de igual valor con la verdad de Dios, porque la verdad es sobre todo; pues todos los hombres son mentirosos y más vanidosos que la vanidad misma. Por lo tanto, rechazamos con todo nuestro corazón cualquier cosa que no esté de acuerdo con esta regla infalible que los apóstoles nos han enseñado, diciendo: probad los espíritus para ver si son de Dios. Del mismo modo, Si alguno viene a vosotros y no trae esta enseñanza, no lo recibáis en casa.

ARTÍCULO 8
Dios es uno en esencia, pero se distingue en tres personas

Según esta verdad y esta Palabra de Dios, creemos en un solo Dios, que es una sola esencia, en la que hay tres personas, real, verdadera y eternamente distintas, de acuerdo a Sus propiedades incomunicables; a saber, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre es la causa, el origen y el comienzo de todas las cosas, visibles e invisibles; el Hijo es la Palabra, la sabiduría y la imagen del Padre; el Espíritu Santo es el poder y la fuerza eternos, procedentes del Padre y del Hijo. Sin embargo, Dios no está dividido en tres debido a esta distinción, ya que las Sagradas Escrituras nos enseñan que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen cada uno Su personalidad, distinguida por Sus propiedades; pero de tal manera que estas tres personas son un solo Dios. Por lo tanto, es evidente que el Padre no es el Hijo, ni el Hijo es el Padre y del mismo modo el Espíritu Santo no es el Padre ni es el Hijo. Sin embargo, estas personas así distinguidas no están divididas ni entremezcladas; porque el Padre no asumió la carne, ni tampoco el Espíritu Santo, sino solamente el Hijo. El Padre nunca ha estado sin Su Hijo o sin Su Espíritu Santo. Porque los tres son coeternos y coesenciales. No hay ni un primero ni un último; porque los tres son uno, en verdad, en poder, en bondad y en misericordia.

ARTÍCULO 9
La prueba del artículo anterior de la Trinidad de personas en un solo Dios

Todo esto lo sabemos, tanto por los testimonios de la Sagrada Escritura como por las operaciones de las personas de la Trinidad, y principalmente por aquellas que sentimos en nosotros mismos. Los testimonios de las Sagradas Escrituras que nos instruyen a creer en esta Santísima Trinidad están escritos en muchos pasajes del Antiguo Testamento, los cuales no necesitamos enumerar uno por uno, sino solo elegir algunos con discreción y juicio. En Génesis 1:26-27 Dios dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, etc. Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y Génesis 3:22: He aquí, el hombre ha venido a ser como uno de nosotros. Partiendo de este dicho: Hagamos al hombre a nuestra imagen, parece que hay más que una persona en la Deidad; y cuando dice que Dios creó, apunta a la unidad. Es cierto que Él no dice cuántas personas hay, pero lo que nos parece un tanto oscuro en el Antiguo Testamento es muy claro en el Nuevo.

Porque cuando nuestro Señor fue bautizado en el Jordán, se escuchó la voz del Padre, que decía: Este es mi Hijo amado: el Hijo fue visto en el agua y el Espíritu Santo apareció en forma de paloma. Esta forma también es instituida por Cristo en el bautismo de todos los creyentes: bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el Evangelio de Lucas, el ángel Gabriel se dirigió así a María, la madre de nuestro Señor: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por eso el santo Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios. Del mismo modo: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Y: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno. En todos los pasajes se nos enseña perfectamente que hay tres personas en una sola esencia divina. Y aunque esta doctrina supera por mucho toda comprensión humana, no obstante la creemos por medio de la Palabra de Dios, pero esperamos disfrutar en el futuro del conocimiento perfecto y el beneficio del mismo en el cielo.

Además, debemos observar los oficios y las operaciones particulares de estas tres personas para con nosotros. El Padre es llamado nuestro Creador por Su poder; el Hijo es nuestro Salvador y Redentor por Su sangre; el Espíritu Santo es nuestro Santificador por Su morada en nuestros corazones.

Esta doctrina de la Santísima Trinidad ha sido siempre defendida y mantenida por la Iglesia verdadera desde los tiempos de los apóstoles hasta el día de hoy, contra los judíos, los mahometanos y algunos falsos cristianos y herejes, como Marción, Manes, Práxeas, Sabelio, Pablo de Samósata, Arrio y otros similares, que han sido justamente condenados por los padres ortodoxos.

Por lo tanto, en este punto recibimos voluntariamente los tres credos, es decir, el Apostólico, el Niceno y el de Atanasio; así como también todo lo que los antiguos padres concordaron en conformidad con ellos.

ARTÍCULO 10
Jesucristo es Dios verdadero y eterno

Creemos que Jesucristo, según Su naturaleza divina, es el unigénito Hijo de Dios, engendrado desde la eternidad, no hecho ni creado (pues entonces sería una criatura), sino coesencial y coeterno con el Padre, la expresión exacta de Su naturaleza y el resplandor de Su gloria, igual a Él en todas las cosas. Él es el Hijo de Dios, no solo desde el momento en que asumió nuestra naturaleza, sino desde toda la eternidad, tal como nos lo enseñan estos testimonios, cuando se toman en conjunto. Moisés dice que Dios creó el mundo; y Juan dice que todas las cosas fueron hechas por ese Verbo, a quien él llama Dios. Y el apóstol dice que Dios hizo el mundo por Su Hijo; de la misma manera, que Dios creó todas las cosas por medio de Jesucristo. Por lo tanto, es necesario concluir que Él, a quien se le llama Dios, el Verbo, el Hijo y Jesucristo, existía en ese momento cuando todas las cosas fueron creadas por Él. Por eso el profeta Miqueas dice: Y sus orígenes son desde tiempos antiguos, desde los días de la eternidad. Y el apóstol dice: no teniendo principio de días ni fin de vida. Él, por lo tanto, es ese Dios verdadero, eterno y todopoderoso a quien invocamos, adoramos y servimos.

ARTÍCULO 11
El Espíritu Santo es Dios verdadero y eterno

Creemos y confesamos también que el Espíritu Santo desde la eternidad procede del Padre y del Hijo y, por lo tanto, no es hecho, creado ni engendrado, sino que solo procede de ambos; quien en orden es la tercera persona de la Santísima Trinidad, de una misma esencia, majestad y gloria con el Padre y el Hijo; y por lo tanto, es el Dios verdadero y eterno, como nos enseñan las Sagradas Escrituras.

ARTÍCULO 12
La creación

Creemos que el Padre, por el Verbo, es decir, por Su Hijo, creó de la nada el cielo, la tierra y todas las criaturas según le pareció bien, dando a cada criatura su ser, figura, forma y varios oficios para servir a su Creador. Creemos también que Él todavía las sostiene y gobierna por Su providencia eterna y Su poder infinito para que sirvan a la humanidad, con el fin de que el hombre pueda servir a su Dios.

Él también creó buenos a los ángeles, para que fueran Sus mensajeros y sirvieran a Sus elegidos; algunos de los cuales han caído de esa excelencia en la que Dios los creó a la perdición eterna, y los otros, por la gracia de Dios, han permanecido firmes y continúan en su primer estado. Los demonios y los espíritus malignos son tan depravados que son enemigos de Dios y de toda cosa buena, hasta el alcance de su poder, como asesinos que buscan arruinar la Iglesia y a todos sus miembros, y por sus malvadas estrategias destruirlo todo; y por lo tanto están, por su propia maldad, condenados a la perdición eterna, esperando cada día sus horribles tormentos. Por lo tanto, rechazamos y aborrecemos el error de los saduceos que niegan la existencia de espíritus y de ángeles y también el de los maniqueos que afirman que los demonios tienen su origen en ellos mismos y que son malvados por su propia naturaleza, sin haberse corrompido.

ARTÍCULO 13
Providencia divina

Creemos que el mismo Dios, después de haber creado todas las cosas, no las abandonó ni las entregó a la fortuna o a la suerte, sino que las rige y las gobierna de acuerdo con Su santa voluntad, de modo que nada sucede en este mundo sin Su designio; sin embargo, Dios no es autor ni puede ser acusado de los pecados que se cometen. Porque Su poder y bondad son tan grandes e incomprensibles, que Él ordena y ejecuta Su obra de la manera más excelente y justa, incluso cuando los demonios y los hombres malvados actúan injustamente. Y en cuanto a lo que Dios hace que sobrepasa el entendimiento humano, no lo investigaremos curiosamente más allá de nuestra capacidad de comprensión, sino que con la mayor humildad y reverencia adoramos los justos juicios de Dios que nos son ocultos, contentándonos en que somos discípulos de Cristo para aprender solo aquellas cosas que nos ha revelado en Su Palabra sin transgredir estos límites.

Esta doctrina nos brinda un consuelo indescriptible, dado que nos enseña que nada puede sucedernos por casualidad, sino por la dirección de nuestro más bondadoso Padre celestial, quien cuida de nosotros con un cuidado paternal, manteniendo a todas las criaturas bajo tal poder Suyo que ni un cabello de nuestra cabeza (pues están todos contados) ni un pajarillo pueden caer al suelo sin la voluntad de nuestro Padre, en quien confiamos completamente; estando persuadidos de que Él restringe tanto al diablo como a todos nuestros enemigos que, sin Su voluntad y permiso, no pueden hacernos daño. Y por lo tanto, rechazamos ese condenable error de los epicúreos, que dicen que Dios no se preocupa por nada, sino que deja todo al azar.

ARTÍCULO 14
La creación y caída del hombre y su incapacidad para realizar lo que es verdaderamente bueno

Creemos que Dios creó al hombre del polvo de la tierra y lo hizo y lo formó a Su propia imagen y semejanza, bueno, justo y santo, capaz en todas las cosas de conformarse a la voluntad de Dios. Pero en su vanagloria, el hombre no entendió esto, ni reconoció su excelencia, sino que voluntariamente se sometió al pecado y, en consecuencia, a la muerte y la maldición, escuchando las palabras del diablo. Él transgredió el mandamiento de vida que había recibido y por el pecado, se separó de Dios, quien era su verdadera vida, habiendo corrompido su naturaleza completa por lo cual se hizo a sí mismo responsable de la muerte corporal y espiritual. Y habiéndose hecho malvado, perverso y corrupto en todos sus caminos, el hombre ha perdido todos los excelentes dones que había recibido de Dios y solo ha conservado unos cuantos vestigios de ellos, los cuales, sin embargo, son suficientes para dejarlo sin excusa ya que toda la luz que está en nosotros se transforma en oscuridad, como nos enseñan las Escrituras: la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (aquí el apóstol Juan llama “tinieblas” a la humanidad).

Por lo tanto, rechazamos todo lo que se enseña contrario a esto en relación con el libre albedrío del hombre, ya que el hombre no es más que un esclavo del pecado y no tiene nada de sí mismo a menos que le sea dado del cielo. Porque ¿quién puede jactarse de ser capaz de hacer algo bueno por sí mismo cuando Cristo dice: Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió? ¿Quién puede gloriarse en su propia voluntad si entiende que la mente puesta en la carne es enemiga de Dios? ¿Quién puede jactarse de su conocimiento si el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios? En pocas palabras, ¿quién se atreve a sugerir algún pensamiento, sabiendo que no somos suficientes en nosotros mismos para pensar que cosa alguna procede de nosotros, sino que nuestra suficiencia es de Dios? Y por lo tanto, lo que el apóstol dice con justicia debe mantenerse seguro y firme, que Dios es quien obra en nosotros tanto el querer como el hacer, para Su beneplácito. Porque no hay voluntad ni comprensión conforme a la voluntad y el entendimiento divinos, sino lo que Cristo ha obrado en el hombre, lo cual Él nos enseña cuando dice: separados de mí nada podéis hacer.

ARTÍCULO 15
El pecado original

Creemos que por la desobediencia de Adán, el pecado original se extendió a toda la humanidad, el cual es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria con la cual son infectados los bebés en el vientre de su madre y que produce en el hombre todo tipo de pecado, estando en él como una raíz y, por lo tanto, es tan vil y abominable a los ojos de Dios que es suficiente para condenar a toda la humanidad. De ninguna manera es abolido o eliminado por el bautismo, ya que el pecado siempre brota de esta deplorable fuente como el agua de un manantial; sin embargo, no es imputado a los hijos de Dios para condenación, sino que por Su gracia y misericordia les es perdonado. No para que permanezcan confiadamente en el pecado, sino para que la sensación misma de esta corrupción haga que los creyentes a menudo giman, deseando ser liberados de este cuerpo de muerte. Por esto, rechazamos el error de los pelagianos quienes afirman que el pecado solamente procede de la imitación.

ARTÍCULO 16
Elección eterna

Creemos que, habiendo caído toda la descendencia de Adán en perdición y ruina por causa del pecado de nuestros primeros padres, Dios se manifestó tal como Él es, es decir, misericordioso y justo. Misericordioso, porque libera y preserva de esta perdición a todos los que Él, en Su consejo eterno e inmutable, por Su pura bondad, ha elegido en Cristo Jesús nuestro Señor, sin considerar sus obras; y justo, al dejar a los otros en la caída y perdición en la que ellos mismos se han arrojado.

ARTÍCULO 17
La restauración del hombre caído

Creemos que nuestro muy misericordioso Dios, en Su admirable sabiduría y bondad, viendo que el hombre se había lanzado a la muerte temporal y espiritual y se había hecho totalmente miserable, se complació en buscarlo y consolarlo cuando temblando huía de Su presencia, prometiéndole que le daría a Su Hijo, que sería nacido de mujer, para herir a la serpiente en la cabeza y que lo bendeciría. 

ARTÍCULO 18
De la encarnación de Jesucristo

Confesamos, por lo tanto, que Dios cumplió la promesa que hizo a los padres por boca de Sus santos profetas cuando envió al mundo, en el momento designado por Él, a Su propio Hijo unigénito y eterno, que tomó forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres, asumiendo realmente la verdadera naturaleza humana, con todas sus debilidades, pero sin pecado, siendo concebido en el vientre de la bendita Virgen María, por el poder del Espíritu Santo, sin intervención humana; y no solo asumió la naturaleza humana en cuanto al cuerpo, sino también un alma humana verdadera, para que pudiera ser un hombre real. Porque ya que tanto el alma como el cuerpo se perdieron, era necesario que Él tomara ambos sobre Sí, para salvar a ambos. Por lo tanto, confesamos (en oposición a la herejía de los anabaptistas, que niegan que Cristo asumió la carne humana de Su madre) que Cristo participó de la carne y sangre de los hijos; que es uno de los descendientes de David según la carne; nació de la descendencia de David según la carne; fruto del vientre de la Virgen María; nacido de mujer; un renuevo de David; un retoño del tronco de Isaí; descendió de la tribu de Judá; habiendo descendido de los judíos según la carne: de la descendencia de Abraham, ya que tomó sobre Él la simiente de Abraham, y se hizo semejante a Sus hermanos en todo, pero sin pecado; así que en verdad Él es nuestro Emmanuel, es decir, Dios con nosotros.

ARTÍCULO 19
La unión y distinción de las dos naturalezas en la persona de Cristo

Creemos que, según esta concepción, la persona del Hijo está inseparablemente unida y conectada con la naturaleza humana, de modo que no hay dos Hijos de Dios, ni dos personas, sino dos naturalezas unidas en una sola persona; sin embargo, cada naturaleza conserva sus propias propiedades distintivas. Así como la naturaleza divina siempre ha permanecido no creada, sin principio de días ni fin de vida, llenando el cielo y la tierra, así también la naturaleza humana no ha perdido sus propiedades, sino que sigue siendo una criatura, teniendo principio de días, siendo una naturaleza finita, y reteniendo todas las propiedades de un cuerpo real. Y aunque por Su resurrección ha dado inmortalidad a la misma, no ha cambiado, sin embargo, la realidad de Su naturaleza humana, ya que nuestra salvación y resurrección también dependen de la realidad de Su cuerpo.

Pero estas dos naturalezas están tan unidas en una sola persona que no fueron separadas ni siquiera por Su muerte. Por lo tanto, lo que Él, al morir, encomendó en las manos de Su Padre, fue un verdadero espíritu humano, saliendo de Su cuerpo. Pero mientras tanto, la naturaleza divina siempre se mantuvo unida con la humana, incluso cuando yacía en la tumba; y la Deidad no dejó de estar en Él, más de lo que estaba cuando era un bebé, aunque no se manifestó tan claramente por un tiempo. Por lo cual, confesamos que Él es verdadero Dios y verdadero hombre: verdadero Dios por Su poder para conquistar la muerte, y verdadero hombre para que Él pudiera morir por nosotros conforme a la debilidad de Su carne.

ARTÍCULO 20
Dios ha manifestado Su justicia y misericordia en Cristo

Creemos que Dios, quien es perfectamente misericordioso y justo, envió a Su Hijo para asumir la naturaleza en la cual la desobediencia fue cometida, para hacer satisfacción en la misma y para llevar el castigo del pecado mediante Su más amarga pasión y muerte. Por lo tanto, Dios manifestó Su justicia contra Su Hijo cuando puso sobre Él nuestras iniquidades; y derramó Su misericordia y bondad sobre nosotros, que éramos culpables y dignos de condenación, por Su puro y perfecto amor, dando Su Hijo a la muerte por nosotros y resucitándolo para nuestra justificación, para que a través de Él obtengamos la inmortalidad y vida eterna.

ARTÍCULO 21
La satisfacción de Cristo, nuestro único Sumo Sacerdote, por nosotros

Creemos que Jesucristo fue ordenado con un juramento para ser un Sumo Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, y que se ha presentado ante el Padre por nosotros para apaciguar Su ira con Su plena satisfacción, ofreciéndose a Sí Mismo sobre el madero de la cruz, y derramando Su preciosa sangre para expiar nuestros pecados, tal como lo habían predicho los profetas. Porque escrito está: Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, y por Sus heridas hemos sido sanados. Como cordero fue llevado al matadero y contado con los transgresores; y condenado por Poncio Pilato como malhechor, aunque primero lo declaró inocente. Por lo tanto, devolvió aquello que no robó, y sufrió el justo por los injustos, tanto en Su cuerpo como en Su alma, sintiendo el terrible castigo que merecían nuestros pecados; de tal manera que Su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra. Exclamó a gran voz, diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? y sufrió todo esto por la remisión de nuestros pecados.

Por lo tanto, decimos justamente con el apóstol Pablo que nada nos proponemos saber excepto a Jesucristo, y a este crucificado, y que estimamos como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, el Señor, en cuyas heridas encontramos todo tipo de consuelo. Tampoco es necesario buscar o inventar ningún otro medio de reconciliación con Dios que este único sacrificio, ofrecido solo una vez, por el cual los creyentes son hechos perfectos para siempre. Esta es también la razón por la cual fue llamado Jesús por el ángel de Dios, esto es, Salvador, porque Él salvaría a Su pueblo de sus pecados.

ARTÍCULO 22
Nuestra justificación por la fe en Jesucristo

Creemos que para alcanzar el verdadero conocimiento de este gran misterio, el Espíritu Santo enciende en nuestros corazones una fe verdadera, la cual abraza a Jesucristo con todos Sus méritos, se apropia de Él y no busca nada más fuera de Él. Porque es necesario que, o bien todas las cosas que son requeridas para nuestra salvación no estén en Jesucristo, o bien, si todas las cosas están en Él, que entonces los que poseen a Jesucristo por la fe tengan una salvación completa en Él. Y por tanto, que alguien afirme que Cristo no es suficiente, sino que se requiere de algo además de Él, sería una grave blasfemia, pues está concluyendo que Cristo no es más que un Salvador a medias.

Por eso, decimos justamente con Pablo que somos justificados por la fe sola, o por la fe sin obras. Sin embargo, para hablar más claramente, no queremos decir que la fe en sí misma nos justifica, ya que es solo un instrumento con el que abrazamos a Cristo, nuestra justicia. Pero Jesucristo, imputándonos todos Sus méritos y tantas obras santas que ha hecho por nosotros y en nuestro lugar, es nuestra justicia. Y la fe es un instrumento que nos mantiene en comunión con Él en todos Sus beneficios, los cuales, al llegar a ser nuestros, son más que suficientes para absolvernos de nuestros pecados.

ARTÍCULO 23
En qué consiste nuestra justificación ante Dios

Creemos que nuestra salvación consiste en la remisión de nuestros pecados por causa de Jesucristo, y que en eso está implícita nuestra justicia ante Dios; como David y Pablo nos enseñan, declarando que bienaventurado es el hombre al que Dios le atribuye justicia sin obras. Y el mismo apóstol dice que somos justificados gratuitamente por Su gracia por medio de la redención que es en Cristo Jesús.

Y por eso, siempre mantenemos este fundamento, atribuyendo toda la gloria a Dios, humillándonos ante Él y reconociendo que somos tal como realmente somos, sin presumir de confiar en nada en nosotros mismos o en ningún mérito nuestro, confiando y descansando solo en la obediencia de Cristo crucificado, que se vuelve nuestra cuando creemos en Él. Esto es suficiente para cubrir todas nuestras iniquidades y darnos confianza para acercarnos a Dios; liberando la conciencia del miedo, del terror y del temor, sin seguir el ejemplo de nuestro primer padre, Adán, quien temblando, intentó cubrirse con hojas de higuera. Y ciertamente, si tuviéramos que comparecer ante Dios confiando en nosotros mismos o en cualquier otra criatura, aunque sea un poco (¡ay de nosotros!), seríamos consumidos. Por tanto, es necesario que cada uno ore con David: Oh Señor, no entres en juicio con tu siervo, porque no es justo delante de ti ningún viviente.

ARTÍCULO 24
La santificación del hombre y las buenas obras

Creemos que esta fe verdadera, forjada en el hombre al escuchar la Palabra de Dios y la operación del Espíritu Santo, lo regenera y lo convierte en un hombre nuevo, haciéndolo vivir una vida nueva y liberándolo de la esclavitud del pecado. Por eso, está muy lejos de ser cierto que esta fe justificadora haga que los hombres sean negligentes con respecto a una vida santa y piadosa, por el contrario, sin esta fe nunca harían nada por amor a Dios, sino solo por amor a sí mismos o por miedo a la condenación. Por lo tanto, es imposible que esta fe santa quede sin fruto en el hombre; porque no hablamos de una fe vacía, sino de una fe tal que en la Escritura se le llama la fe que obra por amor, la cual mueve al hombre a practicar las obras que Dios ha ordenado en Su Palabra. Tales obras, que proceden de la buena raíz de la fe, son buenas y aceptables a los ojos de Dios, ya que todas son santificadas por Su gracia; no obstante, no cuentan para nuestra justificación. Pues por la fe en Cristo somos justificados, incluso antes de hacer buenas obras; de otra manera no pudieran ser buenas obras, como tampoco el fruto de un árbol puede ser bueno antes de que el árbol mismo sea bueno.

Por consiguiente, hacemos buenas obras, pero no para obtener mérito por ellas (porque ¿qué podemos merecer?). Más bien estamos en deuda con Dios por las buenas obras que hacemos y no Él en deuda con nosotros, ya que Dios es quien obra en nosotros tanto el querer como el hacer, para Su beneplácito. Por lo tanto, prestemos atención a lo que está escrito: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: “Siervos inútiles somos; hemos hecho solo lo que debíamos haber hecho”.

Mientras tanto, no negamos que Dios recompense nuestras buenas obras, pero es por Su gracia que Él corona Sus dones. Además, aunque hacemos buenas obras, no alcanzamos nuestra salvación por ellas; porque no podemos hacer ninguna obra sin que esté contaminada por nuestra carne, y sea digna de ser castigada; y aunque pudiéramos hacer tales obras, el solo recuerdo de un pecado es suficiente para hacer que Dios las rechace. De modo que siempre estaríamos en duda, sacudidos de un lado a otro sin ninguna certeza y nuestras pobres conciencias estarían continuamente atormentadas si no confiaran en los méritos del sufrimiento y la muerte de nuestro Salvador.

ARTÍCULO 25
La abolición de la ley ceremonial

Creemos que las ceremonias y las figuras de la ley cesaron con la venida de Cristo y que todas las sombras se cumplieron, de modo que su uso debe ser abolido entre los cristianos; sin embargo, la verdad y la sustancia de ellas permanecen con nosotros en Jesucristo, en quien tienen su culminación. Mientras tanto, todavía usamos los testimonios tomados de la ley y de los profetas, para confirmarnos en la doctrina del Evangelio y para regular nuestra vida con toda honestidad para la gloria de Dios, de acuerdo a Su voluntad.

ARTÍCULO 26
La intercesión de Cristo

Creemos que no tenemos acceso a Dios, sino solo a través del único Mediador y Abogado, Jesucristo el Justo, quien por lo tanto se hizo hombre, uniendo en una persona la naturaleza divina y la humana, para que nosotros los hombres tuviéramos acceso a la divina Majestad, cuyo acceso, de lo contrario, estaría prohibido para nosotros. Pero este Mediador, a quien el Padre ha designado entre Él y nosotros, no debe de ninguna manera atemorizarnos por Su majestad ni hacer que busquemos a otro de acuerdo con nuestro antojo. Porque no hay criatura, ni en el cielo ni en la tierra, que nos ame más que Jesucristo; el cual, aunque existía en forma de Dios, se despojó a Sí mismo tomando forma de hombre y de siervo por nosotros y fue hecho semejante a Sus hermanos en todo. Entonces, si buscamos otro mediador que nos sea favorable, ¿a quién podríamos encontrar que nos amara más que Aquel que dio Su vida por nosotros, aun cuando éramos Sus enemigos? Y si buscamos a alguien que tenga poder y majestad, ¿quién tiene tanto de las dos cosas como Aquel que está sentado a la diestra de Su Padre, y que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra? ¿Y quién será escuchado con mayor prontitud que el propio y bienamado Hijo de Dios?

Por lo tanto, fue solo por la desconfianza que se introdujo esta práctica de deshonrar en lugar de honrar a los santos, haciendo lo que ellos nunca hicieron ni exigieron, sino que, por el contrario, rechazaron firmemente, como era su deber, tal como aparece en sus escritos. Tampoco debemos alegar aquí nuestra indignidad; porque no se trata de que debemos ofrecer nuestras oraciones a Dios con base en nuestro propio mérito, sino solo por la excelencia y el mérito del Señor Jesucristo, cuya justicia ha llegado a ser nuestra por la fe.

Por lo tanto, el apóstol, para eliminar este insensato temor, o más bien desconfianza de nosotros, acertadamente dice que Jesucristo fue hecho semejante a Sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote, para hacer propiciación por los pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue tentado en el sufrimiento, es poderoso para socorrer a los que son tentados. Y para alentarnos aún más, agrega: Teniendo, pues, un gran Sumo Sacerdote que trascendió los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra fe. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna. El mismo apóstol dice: teniendo confianza para entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, etc. Del mismo modo, Cristo conserva Su sacerdocio inmutable, por lo cual Él también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos.

¿Qué más se puede requerir? ya que Cristo mismo dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. ¿Con qué propósito deberíamos buscar otro defensor, habiendo agradado a Dios el darnos a Su propio Hijo como nuestro Abogado? No lo abandonemos para tomar otro, o más bien para buscar a otro, sin poder encontrarlo; porque Dios sabía bien que éramos pecadores cuando nos dio a Su Hijo.

Por lo tanto, de acuerdo al mandato de Cristo, invocamos al Padre celestial a través de Jesucristo, nuestro único Mediador, como se nos enseña en el Padrenuestro; estando seguros de que cualquier cosa que le pidamos al Padre en Su Nombre nos será concedida.

ARTÍCULO 27
La Iglesia cristiana católica

Creemos y profesamos una Iglesia católica o universal, que es una congregación santa de verdaderos creyentes cristianos que esperan su salvación en Jesucristo, siendo lavados por Su sangre, santificados y sellados por el Espíritu Santo.

Esta Iglesia ha existido desde el principio del mundo y existirá hasta el fin del mundo; esto resulta evidente por el hecho de que Cristo es un Rey eterno, lo cual, sin súbditos Él no pudiera ser. Y esta santa Iglesia es preservada o auxiliada por Dios contra la furia del mundo entero; aunque a veces (por un tiempo) parezca muy pequeña y a los ojos de los hombres quede reducida a nada, como durante el peligroso reinado de Acab, cuando sin embargo el Señor reservó para Sí mismo siete mil hombres que no habían doblado sus rodillas ante Baal.

Además, esta santa Iglesia no está confinada, atada o limitada a un determinado lugar o a ciertas personas, sino que está diseminada y dispersa por todo el mundo; y aun así, está vinculada y unida en corazón y voluntad, por el poder de la fe, en un mismo espíritu.

ARTÍCULO 28
Cada uno está obligado a unirse a la Iglesia verdadera

Creemos, dado que esta sagrada congregación es una asamblea de los que son salvos y que fuera de ella no hay salvación, que ninguna persona, cualquiera que sea su estado o condición, debe retirarse de la Iglesia para vivir en un estado de separación; sino que todos los hombres tienen el deber de sujetarse y unirse a ella, manteniendo la unidad de la Iglesia, sometiéndose a la doctrina y disciplina de la misma, inclinando su cerviz bajo el yugo de Jesucristo, y como miembros mutuos del mismo cuerpo, sirviendo para la edificación de los hermanos de acuerdo con los talentos que Dios les ha dado.

Y para preservar esta unidad de manera más efectiva, es el deber de todos los creyentes, de acuerdo con la Palabra de Dios, separarse de aquellos que no pertenecen a la Iglesia y unirse a esta congregación donde sea que Dios la haya establecido, incluso en los casos en que los magistrados y los edictos de los príncipes lo prohíban; sí, aunque sufran la muerte o cualquier otro tipo de castigo corporal. Por lo tanto, todos aquellos que se separan de la Iglesia o no se unen a ella, actúan en contra de la ordenanza de Dios.

ARTÍCULO 29
Las marcas de la Iglesia verdadera y dónde difiere de la iglesia falsa

Creemos que debemos discernir diligente y cuidadosamente de la Palabra de Dios, cuál es la Iglesia verdadera, ya que todas las sectas del mundo se hacen llamar “la Iglesia”. Pero aquí no hablamos de los hipócritas que están mezclados con los buenos en la Iglesia, pero que no son de la Iglesia, aunque externamente están en ella, sino que hablamos de que debemos distinguir el cuerpo y la comunión de la Iglesia verdadera de todas las sectas que dicen que son “la Iglesia”.

Las marcas por las cuales se conoce a la  Iglesia verdadera son estas: si en ella se predica la doctrina pura del Evangelio; si mantiene la administración pura de los sacramentos instituidos por Cristo; si se ejerce la disciplina de la Iglesia al castigar el pecado; en resumen, si todas las cosas se manejan de acuerdo con la pura Palabra de Dios, todas las cosas contrarias a ella son rechazadas y Jesucristo es reconocido como la única Cabeza de la Iglesia. Por estas marcas se puede reconocer con certeza a la Iglesia verdadera, de la cual ningún hombre tiene derecho a separarse.

Con respecto a aquellos que son miembros de la Iglesia, pueden ser conocidos por las marcas de un cristiano, es decir, por la fe; porque habiendo recibido a Jesucristo el único Salvador, evitan el pecado, siguen la justicia, aman al Dios verdadero y a su prójimo, no se desvían ni a la derecha ni a la izquierda y crucifican la carne junto con sus obras. Pero esto no debe entenderse como si no quedaran en ellos grandes debilidades; sino que luchan contra ellas por medio del Espíritu todos los días de su vida, refugiándose continuamente en la sangre, la muerte, la pasión y la obediencia de nuestro Señor Jesucristo, en quien ellos tienen el perdón de pecados por la fe en Él.

En cuanto a la iglesia falsa, ella se atribuye más poder y autoridad a sí misma y a sus ordenanzas que a la Palabra de Dios y no se someterá al yugo de Cristo. Tampoco administra los sacramentos designados por Cristo en Su Palabra, sino que agrega y quita de ellos como mejor le parece; confía más en los hombres que en Cristo y persigue a los que viven en santidad según la Palabra de Dios, y la reprende por sus errores, codicia e idolatría. Estas dos iglesias se reconocen y distinguen fácilmente y entre sí.

ARTÍCULO 30
El gobierno y los oficios en la Iglesia

Creemos que esta Iglesia verdadera debe regirse por la política espiritual que nuestro Señor nos ha enseñado en Su Palabra, a saber, que debe haber ministros o pastores para predicar la Palabra de Dios y administrar los sacramentos; también ancianos y diáconos quienes, junto con los pastores, constituyan el concilio de la Iglesia; que por estos medios se preserve la verdadera religión y se propague por doquier la verdadera doctrina, como también que se corrija y restrinja a los transgresores por medios espirituales; además, que se alivie y consuele a los pobres y afligidos, según sus necesidades. Por estos medios todo en la Iglesia se llevará a cabo con buen orden y decencia, al escogerse a hombres fieles según la regla prescrita por el apóstol Pablo en su epístola a Timoteo.

ARTÍCULO 31
Los ministros, ancianos y diáconos

Creemos que los ministros de la Palabra de Dios, y los ancianos y diáconos, deben ser elegidos para sus respectivos oficios mediante una elección legítima de la Iglesia, invocando el nombre del Señor y en el orden que enseña la Palabra de Dios. Por lo tanto, cada uno debe tener cuidado de no imponerse por medios inapropiados, sino que está obligado a esperar hasta que le agrade a Dios llamarlo, para que pueda estar seguro de su llamado y tener la certeza de que esto proviene del Señor.

En cuanto a los ministros de la Palabra de Dios, tienen igualmente el mismo poder y autoridad dondequiera que estén, ya que todos son ministros de Cristo, el único Obispo universal y la única Cabeza de la Iglesia. Además, para que esta sagrada ordenanza de Dios no sea violada ni menospreciada, decimos que todos deben tener en alta estima a los ministros de la Palabra de Dios y a los ancianos de la Iglesia por causa de la obra que realizan y estar en paz con ellos sin murmuración, conflicto ni contienda, tanto como sea posible.

ARTÍCULO 32
El orden y la disciplina de la Iglesia

Mientras tanto, creemos que, aunque es útil y beneficioso que quienes gobiernan la Iglesia instituyan y establezcan ciertas ordenanzas entre ellos para mantener el cuerpo de la Iglesia, sin embargo, deben tener cuidado de no apartarse de las cosas que Cristo, nuestro único Maestro, ha instituido. Y por lo tanto, rechazamos toda invención humana y todo mandamiento que el hombre pueda introducir en la adoración a Dios, con el fin de atar y obligar la conciencia en cualquier manera.

Por lo tanto, admitimos solo aquello que tiende a fomentar y preservar la concordia y la unidad, y a mantener a todos los hombres en obediencia a Dios. Para este propósito es necesaria la excomunión o la disciplina eclesiástica y todo lo que ella implica, según la Palabra de Dios.

ARTÍCULO 33
Los sacramentos

Creemos que nuestro Dios misericordioso, a causa de nuestras flaquezas y debilidades, nos ha ordenado los sacramentos para sellar en nosotros Sus promesas, y para ser garantías de Su buena voluntad y Su gracia para con nosotros; así como también para nutrir y fortalecer nuestra fe. Dios ha unido los sacramentos a la Palabra del Evangelio para presentar de una mejor forma a nuestros sentidos tanto lo que Él nos enseña por Su Palabra como lo que Él obra internamente en nuestros corazones, asegurando y confirmando así en nosotros la salvación que nos imparte. Porque son señales y sellos visibles de algo que es interno e invisible, por medio de los cuales Dios obra en nosotros por el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, las señales no son vanas o insignificantes, como para engañarnos. Porque Jesucristo es el verdadero objeto presentado por ellas, sin el cual no tendrían ningún valor.

Además, estamos satisfechos con el número de sacramentos que Cristo nuestro Señor ha instituido, que son solo dos, a saber, el sacramento del bautismo y la Santa Cena de nuestro Señor Jesucristo.

ARTÍCULO 34
El santo bautismo

Creemos y confesamos que Jesucristo, quien es el fin de la ley, por el derramamiento de Su sangre, ha terminado con todos los demás derramamientos de sangre que los hombres harían o pudieran hacer como propiciación o satisfacción por el pecado, y que Él, habiendo abolido la circuncisión, que fue hecha con sangre, ha instituido en su lugar el sacramento del bautismo por el cual somos recibidos en la Iglesia de Dios y separados de todos los demás pueblos y religiones extrañas, para pertenecer enteramente a Él, cuya marca e insignia portamos, y el cual nos sirve también de testimonio de que Él será siempre nuestro Dios y Padre misericordioso.

Por lo tanto, Él ha ordenado a todos los que son Suyos que sean bautizados con agua pura, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, dándonos a entender que así como el agua lava la inmundicia del cuerpo, cuando se derrama sobre él, y se ve en el cuerpo del bautizado al ser rociada sobre él, así la sangre de Cristo, por el poder del Espíritu Santo, rocía internamente el alma, la limpia de sus pecados y nos regenera de ser hijos de ira a ser hijos de Dios. No es que esto suceda por el agua externa, sino por el rociamiento de la preciosa sangre del Hijo de Dios, quien es nuestro mar Rojo, a través del cual debemos pasar para escapar de la tiranía del Faraón, es decir, el diablo, y entrar en la tierra espiritual de Canaán.

Por lo tanto, los ministros por su parte administran el sacramento y lo que es visible, pero nuestro Señor da lo que el sacramento significa, a saber, los dones y la gracia invisible; el lavamiento, limpieza y purificación de nuestras almas de toda inmundicia e injusticia; renovando nuestros corazones y llenándolos de todo consuelo; dándonos una verdadera seguridad de Su bondad paternal; revistiéndonos del nuevo hombre y despojándonos del viejo hombre con todas sus obras.

Por lo tanto, creemos que todo hombre que aspire seriamente a entrar en la vida eterna debe ser bautizado una vez con este único bautismo, sin repetirlo nunca más, ya que no podemos nacer dos veces. Tampoco este bautismo nos sirve solamente en el momento en que el agua es vertida sobre nosotros y recibida por nosotros, sino también durante todo el curso de nuestra vida.

Por lo tanto, detestamos el error de los anabaptistas, que no se contentan con el único bautismo que una vez recibieron y que además condenan el bautismo de los niños de creyentes, quienes creemos deben ser bautizados y sellados con la señal del pacto, como anteriormente los niños en Israel eran circuncidados con las mismas promesas hechas a nuestros hijos. Y en verdad, Cristo derramó Su sangre tanto para lavar a los hijos de los fieles como para las personas adultas y, por ello, los infantes deben recibir la señal y el sacramento de lo que Cristo ha hecho por ellos; como el Señor ordenó en la ley, que ellos fuesen hechos partícipes del sacramento del sufrimiento y la muerte de Cristo poco después de haber nacido, ofreciendo por ellos un cordero, el cual era un sacramento de Jesucristo. Además, lo que la circuncisión era para los judíos, el bautismo lo es para nuestros niños. Y por esta razón, Pablo llama al bautismo la circuncisión de Cristo.

ARTÍCULO 35
La Santa Cena de nuestro Señor Jesucristo

Creemos y confesamos que nuestro Salvador Jesucristo ordenó e instituyó el sacramento de la Santa Cena para nutrir y apoyar a aquellos a quienes ya ha regenerado e incorporado a Su familia, que es Su Iglesia.

Ahora bien, los que son regenerados tienen en ellos una dualidad de vida: una vida corporal y temporal, que poseen desde el primer nacimiento y es común a todos los hombres; la otra espiritual y celestial, que les es dada en su segundo nacimiento, el cual es efectuado por la Palabra del Evangelio en la comunión del cuerpo de Cristo; esta vida no es común, sino que es peculiar a los elegidos de Dios. De la misma manera, Dios nos ha dado, para sustento de la vida corporal y terrenal, pan terrenal y común que está al servicio de ella y es común a todos los hombres, así como lo es la vida misma. Pero para sostener la vida espiritual y celestial que los creyentes tienen, Él ha enviado un pan vivo que descendió del cielo, esto es, a Jesucristo, que nutre y fortalece la vida espiritual de los creyentes cuando ellos lo comen, es decir, cuando se apropian de Él y lo reciben por fe en el espíritu.

Cristo, para representar ante nosotros este pan espiritual y celestial, ha instituido un pan terrenal y visible como sacramento de Su cuerpo y vino como sacramento de Su sangre, para testificarnos por medio de ellos que, tan cierto como que recibimos y sostenemos ese sacramento en nuestras manos y lo comemos y bebemos con nuestras bocas, con lo que nuestra vida es alimentada posteriormente, así mismo recibimos por la fe (que es la mano y la boca de nuestra alma) el verdadero cuerpo y sangre de Cristo el único Salvador de nuestras almas, para el sustento de nuestra vida espiritual.

Ahora bien, como es cierto y sin lugar a dudas que Jesucristo no nos ha ordenado la práctica de Sus sacramentos en vano, así también Él obra en nosotros todo lo que Él representa con estas santas señales, aunque la manera que lo hace supera nuestro entendimiento y no lo podemos comprender, ya que la obra del Espíritu Santo es oculta e incomprensible. Mientras tanto, no nos equivocamos cuando decimos que lo que comemos y bebemos es el propio cuerpo natural y la propia sangre de Cristo. Pero la manera en que participamos de ello no es por la boca, sino por el Espíritu por medio de la fe. Así pues, aunque Cristo permanece sentado a la diestra de Su Padre en los cielos, Él no cesa de hacernos partícipes de Sí mismo por la fe. Este banquete es una mesa espiritual en la que Cristo se comunica Él mismo, con todos Sus beneficios, a nosotros, y allí nos da tanto para disfrutar de Sí mismo como de los méritos de Sus sufrimientos y muerte, alimentando, fortaleciendo y consolando nuestras pobres almas desoladas al comer de Su carne, avivándolas y refrescándolas al beber de Su sangre.

Además, aunque los sacramentos y lo que significan están conectados, no todas las personas reciben ambos. El impío ciertamente recibe el sacramento para su condenación, pero no recibe la verdad del sacramento. Como Judas y Simón el mago, ambos en verdad recibieron el sacramento, pero no a Cristo a quien este representaba, de quien solamente los creyentes participan.

Por último, recibimos este sacramento sagrado en la asamblea del pueblo de Dios con humildad y reverencia, manteniendo entre nosotros un santo recuerdo de la muerte de Cristo nuestro Salvador con acción de gracias, haciendo allí confesión de nuestra fe y de la religión cristiana. Por lo tanto, nadie debería venir a esta mesa sin antes haberse examinado cuidadosamente, no sea que al comer de este pan y al beber de esta copa coma y beba juicio para sí. En resumen, por la práctica de este sacramento sagrado somos movidos a un amor ferviente hacia Dios y hacia nuestro prójimo.

Por lo tanto, rechazamos como una profanación de los sacramentos todas las mezclas e invenciones condenables que los hombres han agregado y combinado con los sacramentos y afirmamos que debemos estar contentos con la ordenanza que Cristo y Sus apóstoles nos enseñaron y que debemos hablar de estas cosas de la misma manera que ellos hablaron.

ARTÍCULO 36
Los magistrados

Creemos que nuestro Dios misericordioso, por causa de la depravación de la humanidad, ha designado reyes, príncipes y magistrados, ya que desea que el mundo se rija por ciertas leyes y políticas para que el desenfreno de los hombres pueda ser restringido y todo se haga entre ellos con buen orden y decencia. Para este propósito, ha investido a la magistratura con la espada, para el castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen el bien. Y su oficio no es solo cuidar y velar por el bienestar del estado civil, sino también proteger el ministerio sagrado y así puedan eliminar y prevenir toda idolatría y adoración falsa, para que el reino del anticristo sea así destruido y el reino de Cristo promovido. Deben, por lo tanto, permitir la predicación de la Palabra del Evangelio en todas partes, para que Dios sea honrado y adorado por todos, como lo ordena en Su Palabra.

Además, es el deber ineludible de todos, cualquiera sea su estado, cualidad o condición, someterse a las autoridades; pagar tributo, mostrarles el debido honor y respeto y obedecerlos en todo lo que no sea contrario a la Palabra de Dios; y suplicar por ellos en sus oraciones, para que Dios pueda gobernarlos y guiarlos en todos sus caminos y que podamos así llevar una vida tranquila y sosegada con toda piedad y dignidad.

Por tanto, detestamos el error de los anabaptistas y otras personas sediciosas y en general de todos aquellos que rechazan los poderes superiores y a los magistrados, y quieren subvertir la justicia, introducir la propiedad común de bienes, y perturbar la decencia y el buen orden que Dios ha establecido entre los hombres.

ARTÍCULO 37
El juicio final

Finalmente, creemos de acuerdo con la Palabra de Dios que, cuando llegue el tiempo designado por el Señor (que es desconocido para todas Sus criaturas) y el número de los elegidos sea completado, nuestro Señor Jesucristo vendrá del cielo, corporal y visiblemente, tal como ascendió, con gran gloria y majestad para declararse Juez de vivos y muertos, quemando con fuego y llamas este viejo mundo para purificarlo. Y luego, todos los hombres se presentarán individualmente ante este gran Juez, tanto hombres como mujeres y niños, que han existido desde el principio hasta el fin del mundo, siendo convocados por la voz del arcángel y por el sonido de la trompeta de Dios. Pues todos los muertos serán levantados de sus tumbas y sus almas serán unidas con los respectivos cuerpos en los que vivieron. En cuanto a quienes estén aún vivos, no morirán como los otros, sino que serán transformados en un abrir y cerrar de ojos y lo corruptible se volverá incorruptible.

Entonces los libros (es decir, las conciencias) serán abiertos y los muertos serán juzgados según lo que hayan hecho en este mundo, ya sea bueno o malo. No solo eso, sino que también los hombres darán cuenta de cada palabra ociosa que hayan hablado, esas que para el mundo son solo chiste y por diversión, y luego los secretos y la hipocresía de los hombres serán revelados y expuestos a la vista de todos.

Y por lo tanto, el solo pensar en este juicio es ciertamente terrible y espantoso para los malvados e impíos, pero muy deseable y consolador para los justos y los elegidos porque entonces su plena liberación será perfeccionada y allí recibirán los frutos de su trabajo y las penas que han soportado. Su inocencia será reconocida por todos y verán la terrible venganza que Dios traerá sobre los malvados, que los persiguieron, oprimieron y atormentaron tan cruelmente en este mundo. Ellos serán condenados por el testimonio de sus propias conciencias y, siendo inmortales, serán atormentados en ese fuego eterno que está preparado para el diablo y sus ángeles. Pero, por el contrario, los fieles y los elegidos serán coronados de gloria y honor, y el Hijo de Dios confesará sus nombres ante Dios Su Padre y Sus ángeles elegidos. Toda lágrima será enjugada de sus ojos y su causa, que ahora es condenada por muchos jueces y magistrados como herética e impía, será reconocida como la causa del Hijo de Dios. Y como una recompensa de gracia, el Señor les dará una gloria tal que el corazón del hombre nunca ha podido concebir.

Por tanto, esperamos ese gran día con el más ardiente deseo, para que podamos disfrutar plenamente de las promesas de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Amén.Amén. Ven, Señor Jesús (Ap. 22:20).


Las traducciones de los credos y las confesiones de fe históricos son originales de Ministerios Ligonier © 2020, excepto la Confesión de Fe de Westminster, el Catecismo Menor de Westminster y el Catecismo Mayor de Westminster los cuales fueron usados con permiso de la Confraternidad Latinoamericana de Iglesias Reformadas © 2010.



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