La Confesión de Fe de Westminster
Capítulo Uno
De las Sagradas Escrituras
I.1 Aunque la luz de la naturaleza, las obras de la creación y providencia manifiestan la bondad, la sabiduría y el poder de Dios de tal manera que los seres humanos no tienen excusa delante de Dios; sin embargo, estas no son suficientes para dar aquel conocimiento de Dios y de su voluntad que es necesario para la salvación. Por lo tanto, agradó al Señor, en diferentes épocas y de diversas maneras, revelarse a sí mismo y declarar su voluntad a su Iglesia. Luego, para la mejor preservación y propagación de la verdad, y para el establecimiento y consuelo más seguros de la Iglesia contra la corrupción de la carne, la malicia de Satanás y del mundo, le agradó también poner por escrito dicha revelación, en forma completa. Ello hace que las Santas Escrituras sean de lo más necesarias, puesto que ahora han cesado ya aquellos modos anteriores por los cuales Dios reveló su voluntad a su pueblo.
I.2 Bajo el nombre de Santas Escrituras, o Palabra de Dios escrita, están contenidos todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamentos, todos los cuales fueron dados por inspiración de Dios para que sean la regla de fe y vida. Estos libros son:
Del Antiguo Testamento
Génesis
Éxodo
Levítico
Números
Deuteronomio
Josué
Jueces
Ruth
I Samuel
II Samuel
I Reyes
II Reyes
I Crónicas
II Crónicas
Esdras
Nehemías
Ester
Job
Salmos
Proverbios
Eclesiastés
Daniel
Oseas
Joel
Amós
Abdías
Jonás
Miqueas
Nahum
Cantar de los Cantares
Isaías
Jeremías
Lamentaciones
Ezequiel
Habacuc
Sofonías
Hageo
Zacarías
Malaquías
Del Nuevo Testamento
Los Evangelios según:
— Mateo
— Marcos
— Lucas
— Juan
Los Hechos de los Apóstoles
Las epístolas de Pablo a los:
— Romanos
— I Corintios
— II Corintios
— Gálatas
— Efesios
— Filipenses
— Colosenses
— I Tesalonicenses
— II Tesalonicenses
— I Timoteo
— II Timoteo
— Tito
— Filemón
La epístola a los Hebreos
La epístola de Santiago
Las 1a y 2a epístolas de Pedro
Las 1a y 2a, y 3a epístolas de Juan
La epístola de Judas
El Apocalipsis de Juan
I.3 Los libros comúnmente llamados Apócrifos no siendo de inspiración divina, no son parte del canon de la Biblia, y por tanto no tienen autoridad en la Iglesia de Dios, ni deben ser aprobados o usados de otra manera que como escritos humanos.
I.4 La autoridad de las Sagradas Escrituras, por la cual deben ser creídas y obedecidas, no depende del testimonio de ningún ser humano o iglesia, sino enteramente de Dios (quien es la Verdad en sí mismo), el autor de ellas, y por lo tanto deben ser recibidas porque son la Palabra de Dios.
I.5 El testimonio de la Iglesia puede movernos e inducirnos a tener una estimación alta y reverencial por las Santas Escrituras. Asimismo, constituyen argumentos por los cuales ellas evidencian abundantemente, por sí mismas, ser la Palabra de Dios: el carácter celestial de su contenido, la eficacia de su doctrina, la majestad de su estilo, la armonía de todas sus partes, el propósito de todo su conjunto (que es dar toda gloria a Dios), la plena revelación que hacen del único camino de la salvación del ser humano, las muchas otras incomparables excelencias y su total perfección. Sin embargo, nuestra completa persuasión y seguridad de su infalible verdad y de su autoridad divina, proviene del Espíritu Santo que obra en nuestro interior, dando testimonio en nuestros corazones mediante la Palabra y con la Palabra.
I.6 La totalidad del consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para su propia gloria y para la fe, vida y salvación del ser humano, está expresamente expuesto en las Escrituras, o por buena y necesaria consecuencia puede deducirse de ellas, a las cuales nada debe añadirse en ningún tiempo ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o por tradiciones humanas. Sin embargo, reconocemos que la iluminación interna del Espíritu es necesaria para una comprensión salvífica de las cosas reveladas en ellas. Reconocemos también que hay algunas circunstancias concernientes a la adoración de Dios y al gobierno de la Iglesia, comunes a todas las acciones y sociedades humanas, que deben ordenarse conforme a la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana, según las reglas generales de la Palabra, las cuales siempre han de ser obedecidas.
I.7 Todas las cosas en las Escrituras no son igualmente evidentes en sí mismas, ni igualmente claras para todos. Sin embargo, todas aquellas cosas que son necesarias obedecer, creer y observar para la salvación están claramente propuestas y expuestas en uno u otro lugar de las Escrituras, para que no solo los eruditos, sino también los que no lo son, lleguen a una comprensión suficiente de ella mediante el debido uso de los medios ordinarios.
I.8 El Antiguo Testamento fue escrito en el idioma hebreo (que era la lengua del pueblo de Dios desde tiempos muy antiguos) y el Nuevo Testamento fue escrito en el idioma griego (que era un idioma muy conocido por todas las naciones de aquel entonces). El Antiguo Testamento en hebreo y el Nuevo Testamento en griego, siendo directamente inspirados por Dios y conservados puros en todos los tiempos por su singular cuidado y providencia, son por lo tanto auténticos. Por esta razón, en toda controversia religiosa, la Iglesia debe apelar a ellos. El pueblo de Dios tiene derecho a las Escrituras y también tiene interés en ellas. Es más, se le ha ordenado leerlas y escudriñarlas en el temor de Dios. Pero como los idiomas originales de las Escrituras no son conocidos por todo el pueblo de Dios, estas deben traducirse al idioma vernáculo de toda nación a donde lleguen. Esto tiene como finalidad que la Palabra de Dios more abundantemente en todos, para que adoren a Dios de manera aceptable, y para que tengan esperanza mediante la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras.
I.9 La regla infalible de la interpretación de la Escritura es la Escritura misma. Por tanto, cuando hay duda acerca del total y verdadero sentido de algún texto (el cual no es múltiple sino único), debe investigarse y entenderse mediante otras partes que hablen más claramente.
I.10 El Espíritu Santo, que habla en la Escritura, y de cuya sentencia debemos depender, es el único Juez Supremo por quien deben decidirse todas las controversias religiosas, y por quien deben examinarse todos los decretos de los concilios, las opiniones de los antiguos escritores, las doctrinas humanas y las opiniones individuales.
Capítulo Dos
De Dios y la Santa Trinidad
II.1 Hay un solo Dios, vivo y verdadero, quien es infinito en su ser y perfección, un Espíritu purísimo, invisible, sin cuerpo, partes o pasiones. Es inmutable, inmenso, eterno, incomprensible, todopoderoso, sapientísimo, santísimo, totalmente libre y absolutísimo. Hace todas las cosas según el consejo de su propia inmutable y justísima voluntad para su propia gloria. Es amorosísimo, benigno, misericordioso, paciente, abundante en bondad y verdad. Perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado y es galardonador de aquellos que le buscan diligentemente. Además, es justísimo y terrible en sus juicios, que detesta todo pecado, y que de ninguna manera declarará como inocente al culpable.
II.2 Dios tiene, en sí mismo y por sí mismo, toda vida, gloria, bondad y bienaventuranza. Él es el único todosuficiente, en y por sí mismo, no teniendo necesidad de ninguna de sus criaturas hechas por Él, ni derivando gloria alguna de ellas, sino que manifiesta su propia gloria en ellas, por ellas, hacia ellas y sobre ellas. Él es la única fuente de toda existencia, de quien, por quien y para quien son todas las cosas; teniendo el más soberano dominio sobre ellas para hacer por medio de ellas, para ellas o sobre ellas todo lo que a él le plazca. Todas las cosas están abiertas y manifiestas ante su vista; su conocimiento es infinito, infalible, independiente de toda criatura de tal manera que para él nada es contingente o incierto. Él es santísimo en todos sus consejos, en todas sus obras y en todos sus mandamientos. A él son debidos toda adoración, servicio y obediencia que a él le place requerir de los ángeles, de los seres humanos y de toda criatura.
II.3 En la unidad de la Divinidad hay tres personas, de una misma sustancia, poder y eternidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. El Padre no es engendrado ni procede de nadie. El Hijo es eternamente engendrado del Padre, y el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo.
Capítulo Tres
Del decreto eterno de Dios
III.1 Dios, desde toda la eternidad, por el sapientísimo y santísimo consejo de su propia voluntad, ordenó libre e inmutablemente todo lo que acontece; pero de tal manera que Él no es el autor del pecado, ni violenta la voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o contingencia de las causas secundarias, sino que más bien las establece.
III.2 Aunque Dios sabe todo lo que podría o puede acontecer bajo todas las condiciones posibles; sin embargo, no ha decretado nada porque lo previó como futuro, o como aquello que acontecería bajo tales condiciones.
III.3 Por el decreto de Dios, y para la manifestación de su gloria, algunos seres humanos y ángeles son predestinados y preordenados para vida eterna, y otros para muerte eterna.
III.4 Estos ángeles y seres humanos así predestinados y preordenados, están particular e inmutablemente designados, y su número es tan cierto y definido, que no se puede aumentar ni disminuir.
III.5 A aquellos de la humanidad que están predestinados para vida, Dios, según su eterno e inmutable propósito, y el consejo secreto y beneplácito de su voluntad, los ha escogido en Cristo para gloria eterna, antes que fueran puestos los fundamentos del mundo, por su pura y libre gracia y amor, sin la previsión de la fe o buenas obras, o la perseverancia en ninguna de ellas, o de cualquier otra cosa que haya en las criaturas, como condiciones o causas que le muevan a ello, y todo para la alabanza de la gloria de su gracia.
III.6 Puesto que Dios ha designado a los elegidos para gloria, así también, por el eterno y más libre propósito de su voluntad, ha ordenado todos los medios para ello. Por lo cual, los que son elegidos, estando caídos en Adán, son redimidos por Cristo, eficazmente llamados a la fe en Cristo por su Espíritu que obra a su debido tiempo, justificados, adoptados, santificados y por su poder son guardados para salvación por medio de la fe. No hay otros que sean redimidos por Cristo, eficazmente llamados, justificados, adoptados, santificados y salvos, sino solamente los elegidos.
III.7 Al resto de la humanidad por su pecado, agradó a Dios pasarla por alto y destinarla a deshonra e ira, según el inescrutable consejo de su propia voluntad, por el cual extiende o retiene misericordia como a él le place para la gloria de su poder soberano sobre las criaturas, para la alabanza de su gloriosa justicia.
III.8 La doctrina de este alto misterio de la predestinación debe tratarse con especial prudencia y cuidado, para que los seres humanos al prestar atención a la voluntad de Dios revelada en su Palabra, y al rendir obediencia a ella, por la certeza de su vocación eficaz, estén seguros de su elección eterna. Así que esta doctrina debe ser motivo de alabanza, reverencia y admiración a Dios, y de humildad, diligencia y abundante consuelo a todos los que sinceramente obedecen el Evangelio.
Capítulo Cuatro
De la creación
IV.1 Agradó a Dios el Padre, Hijo y Espíritu Santo, para la manifestación de la gloria de su eterno poder, sabiduría y bondad, en el principio, crear o hacer de la nada el mundo y todas las cosas que hay en él, ya sean visibles o invisibles, en el período de seis días y todas muy buenas.
IV.2 Después que Dios hubo hecho todas las demás criaturas, creó al ser humano, varón y hembra, con almas racionales e inmortales, dotados de conocimiento, justicia y verdadera santidad, según su propia imagen. Ellos tenían la ley de Dios escrita en sus corazones y el poder para cumplirla; y sin embargo, con la posibilidad de transgredirla, siendo dejados a la libertad de su propia voluntad, la cual estaba sujeta a cambio. Además de esta ley escrita en sus corazones, ellos recibieron el mandamiento de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, y mientras ellos guardaron este mandamiento fueron felices en su comunión con Dios, y tenían dominio sobre las criaturas.
Capítulo Cinco
De la providencia
V.1 Dios, el gran Creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna a todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la más grande hasta la más pequeña, por medio de su más sabia y santa providencia, según su infalible presciencia y el libre e inmutable consejo de su propia voluntad, para alabanza de la gloria de su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia.
V.2 Aunque todas las cosas acontecen inmutable e infaliblemente con relación a la presciencia y decreto de Dios, quien es la causa primera; sin embargo, por la misma providencia, él las ha ordenado para que sucedan de acuerdo con la naturaleza de las causas secundarias ya sea necesaria, libre o contingentemente.
V.3 En su ordinaria providencia, Dios hace uso de medios; no obstante, es libre de obrar sin ellos, sobre ellos y contra ellos, según le plazca.
V.4 El poder todopoderoso, la inescrutable sabiduría y la infinita bondad de Dios, se manifiestan de tal manera en su providencia que se extiende hasta la primera caída y a todos los otros pecados de ángeles y de los seres humanos; y eso no por un mero permiso, sino también limitándolos de manera sapientísima y poderosísima, ordenándolos y gobernándolos de varias maneras en una dispensación multiforme para sus propios fines santos; pero de tal modo que lo pecaminoso solo procede de la criatura, y no de Dios, quien es santísimo y justísimo, y no es ni puede ser el autor o aprobador del pecado.
V.5 El más sabio, justo y clemente Dios, muchas veces, por un tiempo, deja a sus propios hijos en diversas tentaciones y en la corrupción de sus propios corazones, para castigarlos por sus pecados anteriores o para descubrirles la fuerza oculta de la corrupción y de lo engañoso de sus corazones a fin de que se humillen; y para elevarlos a una más íntima y constante dependencia de la ayuda de Dios, y para hacerlos más cuidadosos ante todas las ocasiones futuras de pecado, y para otros fines santos y justos.
V.6 En cuanto a los seres humanos malvados e impíos, a quienes Dios, como Juez justo, los ha cegado y endurecido por sus pecados anteriores, no solo les niega su gracia, por la cual podrían haber sido iluminados en sus entendimientos y obrado en sus corazones, sino que también algunas veces les retira los dones que ya tenían y los expone a cosas tales que su corrupción las hace ocasión de pecado; y a la vez los entrega a sus propias concupiscencias, a las tentaciones del mundo y al poder de Satanás. Por lo cual, sucede que se endurecen a sí mismos, inclusive bajo aquellos medios que Dios usa para ablandar a otros.
V.7 Aunque la providencia de Dios, en general, alcanza a todas las criaturas, así también, de una manera muy especial cuida de su iglesia y dispone todas las cosas para el bien de ella.
Capítulo Seis
De la caída del ser humano, del pecado y su castigo
VI.1 Nuestros primeros padres, siendo seducidos por la sutileza y tentación de Satanás, pecaron al comer del fruto prohibido. Dios, según su sabio y santo consejo, quiso permitirles este pecado, proponiéndose ordenarlo para su propia gloria.
VI.2 Por este pecado cayeron de su rectitud original y de su comunión con Dios, y de esta manera quedaron muertos en el pecado, y totalmente contaminados en todas las partes y facultades del alma y del cuerpo.
VI.3 Siendo ellos la raíz de toda la humanidad, la culpa de este pecado fue imputada y la misma muerte en el pecado y la naturaleza corrompida fueron transmitidas a toda la posteridad que desciende de ellos por generación ordinaria.
VI.4 De esta corrupción original (por la cual estamos totalmente impedidos, inhabilitados y opuestos a todo bien, y completamente inclinados a todo mal) proceden todas las demás transgresiones.
VI.5 Esta corrupción de la naturaleza permanece durante esta vida en aquellos que son regenerados; y a pesar de que por medio de Cristo sea perdonada y mortificada, sin embargo, dicha naturaleza, tanto en sí misma, como todos sus efectos son verdadera y propiamente pecado.
VI.6 Todo pecado, tanto original como propio, siendo una transgresión de la justa ley de Dios, y contrario a ella, por su propia naturaleza trae la culpa sobre el pecador, por lo cual, este queda supeditado a la ira de Dios y a la maldición de la ley, y de esta manera queda sujeto a la muerte, con todas las miserias espirituales, temporales y eternas.
Capítulo Siete
Del pacto de Dios con el hombre
VII.1 La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto.
VII.2 El primer pacto hecho con el hombre fue un pacto de obras, en el cual se le prometió la vida a Adán y en él, a su posteridad, bajo la condición de obediencia perfecta y personal.
VII.3 Por su caída, el hombre, se hizo a sí mismo incapaz de la vida mediante aquel pacto, por lo que agradó a Dios hacer un segundo pacto, comúnmente llamado el pacto de gracia, en el cual Dios, por medio de Jesucristo, ofrece gratuitamente la vida y la salvación a los pecadores, requiriéndoles fe en él para que sean salvos, y prometiendo dar su Santo Espíritu a todos aquellos que están ordenados para vida eterna, a fin de darles la voluntad y capacidad de creer.
VII.4 En la Escritura, este pacto de gracia frecuentemente se enuncia con el nombre de testamento, en referencia a la muerte de Cristo Jesús el testador, y a la herencia eterna, con todas las cosas pertenecientes a ella, que en aquel testamento son legadas.
VII.5 Este pacto fue administrado en diferentes formas en el tiempo de la ley y en el del Evangelio: bajo la ley se administraba mediante promesas, profecías, sacrificios, la circuncisión, el cordero pascual y otros tipos y ordenanzas entregados al pueblo judío. Todo lo cual señalaba, de antemano, al Cristo que había de venir; y para aquel tiempo, a través de la operación del Espíritu Santo, eran suficientes y eficaces para instruir y edificar a los elegidos por la fe en el Mesías prometido, por quien tenían la plena remisión de pecados y la salvación eterna. Este pacto se denomina el Antiguo Testamento.
VII.6 Bajo el Evangelio, cuando Cristo, la sustancia fue manifestado, las ordenanzas por las cuales este pacto se dispensa son: la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos del bautismo y la Santa Cena, los cuales, aunque inferiores en número y administrados con más simplicidad y menos gloria externa, no obstante, en ellos este pacto es ofrecido con más plenitud, evidencia y eficacia espiritual, a todas las naciones, tanto a judíos como a gentiles. Este Pacto se denomina el Nuevo Testamento. Por lo tanto, no hay dos pactos de gracia que difieran en sustancia, sino uno y el mismo bajo varias dispensaciones.
Capítulo Ocho
De Cristo el Mediador
VIII.1 Agradó a Dios en su eterno propósito escoger y ordenar al Señor Jesús, su unigénito Hijo, para ser el Mediador entre Dios y el hombre, el Profeta, Sacerdote y Rey, la Cabeza y Salvador de su Iglesia, el Heredero de todas las cosas y Juez del mundo: a Quien, desde toda la eternidad, Dios le dio un pueblo para ser su simiente; y para que en el tiempo lo redimiera, llamara, justificara, santificara y glorificara.
VIII.2 El Hijo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, siendo verdadero y eterno Dios, de la misma sustancia e igual con el Padre, cuando llegó la plenitud del tiempo, asumió la naturaleza humana, con todas sus propiedades esenciales y con sus flaquezas comunes, pero sin pecado. Fue concebido por medio del poder del Espíritu Santo, en el vientre de la virgen María, de la misma sustancia de ella. De tal manera que dos enteras, perfectas y distintas naturalezas, la divina y la humana, fueron unidas inseparablemente en una sola Persona, sin conversión, composición o confusión. Dicha Persona es verdadero Dios y verdadero hombre, pero con todo, un solo Cristo, el único Mediador entre Dios y el hombre.
VIII.3 El Señor Jesús, en su naturaleza humana así unida a la divina, fue sobremanera santificado y ungido con el Espíritu Santo, teniendo en sí todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento; pues agradó al Padre que en él morase toda plenitud, a fin de que, siendo santo, inocente y sin mancha, lleno de gracia y de verdad, Él estuviese completamente apto para ejercer el oficio de Mediador y Fiador. Él no tomó este oficio por sí mismo, sino que fue llamado por su Padre para ello, quien puso todo poder y juicio en sus manos, y le dio el mandamiento de ejecutar los mismos.
VIII.4 El Señor Jesús emprendió este oficio de muy buena voluntad, y a fin de que lo desempeñase nació bajo la ley, y la cumplió perfectamente; padeció inmediatamente los más crueles tormentos en su alma y los más dolorosos sufrimientos en su cuerpo; fue crucificado y murió, fue sepultado y permaneció bajo el poder de la muerte pero no vio corrupción. Al tercer día resucitó de entre los muertos con el mismo cuerpo en el que sufrió, con el cual también ascendió al cielo y allí está sentado a la diestra de su Padre, intercediendo; y al fin del mundo retornará para juzgar a los hombres y a los ángeles.
VIII.5 El Señor Jesús, por su perfecta obediencia y sacrificio de sí mismo, el cual ofreció a Dios una sola vez por el eterno Espíritu, ha satisfecho completamente la justicia de su Padre; y ha comprado para todos aquellos que el Padre le había dado, no solo la reconciliación, sino también una herencia eterna en el reino de los cielos.
VIII.6 Aunque la obra de redención no fue realmente efectuada por Cristo sino hasta después de su encarnación, sin embargo, la virtud, la eficacia y los beneficios de ella fueron comunicados a los elegidos en todas las épocas sucesivamente desde el comienzo del mundo, en y por aquellas promesas, tipos y sacrificios en los cuales Cristo fue revelado y dado a entender como la simiente de la mujer que había de aplastar la cabeza de la serpiente; y como el Cordero inmolado desde el principio del mundo, siendo el mismo ayer, hoy y por siempre.
VIII.7 En la obra de mediación, Cristo actúa según ambas naturalezas, haciendo por medio de cada naturaleza lo que es propio de cada una. Sin embargo, en razón de la unidad de la persona, aquello que es propio de una naturaleza, algunas veces, en la Escritura se le atribuye a la Persona denominada por la otra naturaleza.
VIII.8 Cristo aplica y comunica la redención, cierta y eficazmente, a todos aquellos para quienes la ha comprado, intercediendo por ellos, y revelándoles los misterios de la salvación en y por la Palabra, persuadiéndolos eficazmente por medio de su Espíritu para creer y obedecer y gobernando sus corazones por medio de su Palabra y de su Espíritu; venciendo a todos sus enemigos por medio de su gran poder y sabiduría, de tal manera y forma que concuerdan con su maravillosa e inescrutable dispensación.
Capítulo Nueve
Del libre albedrío
IX.1 Dios ha dotado a la voluntad del hombre con aquella libertad natural, de modo que no es forzada ni determinada hacia el bien o hacia el mal, por alguna necesidad absoluta de la naturaleza.
IX.2 El hombre, en su estado de inocencia, tenía libertad y el poder para desear y hacer lo que es bueno y agradable a Dios; pero esta inocencia era mutable, de tal manera que podía caer de ella.
IX.3 El hombre, mediante su caída en el estado de pecado, ha perdido totalmente toda capacidad para querer algún bien espiritual que acompañe a la salvación; de tal manera que, un hombre natural, siendo completamente opuesto a aquel bien, y estando muerto en pecado, es incapaz de convertirse, o prepararse para ello, por su propia fuerza.
IX.4 Cuando Dios convierte a un pecador y lo traslada al estado de gracia, lo libera de su esclavitud natural bajo el pecado, y solo por su gracia lo capacita para desear y hacer libremente aquello que es espiritualmente bueno; pero a pesar de aquello, debido a la corrupción que aún queda en él, este no obra perfectamente, ni desea solamente lo que es bueno, sino que desea también lo que es malo.
IX.5 Solamente en el estado de gloria, la voluntad del hombre es hecha perfecta e inmutablemente libre para hacer únicamente lo que es bueno.
Capítulo Diez
Del llamamiento eficaz
X.1 A todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y solamente a ellos, le agradó en su tiempo señalado y aceptado, llamarlos eficazmente, por medio de su Palabra y Espíritu, de aquél estado de pecado y muerte en el que están por naturaleza, al estado de gracia y salvación por medio de Jesucristo; iluminando sus mentes espiritual y salvíficamente para entender las cosas de Dios, quitándoles su corazón de piedra y dándoles uno de carne; renovando sus voluntades, y determinándoles a hacer lo que es bueno por su poder todopoderoso y acercándoles eficazmente hacia Jesucristo; de tal manera que vienen a él más libremente, pues por su gracia son hechos dispuestos.
X.2 Este llamamiento eficaz proviene únicamente de la libre y especial gracia de Dios, no por cosa alguna previamente vista en el hombre, el cual es totalmente pasivo en ello, hasta que siendo vivificado y renovado por el Espíritu Santo, la persona es por ese medio capacitada para responder a este llamamiento y para abrazar la gracia ofrecida y trasmitida en él.
X.3 Los niños elegidos que mueren en la infancia, son regenerados y salvados por Cristo mediante el Espíritu, quien obra cuando, donde y como le agrade. De la misma manera son regeneradas y salvadas todas las otras personas elegidas que son incapaces de ser llamadas externamente por el ministerio de la Palabra.
X.4 Otros que no son elegidos, aunque sean llamados por el ministerio de la Palabra, y tengan ciertas operaciones comunes del Espíritu, sin embargo, nunca vienen verdaderamente a Cristo, y por lo tanto no pueden ser salvados; mucho menos pueden, los hombres que no profesan la religión cristiana, ser salvos de ninguna otra manera, aunque sean tan diligentes como para conformar sus vidas de acuerdo a la luz de la naturaleza, y a las leyes de aquella religión que profesan. Y el afirmar y mantener que ellos sí pueden salvarse, es muy pernicioso y debe ser detestado.
Capítulo Once
De la justificación
XI.1 A quienes Dios llama eficazmente, también los justifica gratuitamente: no mediante la infusión de justicia en ellos, sino que les perdona sus pecados, y cuenta y acepta sus personas como justas, mas no por algo obrado en o hecho por ellos, sino solamente por causa de Cristo; tampoco les imputa la fe misma, ni el acto de creer o alguna otra obediencia evangélica como su justicia, sino que les imputa la obediencia y satisfacción de Cristo, recibiendo ellos a Cristo y descansando en él y en su justicia mediante la fe, la cual no la tienen de ellos mismos, pues es don de Dios.
XI.2 La fe, que de este modo recibe a Cristo y descansa en él y en su justicia, es el único instrumento de justificación. Sin embargo, la fe no está sola en la persona justificada, sino que siempre está acompañada de todas las otras gracias salvadoras, y no es una fe muerta, sino que obra por amor.
XI.3 Por medio de su obediencia y muerte, Cristo canceló completamente toda la deuda de todos aquellos que son justificados de este modo, e hizo una adecuada, real y completa satisfacción a la justicia de su Padre, a favor de ellos. Sin embargo, puesto que por ellos, Cristo fue entregado por el Padre y su obediencia y satisfacción fueron aceptadas en lugar de las de ellos, y ambas gratuitamente y no por cosa alguna que haya en ellos; entonces, su justificación es solamente por pura gracia, para que tanto la estricta justicia, como la rica gracia de Dios, sean glorificadas en la justificación de los pecadores.
XI.4 Dios, desde la eternidad, decretó justificar a todos los elegidos, y en la plenitud del tiempo, Cristo murió por los pecados de ellos y resucitó para su justificación. Sin embargo, no son justificados hasta que Cristo les es realmente aplicado, por el Espíritu Santo, a su debido tiempo.
XI.5 Dios continúa perdonando los pecados de aquellos que son justificados; y aunque nunca caigan del estado de justificación, sin embargo, por sus pecados, pueden caer bajo el desagrado paternal de Dios, quien no les restaura la luz de su rostro hasta que se humillen, confiesen sus pecados, imploren su perdón y renueven su fe y arrepentimiento.
XI.6 Bajo el Antiguo Testamento, la justificación de los creyentes era, en todos sus aspectos, una y la misma que la justificación de los creyentes bajo el Nuevo Testamento.
Capítulo Doce
De la adopción
XII.1 A todos aquellos que son justificados, Dios se digna en hacer partícipes de la gracia de la adopción en y por su Hijo Unigénito Jesucristo. Mediante esta gracia, los justificados son recibidos en el número de los hijos de Dios y gozan de sus libertades y privilegios, son marcados con el nombre de Cristo y reciben el Espíritu de adopción, tienen libre acceso al trono de la gracia y son capacitados para clamar, Abba, Padre. Son compadecidos, protegidos, cuidados y castigados por Él, como por un Padre, pero nunca son desechados, sino que son sellados para el día de la redención y heredan las promesas, como herederos de la salvación eterna.
Capítulo Trece
De la santificación
XIII.1 Los que son eficazmente llamados y regenerados, al tener un nuevo corazón y un nuevo espíritu creado en ellos, son además santificados real y personalmente, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, por su Palabra y su Espíritu que mora en ellos: el dominio de todo el cuerpo de pecado es destruido, y los diversos deseos de este son debilitados y mortificados más y más. Así, los santificados son vivificados y fortalecidos más y más en todas las gracias salvíficas, para la práctica de la verdadera santidad, sin la cual nadie verá al Señor.
XIII.2 Esta santificación abarca cada parte de la persona total; pero es incompleta en esta vida, pues aún quedan algunos remanentes de corrupción en cada una de sus partes; de donde surge una guerra continua e irreconciliable: los deseos de la carne contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne.
XIII.3 En dicha guerra, aunque los restos de la corrupción prevalezcan mucho por algún tiempo; sin embargo, la parte regenerada vence, mediante el continuo suministro de la fuerza del Espíritu santificador de Cristo; de manera que los santos crecen en gracia, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.
Capítulo Catorce
De la fe salvadora
XIV.1 La gracia de la fe, por medio de la cual los elegidos son capacitados para creer para la salvación de sus almas, es la obra del Espíritu de Cristo en sus corazones, y es ordinariamente efectuada por el ministerio de la Palabra. Por la cual también y por la administración de los sacramentos y la oración, la gracia de la fe es incrementada y fortalecida.
XIV.2 Mediante esta fe el cristiano cree que es verdadero todo lo que está revelado en la Palabra, por la autoridad de Dios mismo que habla en ella; y actúa en forma diferente según lo que contiene cada pasaje en particular, produciendo obediencia a sus mandamientos, temblor ante sus amenazas, aceptación de las promesas de Dios para esta vida y para la venidera. Pero los principales actos de la fe salvadora son: aceptar, recibir, y descansar solamente en Cristo para la justificación, santificación y vida eterna, en virtud del pacto de gracia.
XIV.3 Esta fe es diferente en grados, o débil o fuerte. Puede ser atacada y debilitada con frecuencia y de muchas maneras, pero obtiene la victoria; y en muchos, crece hasta la obtención de una completa seguridad a través de Cristo, quien es el autor y consumador de la fe.
Capítulo Quince
Del arrepentimiento para la vida eterna
XV.1 El arrepentimiento para vida es una gracia evangélica, cuya doctrina, así como aquella de la fe en Cristo, debe ser predicada por todo ministro del Evangelio.
XV.2 Mediante este arrepentimiento, un pecador, movido no solo por la visión y sentimiento del peligro, sino también por la inmundicia y odiosidad de sus pecados —ya que son contrarios a la naturaleza santa y justa de la ley de Dios— y al comprender la misericordia de Dios en Cristo para con los arrepentidos, se entristece a causa de sus pecados y los aborrece de tal modo que renuncia a todos ellos y se vuelve hacia Dios, proponiéndose y procurando caminar con Él en todos los caminos de sus mandamientos.
XV.3 Aunque no se debe confiar en el arrepentimiento, como si fuese una satisfacción por el pecado, o una causa del perdón de este, pues el perdón es un acto de la libre gracia de Dios en Cristo; sin embargo, el arrepentimiento es de tal necesidad para todos los pecadores, que nadie puede esperar ser perdonado sin él.
XV.4 Así como no hay pecado tan pequeño que no merezca la condenación, de la misma manera, no hay pecado tan grande que pueda traer condenación sobre aquellos que se arrepienten verdaderamente.
XV.5 El ser humano no debe contentarse con un arrepentimiento general, sino que es deber de cada persona procurar arrepentirse de cada de uno de sus pecados en particular.
XV.6 Así como todo ser humano está obligado a confesar sus pecados a Dios en privado, orando por el perdón de los mismos; pues, al hacer esto y al apartarse de ellos hallará misericordia; del mismo modo, el que escandaliza a su hermano o a la iglesia de Cristo, debe estar dispuesto a declarar su arrepentimiento a quienes ha ofendido, en público o en privado, mediante confesión y muestra de dolor por su pecado, y acto seguido, los ofendidos deben reconciliarse con él y recibirlo con amor.
Capítulo Dieciséis
De las buenas obras
XVI.1 Buenas obras son solo aquellas que el Señor ha mandado en su santa Palabra, y no aquellas que sin la autoridad de la Palabra, son inventadas por los seres humanos, debido a un ciego entusiasmo, o bajo cualquier pretexto de buena intención.
XVI.2 Aquellas buenas obras realizadas en obediencia a los mandamientos de Dios son los frutos y evidencias de una fe viva y verdadera: mediante ellas los creyentes manifiestan su gratitud, fortalecen su confianza, edifican a sus hermanos, adornan la profesión del Evangelio, tapan la boca de sus adversarios y glorifican a Dios; pues son hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, para que llevando fruto para santidad, tengan como fin la vida eterna.
XVI.3 La capacidad de los creyentes para hacer buenas obras de ninguna manera proviene de ellos mismos, sino totalmente del Espíritu de Cristo. Y para que sean capacitados para buenas obras, además de las gracias que ya han recibido, se requiere la influencia real del mismo Espíritu Santo, que obra en ellos el querer y el hacer por su buena voluntad: sin embargo, no deben volverse negligentes, como si no estuvieran obligados a cumplir con ningún deber, a menos que haya un impulso especial del Espíritu; sino que deben ser diligentes en avivar la gracia de Dios que está en ellos.
XVI.4 Aquellos que por su obediencia alcanzan la altura más grande que sea posible en esta vida, están tan lejos de ser capaces de super-erogar y hacer más de lo que Dios requiere, ya que fallan grandemente en cumplir lo que por deber están obligados a hacer.
XVI.5 Mediante nuestras mejores obras, no podemos merecer el perdón del pecado o la vida eterna de parte de Dios, debido a la gran desproporción que hay entre ellas y la gloria venidera; y debido a la infinita distancia que existe entre nosotros y Dios, a quien no podemos beneficiar, ni satisfacer por la deuda de nuestros pecados anteriores, sino que cuando hayamos hecho todo lo que podemos, no habremos hecho sino aquello que es nuestro deber, y seremos siervos inútiles; y porque en la medida que son buenas proceden de su Espíritu, y puesto que son hechas por nosotros, están manchadas y mezcladas con tanta debilidad e imperfección, que no pueden soportar la severidad del juicio de Dios.
XVI.6 No obstante, al ser aceptadas las personas de los creyentes por medio de Cristo, sus buenas obras también son aceptadas en él; no como si sus buenas obras fuesen, en esta vida, enteramente irreprochables e irreprensibles ante los ojos de Dios; sino que Dios mirándolas en su Hijo, se place en aceptar y recompensar aquello que es sincero, aunque esté acompañado de muchas debilidades e imperfecciones.
XVI.7 Las obras hechas por personas no regeneradas, aunque por su esencia sean cosas que Dios manda, y sean de buen uso para ellos mismos y para otros; sin embargo, puesto que no proceden de un corazón purificado por medio de la fe, no son hechas de manera correcta de acuerdo con la Palabra, ni para un fin correcto, el cual es la gloria de Dios. Por lo tanto estas obras son pecaminosas y no pueden agradar a Dios, ni hacen que una persona sea apta para recibir la gracia de Dios; y no obstante, su descuido de las buenas obras es más pecaminoso y desagradable delante de Dios.
Capítulo Diecisiete
De la perseverancia de los santos
XVII.1 Los que han sido aceptados por Dios en su Hijo Amado, eficazmente llamados y santificados por su Espíritu, no pueden caer total ni finalmente del estado de gracia, sino que ciertamente perseverarán en ella hasta el final y serán salvos eternamente.
XVII.2 Esta perseverancia de los santos no depende de su propio libre albedrío, sino de la inmutabilidad del decreto de elección, que fluye del amor gratuito e inmutable de Dios el Padre; de la eficacia del mérito e intercesión de Cristo Jesús, de la permanencia del Espíritu y de la simiente de Dios dentro de ellos; y de la naturaleza del Pacto de Gracia. De todo esto, surge también la certeza e infalibilidad de la perseverancia.
XVII.3 Sin embargo, puede ser que los santos caigan en pecados graves, mediante las tentaciones de Satanás y del mundo, el predominio de la corrupción que aún queda en ellos, y el olvido de los medios de su preservación; y que por un tiempo continúen en sus graves pecados: por lo cual incurren en el desagrado de Dios y contristan su Santo Espíritu, llegan a ser, en alguna medida, privados de sus gracias y privilegios, sus corazones pueden endurecerse y sus conciencias pueden herirse, pueden herir y escandalizar a otros y traer juicios temporales sobre ellos mismos.
Capítulo Dieciocho
De la seguridad de la gracia y de la salvación
XVIII.1 Aunque los hipócritas y las personas no regeneradas vanamente se engañen con falsas esperanzas, y presunciones carnales de estar en el favor de Dios, y en el estado de salvación (cuya esperanza perecerá); sin embargo, quienes verdaderamente creen en el Señor Jesús y le aman con sinceridad, procurando caminar en buena conciencia delante de Él, en esta vida pueden estar ciertamente seguros que están en el estado de gracia, y pueden regocijarse en la esperanza de la gloria de Dios, esperanza que nunca los avergonzará.
XVIII.2 Esta certeza no es una simple persuasión conjetural y probable, basada en una esperanza falible. Es, más bien, una seguridad infalible de fe, fundada en la verdad divina de las promesas de salvación, en la evidencia interna de aquellas gracias a las cuales estas promesas se refieren, en el testimonio del Espíritu de adopción que testifica a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios: Espíritu que es las arras de nuestra herencia y con el cual somos sellados para el día de la redención.
XVIII.3 Esta seguridad infalible no pertenece a la esencia de la fe. Así, pues, puede ser que un verdadero creyente tenga que esperar por mucho tiempo y luchar con muchas dificultades antes de ser partícipe de esta seguridad. Sin embargo, estando capacitado por el Espíritu Santo para conocer las cosas que Dios le da gratuitamente, el creyente puede obtenerlas por el uso correcto de los medios ordinarios, sin una revelación extraordinaria. Por lo tanto es deber de cada uno poner toda diligencia para asegurar su llamamiento y elección, para que así su corazón se ensanche de gozo y paz en el Espíritu Santo, en amor y gratitud a Dios, y en fortaleza y alegría en los deberes de la obediencia, que son los frutos propios de esta seguridad; pues está muy lejos de inducir a los seres humanos a la negligencia.
XVIII.4 La seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser sacudida de diferentes maneras, disminuida e interrumpida debido a la negligencia para preservarla, por caer en algún pecado específico que hiere la conciencia y contrista al Espíritu; o por una tentación repentina y vehemente, porque Dios les retira la luz de su rostro, permitiendo, inclusive, que los que le temen caminen en tinieblas y no tengan luz. Sin embargo, los verdaderos creyentes nunca son totalmente destituidos de la simiente de Dios, y de la vida de la fe, de aquel amor de Cristo y de los hermanos, de aquella sinceridad de corazón y conciencia del deber, de las cuales, esta seguridad puede ser revivida a su debido tiempo, por medio de la operación del Espíritu que, mientras tanto, sostiene a los verdaderos creyentes para no caer en total desesperación.
Capítulo Diecinueve
De la Ley de Dios
XIX.1 Dios le dio a Adán una ley, como un pacto de obras, por la cual lo comprometió a él, y a toda su posteridad, a una obediencia personal, completa, exacta y perpetua. Le prometió la vida si es que la cumplía, y le amenazó con la muerte si es que la quebrantaba, y lo dotó del poder y la capacidad para guardarla.
XIX.2 Después de la caída de Adán, esta ley continuó siendo la regla perfecta de justicia, y como tal, fue dada por Dios en el Monte Sinaí en diez mandamientos y escrita en dos tablas: los primeros cuatro mandamientos que contienen nuestros deberes para con Dios, y los otros seis que contienen nuestros deberes para con el hombre.
XIX.3 Además de esta ley, comúnmente llamada ley moral, agradó a Dios dar al pueblo de Israel, como a una iglesia de menor edad, leyes ceremoniales, que contenían varias ordenanzas típicas, en parte de adoración, prefigurando a Cristo, sus gracias, acciones, sufrimientos y beneficios; y en parte expresando ampliamente diversas instrucciones sobre deberes morales. En la actualidad, bajo el Nuevo Testamento, todas estas leyes ceremoniales están abrogadas.
XIX.4 A los Israelitas, como una entidad política, Dios les dio también diferentes leyes judiciales, las cuales expiraron junto con el Estado de aquel pueblo. Por lo tanto, no obligan ahora a ningún otro pueblo, más de lo que la equidad general de ellas lo requiera.
XIX.5 La ley moral obliga por siempre a todos, tanto a los justificados como a los que no lo son, a que se le obedezca. Esto no solo con respecto al contenido, sino también con respecto a la autoridad de Dios el Creador quien la dio. En el Evangelio, Cristo en ninguna manera disolvió esta ley, sino que más bien reforzó la obligación de cumplirla.
XIX.6 Aunque los verdaderos creyentes no están bajo la ley, como un pacto de obras, para ser justificados o condenados por ella; sin embargo, es de gran utilidad para ellos como también para otros; en cuanto a que la ley, como una regla de vida que les informa acerca de la voluntad de Dios y de su deber, les dirige y les obliga a caminar de acuerdo con ella, descubriéndoles también las contaminaciones pecaminosas de su naturaleza, de sus corazones y de sus vidas. De manera que, examinándose mediante la Ley, lleguen a una más completa convicción de humillación y aborrecimiento debido a sus pecados, junto con una visión más clara de la necesidad que tienen de Cristo y de la perfección de su obediencia. Es igualmente de utilidad a los regenerados para restringir sus corrupciones, ya que prohíbe el pecado; y sus amenazas sirven para mostrarles lo que aun merecen sus pecados, y cuáles son las aflicciones que les esperan por causa de ellos en esta vida, pese a que están libres de la maldición con que les amenaza la Ley. De la misma manera, las promesas de la Ley les muestra la aprobación de la obediencia y qué bendiciones pueden esperar cuando la cumplen; pero no como debido a ellos por la Ley como pacto de obras. De manera que, si una persona hace lo bueno y deja de hacer lo malo, porque la Ley lo alienta a lo uno y lo desalienta de lo otro, ello no es evidencia de que está bajo la Ley y no bajo la gracia.
XIX.7 Los usos de la Ley, mencionados anteriormente, no son contrarios a la gracia del Evangelio, sino que concuerdan dulcemente con ella. Pues el Espíritu de Cristo subyuga y capacita la voluntad del ser humano para hacer libre y alegremente lo que la voluntad de Dios revelada en la Ley requiere que se haga.
Capítulo Veinte
De la libertad cristiana y la libertad de consciencia
XX.1 La libertad que Cristo ha comprado para los creyentes que están bajo el Evangelio consiste en su libertad de la culpa del pecado, de la ira condenatoria de Dios, de la maldición de la Ley moral; y en ser liberados de la maldad del presente mundo, de la esclavitud a Satanás y del dominio del pecado; del mal de las aflicciones, del aguijón de la muerte, de la victoria del sepulcro y de la condenación eterna. Su libertad consiste también en su libre acceso a Dios y en rendirle obediencia, no por temor servil sino por amor filial y una mente voluntaria. Todas estas libertades fueron también comunes a los creyentes que estaban bajo la Ley. Pero bajo el Nuevo Testamento, la libertad de los cristianos se ha ampliado mucho más, pues están libres del yugo de la Ley ceremonial, a la cual fue sujetada la iglesia judaica; y en mayor confianza para acceder al trono de la gracia, y en participaciones más plenas del libre Espíritu de Dios, que aquellas de las cuales ordinariamente participaron los creyentes bajo la Ley.
XX.2 Dios es el único Señor de la conciencia, por tanto, en asuntos de fe y adoración, la ha dejado libre de doctrinas y mandamientos humanos, que sean contrarios a su Palabra o añadidos a ella. De manera que creer u obedecer de conciencia tales doctrinas o mandamientos, es traicionar la verdadera libertad de conciencia; y el requerimiento de una fe implícita y de una obediencia absoluta y ciega, es destruir la libertad de conciencia y también la razón.
XX.3 Aquellos que bajo el pretexto de la libertad cristiana, cometen y practican algún pecado, o abrigan algún deseo impuro, destruyen de este modo el propósito de la libertad cristiana, el cual consiste en que, siendo librados de las manos de nuestros enemigos, sirvamos al Señor sin miedo, en santidad y rectitud delante de Él, todos los días de nuestra vida.
XX.4 Aquellos que bajo el pretexto de la libertad cristiana se opongan a cualquier poder legítimo, o al legítimo ejercicio del mismo, ya sea civil o eclesiástico, resisten a la ordenanza de Dios. Pues los poderes que Dios ha establecido, y la libertad que Cristo ha comprado, no han sido destinados por Dios para destruirse sino para sostenerse y preservarse mutuamente el uno al otro. Además, los que publican tales opiniones, o mantienen tales prácticas, puesto que son contrarias a la luz de la naturaleza, o a los principios conocidos del cristianismo (ya sean tocantes a la fe, a la adoración o a la conducta), o al poder de la piedad; o a tales prácticas u opiniones erróneas, ya sea según su propia naturaleza, o en la manera de publicarlas o mantenerlas, son destructores de la paz externa y del orden que Cristo ha establecido en la iglesia, los tales pueden ser legítimamente llamados a dar cuentas, y procederse contra ellos mediante la censura de la iglesia [y mediante el poder del magistrado civil.]
Capítulo Veintiuno
De la adoración religiosa y del día de reposo
XXI.1 La luz de la naturaleza demuestra que hay un Dios, que tiene señorío y soberanía sobre todo, que es bueno y que hace bien a todos, y por lo tanto, debe ser temido, amado, alabado, invocado, creído, servido y en quien se debe confiar, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Sin embargo, la forma aceptable de adoración al Dios verdadero, está instituida por Él mismo, y está de tal manera limitada por su propia voluntad revelada, que no debe ser adorado según las imaginaciones e invenciones de los hombres, o según las sugerencias de Satanás; bajo ninguna representación visible, o en alguna otra forma que no esté prescrita en la Biblia.
XXI.2 La adoración religiosa debe ser dada a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y solamente a él; no a los ángeles, ni a los santos, ni a ninguna otra criatura. Desde la caída, la adoración es a través de un Mediador, pero por la mediación de ningún otro, sino solamente por la de Cristo.
XXI.3 Siendo la oración, con acción de gracias, una parte especial de la adoración religiosa, Dios la demanda de parte de todos los seres humanos. Pero para que sea aceptada debe hacerse en el nombre del Hijo, con la ayuda de su Espíritu, conforme a su voluntad, con entendimiento, reverencia, humildad, fervor, fe, amor y perseverancia; y cuando la oración se hace en forma oral, debe ser en un idioma conocido.
XXI.4 La oración debe hacerse por cosas lícitas, y por toda clase de personas que están con vida y por quienes vivirán más adelante, pero no por los muertos, ni por aquellos de quienes se sepa que han cometido el pecado de muerte.
XXI.5 Son partes de la normal adoración religiosa a Dios: La lectura de la Biblia con temor piadoso, la sana predicación, y el escuchar la Palabra conscientemente, en obediencia a Dios, con entendimiento, fe y reverencia; el canto de los salmos con gracia en el corazón; así como también la debida administración y digna recepción de los sacramentos instituidos por Cristo. Además, deben usarse, de una manera santa y religiosa, en sus diferentes tiempos y oportunidades: los juramentos religiosos, los votos, los ayunos solemnes y acciones de gracias en ocasiones especiales.
XXI.6 Actualmente, bajo el Evangelio, ni la oración, ni ninguna otra parte de la adoración religiosa están atadas a algún lugar, ni son más aceptables según el lugar donde se realizan, o hacia el cual se dirigen. Pues, Dios debe ser adorado en todo lugar, en espíritu y en verdad, diariamente; tanto privadamente en las familias, y en lo secreto cada uno por sí mismo. Así, también, mucho más solemnemente, en las reuniones públicas, las cuales no deben abandonarse u olvidarse voluntariamente o por descuido, pues Dios por medio de su Palabra o providencia nos llama a ellas.
XXI.7 Así como es ley de la naturaleza que, en general, una debida proporción de tiempo sea separada para la adoración a Dios; así también, en su Palabra, mediante un mandamiento positivo, moral y perpetuo, que obliga a todo ser humano, en todos los tiempos, Dios ha establecido específicamente un día de cada siete, como un reposo, para ser guardado santo para él. Desde el principio del mundo hasta la resurrección de Cristo, este día era el último de la semana, pero desde la resurrección de Cristo, fue cambiado al primer día de la semana, el mismo que en la Biblia se llama Día del Señor, el cual debe continuar hasta el fin del mundo como el Sábado cristiano.
XXI.8 El Sábado Cristiano es, pues, guardado santo para el Señor, cuando los seres humanos, después de una debida preparación de sus corazones y arreglando con anticipación sus asuntos comunes, no solamente observan todo el día un santo reposo de sus propias labores, palabras y pensamientos acerca de sus empleos y recreaciones seculares, sino que también se ocupan, todo el tiempo, en el ejercicio de la adoración pública y privada, y en los deberes de necesidad y misericordia.
Capítulo Veintidós
De los juramentos y votos lícitos
XXII.1 Un juramento lícito es parte de la adoración religiosa. Por medio del él, una persona, en una ocasión justa, al jurar solemnemente, invoca a Dios como testigo de lo que afirma o promete; y para que le juzgue según la verdad o falsedad de lo que jura.
XXII.2 Las personas deben jurar únicamente por el nombre de Dios, el cual debe ser usado con toda reverencia y santo temor. Por lo tanto, jurar en vano o precipitadamente por este nombre glorioso y terrible, o jurar en alguna manera por cualquier otra cosa, es pecaminoso y debe ser detestado. Además, así como en asuntos de peso y de importancia, un juramento está autorizado por la Palabra de Dios, tanto bajo el Nuevo Testamento como bajo el Antiguo; de modo que, cuando una autoridad legítima demanda un juramento lícito para tales asuntos, dicho juramento deberá hacerse.
XXII.3 Cualquiera que hace un juramento, debe considerar debidamente la importancia de tan solemne acto, y por lo tanto, no deberá afirmar nada más que aquello de lo cual está plenamente persuadido ser la verdad. Tampoco, debe persona alguna, obligarse mediante juramento a cosa alguna, sino solamente a lo que es bueno y justo, y a lo que cree que lo es, y a lo que es capaz y está decidido a cumplir. [Además, es pecado rehusar un juramento tocante a algo bueno y justo cuando es requerido por una autoridad legítima.]
XXII.4 Un juramento debe hacerse en el sentido claro y común de las palabras, sin ambigüedad o reservas mentales. Dicho juramento no puede obligar a pecar; pero en todo lo que no sea pecaminoso, habiéndolo hecho, su cumplimiento es obligatorio, aun cuando sea en perjuicio propio, tampoco debe violarse aunque se haya hecho a herejes o infieles.
XXII.5 El voto es de naturaleza semejante a la del juramento promisorio, y debe hacerse con el mismo cuidado religioso y cumplirse con la misma fidelidad.
XXII.6 El voto no debe hacerse a criatura alguna sino únicamente a Dios. Por lo tanto, para que sea acepto, debe hacerse voluntariamente, con fe y conciencia del deber, de manera grata por la misericordia recibida, o para la obtención de lo que queremos. Por medio de aquel voto nos obligamos más estrictamente a cumplir los deberes necesarios, u otras cosas en tanto y cuanto nos conduzcan al adecuado cumplimiento de ellas.
XXII.7 Nadie deberá jurar que realizará cosa alguna prohibida por la Palabra de Dios, o que impida algún deber mandado en ella, o a lo que no está en su capacidad y para cuyo cumplimiento no tenga promesa alguna o talento de parte de Dios. En este sentido, los votos monásticos papistas referentes a la perpetua vida célibe, de pobreza profesa y de obediencia regular, están tan lejos de ser grados de perfección superior, y son más bien lazos supersticiosos y pecaminosos en los cuales ningún cristiano debe enredarse.
Capítulo Veintitrés
Del magistrado civil
XXIII.1 Dios, el supremo Señor y Rey de todo el mundo, ha instituido a los magistrados civiles, para estar, bajo Él, sobre el pueblo, para su propia gloria y para el bien público. Para dicho fin los ha armado con el poder de la espada, para la defensa y estímulo de los que son buenos, y para castigo de los malhechores.
XXIII.2 Es lícito que los cristianos acepten y desempeñen el cargo de magistrado cuando sean llamados a ello; en el desempeño del cual, deben especialmente mantener la piedad, la justicia y la paz, de acuerdo con las sanas leyes de cada comunidad, así que, con ese fin, pueden legalmente, ahora bajo el Nuevo Testamento, hacer la guerra en ocasiones justas y necesarias.
XXIII.3 Los magistrados civiles no pueden arrogarse la administración de la Palabra y los sacramentos; ni el poder de las llaves del reino de los cielos; ni, en lo más mínimo, interferir en asuntos de fe. Sin embargo, como padres cuidadores, es deber de los magistrados civiles proteger a la Iglesia de nuestro común Señor, sin dar preferencia a ninguna denominación de cristianos sobre las demás, de tal manera que todas las personas eclesiásticas disfruten de la plena, libre e incuestionable libertad de desempeñar cada parte de sus sagradas funciones, sin violencia ni peligro. Y, como Jesucristo ha establecido un gobierno y una disciplina regulares en su Iglesia, ninguna ley de ningún estado debe interferir, permitir u obstaculizar el debido ejercicio de los mismos, entre los miembros voluntarios de cualquier denominación de cristianos, de acuerdo con su propia profesión y creencia. Es deber de los magistrados civiles proteger la persona y el buen nombre de todo su pueblo, de manera tan eficaz que no se permita que ninguna persona, ya sea bajo pretexto de religión o de infidelidad, ofrezca ninguna indignidad, violencia, abuso o injuria a ninguna otra persona, sea cual fuere; y tomar medidas para que todas las asambleas religiosas y eclesiásticas se celebren sin molestias ni disturbios.
XXIII.4 El pueblo tiene el deber de orar por los magistrados, honrar sus personas, pagarles tributos y otros derechos, obedecer sus mandatos legítimos y estar sujetos a su autoridad por causa de la conciencia. La infidelidad o la diferencia de religión no invalida la justa y legítima autoridad del magistrado, ni exime al pueblo de debida obediencia a él; de la cual las personas eclesiásticas no están exentos, y mucho menos tiene el Papa poder alguno o jurisdicción sobre los magistrados, sobre sus dominios o sobre alguno de los de su pueblo; y aún menos para privarlos de sus dominios, o sus vidas, ya sea porque los juzgue que son herejes, o por cualquier otro pretexto.
Capítulo Veinticuatro
Del matrimonio y del divorcio
XXIV.1 El matrimonio ha de ser entre un hombre y una mujer. No le es lícito a ningún hombre tener más de una esposa, ni a una mujer tener más de un esposo, al mismo tiempo.
XXIV.2 El matrimonio fue instituido para la mutua ayuda entre el esposo y la esposa, para la multiplicación de la humanidad por generación legítima, y de la iglesia con una simiente santa; y para la prevención de la impureza.
XXIV.3 Es lícito para toda clase de personas que poseen la capacidad de entendimiento dar su consentimiento para casarse. Sin embargo, es deber de los cristianos casarse solamente en el Señor; y por lo tanto, los que profesan la verdadera religión reformada no deben casarse con infieles, ni con católicos romanos u otros idólatras. Los que son piadosos, tampoco deben unirse en yugos desiguales casándose con quienes sean notoriamente malvados en su vida, o sostengan herejías detestables.
XXIV.4 El matrimonio no debe contraerse dentro de los grados de consanguinidad o afinidad prohibidos en la Palabra de Dios. Ni pueden, tales matrimonios incestuosos, legitimarse jamás por ninguna ley humana ni por el consentimiento de las partes, para que tales personas vivan juntas como esposo y esposa. [El hombre no debe casarse con ningún familiar de propia sangre, ni con un familiar de su esposa que sea la más cercana en sangre. La mujer tampoco debe casarse con sus familiares de su propia sangre, ni algún familiar de su esposo que sea el más cercano en sangre.]
XXIV.5 El adulterio o la fornicación cometidos después del compromiso, si son descubiertos antes del matrimonio, dan ocasión justa a la parte inocente para disolver el compromiso. En el caso de adulterio después del matrimonio, es lícito para la parte inocente presentar demanda de divorcio, y después del divorcio casarse con otra persona como si la parte ofensora estuviese muerta.
XXIV.6 Aunque la corrupción del ser humano sea tal, que le dé aptitud para estudiar argumentos para separar indebidamente a aquellos que Dios ha unido en matrimonio; sin embargo, nada excepto el adulterio, o la deserción obstinada que no pueda ser remediada por la iglesia o el magistrado civil, es causa suficiente para la disolución del lazo matrimonial. Si este fuese el caso, debe observarse un procedimiento público y ordenado, y las personas involucradas en este no deben ser dejadas a su propia voluntad y discreción en su propio caso.
Capítulo Veinticinco
De la iglesia
XXV.1 La iglesia católica o universal, la cual es invisible, consiste en el número total de los elegidos que han sido, son, y serán reunidos en uno, bajo Cristo su cabeza; y es la esposa, el cuerpo, la plenitud de Aquél que lo llena todo en todo.
XXV.2 La iglesia visible, que bajo el Evangelio también es católica o universal (no está confinada a un país, como lo estaba bajo la ley), consiste de todos aquellos, en todo el mundo, que profesan la verdadera religión, juntamente con sus hijos; y es el reino del Señor Jesucristo, la casa y familia de Dios, fuera de la cual no hay posibilidad ordinaria de salvación.
XXV.3 A esta iglesia universal visible, Cristo le ha dado el ministerio, los oráculos y las ordenanzas de Dios, para la reunión y perfección de los santos en esta vida y hasta el fin del mundo; y por su presencia y Espíritu, según su promesa, los hace eficaces para ello.
XXV.4 La iglesia universal ha sido algunas veces más y otras veces menos visible. Las iglesias locales, las cuales son parte de la iglesia universal, son más puras o menos puras, según como sea enseñada y abrazada la doctrina del Evangelio, se administren los sacramentos, y se celebre en ellos con mayor o menor pureza la adoración pública.
XXV.5 Las iglesias más puras bajo el cielo están sujetas tanto al error como a la impureza, y algunas se han degenerado tanto que han llegado a ser, no iglesias de Cristo, sino sinagogas de Satanás. Sin embargo, siempre habrá una iglesia en la tierra, para adorar a Dios conforme a su voluntad.
XXV.6 No hay otra cabeza de la iglesia excepto el Señor Jesucristo; ni puede el Papa de Roma, en ningún sentido, ser cabeza de ella. […, sino que es aquel anticristo, aquel hombre de pecado, e hijo de perdición, que se exalta así mismo en la iglesia contra Cristo, y contra todo lo que es Dios.]
Capítulo Veintiséis
De la comunión de los santos
XXVI.1 Todos los santos que están unidos a Jesucristo, su Cabeza, por medio del Espíritu, y por medio de la fe, tienen comunión con Él en sus gracias, sufrimientos, muerte, resurrección y gloria. Y estando unidos unos con otros en amor, tienen comunión unos con otros, en los dones y gracias, y están obligados al cumplimiento de tales deberes, públicos y privados, que conducen a su bien mutuo, tanto en el hombre interior como en el exterior.
XXVI.2 Los santos, por su profesión, están obligados a sostener un compañerismo santo y comunión en la adoración a Dios, y a cumplir los otros servicios espirituales que sirvan a su edificación mutua; como también a socorrerse unos a otros en las cosas externas, de acuerdo a sus diversas capacidades y necesidades. Esta comunión debe extenderse, según se ofrezca la oportunidad, a todos aquellos que, en todo lugar, invocan el nombre del Señor Jesús.
XXVI.3 Esta comunión que los santos tienen con Cristo, de ninguna manera los hace partícipes de la sustancia de su divinidad, ni los hace iguales a Cristo en modo alguno, y el afirmar cualquiera de estas dos cosas es impío y blasfemo. Tampoco su comunión mutua, como santos, quita o infringe el título o propiedad que cada uno tiene sobre sus bienes y posesiones.
Capítulo Veintisiete
De los sacramentos
XXVII.1 Los sacramentos son signos y sellos santos del pacto de gracia, directamente instituidos por Dios, con el propósito de representar a Cristo y sus beneficios, y para confirmar nuestra participación en él: y también para establecer una diferencia visible entre los que pertenecen a la iglesia y el resto del mundo; y para comprometerlos solemnemente en el servicio a Dios en Cristo, en conformidad con su Palabra.
XXVII.2 En cada sacramento hay una relación espiritual, o unión sacramental, entre el signo y la cosa significada, de manera que los nombres y los efectos del uno, se le atribuyen también al otro.
XXVII.3 La gracia que se manifiesta en y por medio de los sacramentos, correctamente usados, no se confiere por algún poder que haya en ellos; la eficacia del sacramento tampoco depende de la piedad o la intención del que lo administra; sino de la obra del Espíritu y de la palabra de la institución, la cual contiene, junto con un precepto que autoriza su uso, una promesa de beneficio a los que lo reciben dignamente.
XXVII.4 En el Evangelio hay solo dos sacramentos instituidos por Cristo nuestro Señor, que son el bautismo y la Santa Cena. Ninguno de ellos debe ser administrado por alguien que no sea un ministro de la Palabra legítimamente ordenado.
XXVII.5 Los sacramentos del Antiguo Testamento, en lo que se refiere a las cosas espirituales significadas y manifestadas, eran, en esencia, los mismos que los del Nuevo Testamento.
Capítulo Veintiocho
Del bautismo
XXVIII.1 El bautismo es un sacramento del Nuevo Testamento, instituido por Jesucristo, no solo para admitir solemnemente a la persona bautizada en la iglesia visible, sino también para que sea para ella un signo y un sello del pacto de gracia, de haber sido injertado en Cristo, de la regeneración, de la remisión de pecados y de su entrega a Dios mediante Cristo Jesús, para andar en vida nueva. Este sacramento, por institución del propio Jesucristo, debe continuar en su iglesia hasta el fin del mundo.
XXVIII.2 El elemento externo que debe usarse en este sacramento es el agua, con la cual la persona debe ser bautizada, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, por un ministro del Evangelio legítimamente llamado para ello.
XXVIII.3 La inmersión de la persona en el agua no es necesaria, pues, el bautismo es correctamente administrado mediante la aspersión o efusión del agua sobre la persona.
XXVIII.4 No solo deben ser bautizados los que realmente profesan fe en, y obediencia a Cristo, sino también los infantes, hijos de uno, o de ambos padres creyentes.
XXVIII.5 Aunque el menosprecio o descuido de este sacramento sea un gran pecado, sin embargo, la gracia y la salvación no están tan inseparablemente unidas al bautismo, como para que ninguna persona sea regenerada o salvada sin el bautismo, o como para que todos los que son bautizados sean indudablemente regenerados.
XXVIII.6 La eficacia del bautismo no está ligada al momento preciso en que se administra. No obstante, mediante el uso correcto de esta ordenanza, la gracia prometida no solo es ofrecida, sino que realmente es manifestada y conferida por el Espíritu Santo, a aquellos (ya sean adultos o infantes) a quienes pertenece aquella gracia, según el consejo de la propia voluntad de Dios, en el tiempo establecido por Él.
XXVIII.7 El sacramento del bautismo se administra una sola vez a cada persona.
Capítulo Veintinueve
De la Santa Cena
XXIX.1 Nuestro Señor Jesús, la noche en que fue traicionado, instituyó el sacramento de su cuerpo y sangre, llamado la Santa Cena. Este sacramento debe ser observado en su iglesia hasta el fin del mundo con el propósito de conmemorar perpetuamente el sacrifico de sí mismo en su muerte, para sellar en los verdaderos creyentes todos los beneficios de la misma, para su nutrición espiritual y crecimiento en él, para mayor compromiso en y hacia todas las obligaciones que a él le deben, y para ser un lazo y una garantía de su comunión con Él, y de los unos con los otros, como miembros de su cuerpo místico.
XXIX.2 En este sacramento, Cristo no es ofrecido a su Padre, ni se hace un sacrificio real por la remisión de pecados de los vivos o de los muertos. Es solamente una conmemoración de aquel único ofrecimiento de sí mismo y por sí mismo en la cruz, una sola vez para siempre, y es una ofrenda espiritual a Dios de la mayor alabanza posible por tal sacrificio. De manera que el sacrificio papal de la misa (como ellos la llaman), es la injuria más abominable al único sacrificio de Cristo, que es la única propiciación por todos los pecados de sus elegidos.
XXIX.3 En este sacramento, el Señor Jesucristo, ha ordenado a sus ministros que declaren al pueblo su Palabra de institución, que oren, que bendigan los elementos del pan y del vino, y que los aparten así del uso común para un uso santo; que tomen y partan el pan, que tomen la copa y que (comulgando ellos mismos) ambos sean dados a los comulgantes; pero a ninguno que no esté presente en ese momento en la congregación.
XXIX.4 Las misas privadas, o el recibir a solas este sacramento, de un sacerdote o por cualquier otro, así como la negación de la copa al pueblo, la adoración de los elementos, el elevarlos, o el llevarlos de un lugar a otro para adoración, y el reservarlos para cualquier pretendido uso religioso, es contrario a la naturaleza de este sacramento y a la institución de Cristo.
XXIX.5 En este sacramento, los elementos externos, debidamente separados para los usos instituidos por Cristo, tienen tal relación con Cristo crucificado, como si verdaderamente fuesen el cuerpo y la sangre de Cristo, aunque lo son solo sacramentalmente y se les llaman, a veces, por el nombre de lo que representan. No obstante, en sustancia y naturaleza, estos elementos siguen siendo, verdadera y solamente, pan y vino, tal como eran antes.
XXIX.6 La doctrina llamada comúnmente transubstanciación, la cual sostiene que la sustancia del pan y del vino se convierte en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, por la consagración del sacerdote, o por algún otro modo, es repugnante, no solo a la Biblia, sino también al sentido común y a la razón, y desvirtúa la naturaleza del sacramento, y ha sido, y es, la causa de muchísimas supersticiones y hasta de crasas idolatrías.
XXIX.7 Los recipientes dignos, al participar externamente de los elementos visibles de este sacramento, en ese momento también, participan interiormente por la fe, real y verdaderamente, aunque no carnal y corporalmente, sino espiritualmente, reciben y se alimentan del Cristo crucificado y de todos los beneficios de su muerte. Por lo tanto, el cuerpo y la sangre de Cristo no están carnal y corporalmente en, con, o bajo el pan y el vino; sino que están real pero espiritualmente presentes en aquella ordenanza para la fe de los creyentes, tal como los elementos lo están para sus sentidos externos.
XXIX.8 Aunque los ignorantes y los malvados reciban los elementos externos de este sacramento; sin embargo, no reciben la cosa significada por medio de éstos. Más bien, al participar de ellos indignamente, son culpables del cuerpo y de la sangre del Señor para su propia condenación. Por esta razón, todas las personas ignorantes e impías, puesto que no son aptas para gozar de la comunión con Él, son también indignas de la mesa del Señor, y mientras permanezcan en tal condición, no deben, sin cometer un gran pecado contra Cristo, participar de estos santos misterios, ni deben ser admitidos a ellos.
Capítulo Treinta
De las censuras eclesiásticas
XXX.1 El Señor Jesús, como Rey y Cabeza de su iglesia, ha designado en ella, un gobierno en mano de los oficiales eclesiásticos, distintos del magistrado civil.
XXX.2 A estos oficiales se les ha encargado las llaves del Reino de los Cielos, en virtud de lo cual, tienen poder, respectivamente, para retener y remitir los pecados, para cerrar aquel Reino a los que no se arrepienten, tanto por la Palabra como por las censuras; y para abrirlo a los pecadores arrepentidos, por medio del ministerio del Evangelio, y mediante la absolución de las censuras, según lo requieran las circunstancias.
XXX.3 Las censuras eclesiásticas son necesarias, para rescatar y ganar a los hermanos ofensores, para disuadir a otros de ofensas similares, para purificar de aquella levadura que puede infectar a toda la masa, para vindicar el honor de Cristo y la santa profesión del Evangelio; y para prevenir la ira de Dios, que con justicia podría caer sobre la iglesia, si esta consintiera que el Pacto del Señor y sus sellos sean profanados por ofensores notorios y obstinados.
XXX.4 Para el mejor logro de estos fines, los oficiales de la iglesia deben proceder mediante la amonestación, a la suspensión del sacramento de la Santa Cena por un tiempo, y mediante la excomunión de la iglesia, según sea la naturaleza del crimen y el desmerecimiento de la persona.
Capítulo Treinta y uno
De los sínodos y concilios
XXXI.1 Para el mejor gobierno, y para la mayor edificación de la iglesia, deben haber asambleas tales como las que son comúnmente llamadas Sínodos o concilios.
XXXI.2 Así como los magistrados pueden legítimamente convocar a un Sínodo de ministros y otras personas idóneas, para consultar y recibir consejo sobre asuntos religiosos; de la misma manera, cuando los magistrados son enemigos declarados de la iglesia, los ministros de Cristo, por sí mismos, en virtud de su oficio, pueden reunirse en asambleas con otras personas idóneas delegadas por sus iglesias.
XXXI.3 Corresponde a los sínodos y concilios, resolver ministerialmente las controversias sobre fe y casos de conciencia; establecer reglas e instrucciones para el mejor orden de la adoración pública y gobierno de su iglesia; recibir reclamos en casos de mala administración y resolverlos autoritativamente. Estos decretos y determinaciones, si están de acuerdo con la Palabra, deben ser recibidos con reverencia y sumisión, no solo por estar de acuerdo con la Palabra, sino también por el poder con el cual son hechos, como ordenanza de Dios instituida en su Palabra para este fin.
XXXI.4 Todos los sínodos y concilios, desde el tiempo de los apóstoles, ya sean generales o particulares, pueden errar; y muchos han errado. Por lo tanto, no debe hacerse de ellos la regla de fe, o de práctica, sino que deben usarse como una ayuda para ambas.
XXXI.5 Los sínodos y concilios deben tratar y decidir solamente asuntos eclesiásticos; y no deben entrometerse en asuntos civiles que conciernen al Estado, a no ser por medio de humilde petición, en casos extraordinarios, o por medio de consejo para la satisfacción de la conciencia, si les es solicitado por el magistrado civil.
Capítulo Treinta y dos
Del estado de los seres humanos después de la muerte y de la resurrección de los muertos
XXXII.1 Después de la muerte, los cuerpos de los seres humanos vuelven al polvo y experimentan putrefacción; pero sus almas (que no mueren ni duermen), al tener una subsistencia inmortal, inmediatamente vuelven a Dios quien las dio. Las almas de los justos, siendo entonces hechas perfectas en santidad, son recibidas en los más altos cielos, donde contemplan el rostro de Dios, en luz y gloria, esperando la plena redención de sus cuerpos. Las almas de los malvados son arrojadas al infierno, donde permanecen en tormentos y en tenebrosidad totales, reservadas para el juicio del gran día. Aparte de estos dos lugares para las almas separadas de sus cuerpos, la Biblia no reconoce ningún otro.
XXXII.2 Los que aún vivan en el día final, no morirán, sino que serán transformados, y todos los muertos resucitarán con sus mismos cuerpos, y no con otros, pero con diferentes cualidades, y estos cuerpos serán unidos otra vez con sus almas para siempre.
XXXII.3 Los cuerpos de los injustos, por el poder de Cristo, serán resucitados para deshonra; los cuerpos de los justos, por el Espíritu de Cristo, serán resucitados para honra; y serán hechos semejantes a su propio cuerpo glorioso.
Capítulo Treinta y tres
Del juicio final
XXXIII.1 Dios ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia por medio de Jesucristo, a quien todo poder y juicio es dado por el Padre. En aquel día no solamente los ángeles apóstatas serán juzgados, sino que de igual manera todas las personas que han vivido sobre la tierra se presentarán ante el tribunal de Cristo para dar cuenta de sus pensamientos, palabras y obras, y para recibir conforme a lo que hayan hecho mientras estaban en el cuerpo, sea bueno o malo.
XXXIII.2 El propósito por el cual Dios ha establecido este día es para la manifestación de la gloria de su misericordia, en la eterna salvación de los elegidos; y la de su justicia, en la condenación de los reprobados que son malvados y desobedientes. En aquel entonces los justos entrarán en la vida eterna, y recibirán aquella plenitud de gozo y reposo, que procede de la presencia del Señor; pero los malvados que no conocen a Dios, ni obedecen el Evangelio de Jesucristo, serán arrojados de la presencia de la gloria del Señor, y de la gloria de su poder, al tormento eterno, y serán castigados con perdición eterna.
XXXIII.3 Así como Cristo quiso que estuviésemos ciertamente persuadidos de que habrá un día de juicio, tanto para disuadir de pecar, a todo ser humano, como para el mayor consuelo de los piadosos en tiempos de adversidad; del mismo modo ha querido mantener ese día desconocido, para que los seres humanos dejen toda seguridad carnal y estén siempre vigilantes, porque no saben a qué hora vendrá el Señor, y para que estén siempre listos para decir: Ven, Señor Jesús, ven pronto. Amén.