Recibe la guía de estudio de esta serie por email
Suscríbete para recibir notificaciones por correo electrónico cada vez que salga un nuevo programa y para recibir la guía de estudio de la serie en curso.
Transcripción
Al continuar con nuestro estudio de la ley de Dios, nos preguntamos: ¿de qué manera y en qué medida la ley moral del Antiguo Testamento, en particular los Diez Mandamientos, por ejemplo, es obligatoria en la vida de los cristianos del Nuevo Testamento? Hemos visto que en la época de la Reforma se prestó gran atención a este asunto y que Juan Calvino, por ejemplo, esbozó tres usos específicos e importantes de la ley en la vida del cristiano y en nuestra última sesión empezamos a dar una explicación de esos tres usos.
El primero es el de la ley como espejo y pasamos buen tiempo examinando la idea de la procedencia de la ley de Dios en primer lugar y recordarán que descubrimos que la ley no es algo que Dios mismo recibe de algún legislador fuera de sí mismo o de alguna norma superior, sino que la fuente de toda ley es Dios mismo. ¿Qué significa eso? Eso tiene muchos significados. En primer lugar, cuando la gente es llamada a obedecer la ley de Dios, lo que eso ca es que somos llamados a obedecerle a Él. No se trata simplemente de que tratemos de ajustarnos a un conjunto abstracto de principios o a una lista incorpórea de reglas, sino de que tratamos de vivir en relación a nuestro Dios.
Intentamos agradar a Dios. Estamos tratando de hacer lo que Dios quiere que hagamos y también recordamos que parte de la naturaleza de Dios es que Dios tiene en sí mismo una autoridad suprema y absoluta por la que Dios y solo Dios tiene la autoridad para obligar las conciencias de sus criaturas. Cuando lidiamos, por ejemplo, con la ciencia de la ética, y todos lidiamos con eso, usamos todo el tiempo palabras como «tener que» o «debe» o «debería» y le damos a estos términos con frecuencia un concepto de obligación moral. Yo digo: «Deberías hacer esto» o «deberías hacer aquello».
Una respuesta legítima a eso, si te digo que debes hacer algo, es: «¿Quién lo dice? ¿Por qué debería hacerlo? Dame una razón para ello». ¿Soy responsable de hacer todo lo que cualquier persona viene y me ordena o debe haber alguna base de autoridad para que alguien imponga una obligación a otra persona? ¿Quién te obliga? ¿Quién tiene el derecho último y absoluto de atar tu conciencia? Al hablar sobre la autoridad observamos que la palabra autoridad contiene otra palabra en español: autor. Pues bien, el que tiene la autoridad es aquel que es autor. En este caso, el autor del universo y el autor de la ley y el autor de la vida humana es el que tiene el derecho supremo de imponernos obligaciones.
He mencionado varias veces mi respuesta al sticker para el auto que se ve con frecuencia en las carreteras: «Dios lo dijo; yo lo creo; eso es suficiente». He objetado ese sticker que introduce un elemento que no debería estar ahí y es el segundo elemento. Dice: «Dios dice; yo lo creo; eso es suficiente». Bueno, damas y caballeros, si Dios lo dice, eso es suficiente, ya sea que lo creas o no, porque Su autoridad no tiene que pasar por un referéndum que exija tu aprobación. Podemos pensar así en términos de los gobiernos humanos, pensar que tales gobiernos dependen de la aprobación de los gobernados, pero no en el ámbito cósmico de todo lo creado.
Dios no requiere nuestra aprobación antes de tener derecho a imponer obligaciones, porque siendo Dios, tiene ese derecho de manera soberana y absoluta. Si Dios ordena que se haga algo o que algo deba hacerse, el hecho de que Él sea la Norma de normas hace que sea el fin de toda discusión; y Él mismo no está bajo ninguna norma externa porque no existe un tribunal de apelación superior. Podemos elegir desobedecer ese mandato. Podemos discutir con la rectitud del mismo y podemos, en ese sentido, decir: «Yo no lo creo y por lo tanto para mí no es vinculante o no ha sido establecido». Pero cósmicamente sí está establecido.
Creo que hay una razón por la que cuando las Escrituras dan una descripción gráfica del juicio final, el tribunal final en la corte del cielo donde cada ser humano está rindiendo cuentas de sí mismo ante Dios, la respuesta universal de aquellos que están siendo juzgados es el silencio. Porque el juicio final no es un tribunal de apelación, cuando Dios habla y juzga, Él juzga según Su ley y no hay argumento que dar; y se nos dice y advierte que Él encontrará a todo el mundo culpable ante Su ley y ante Sus mandamientos.
Estoy explicando este punto para que podamos entender que la ley que estamos llamados a obedecer es una ley que viene de Él. Es Su ley. Es una ley que define una relación, la relación entre el Creador y la criatura, entre el Soberano y el vasallo dependiente, entre el Rey y Sus súbditos. No solo es Su ley en el sentido de que proviene de Él, sino que lo más importante es que es una ley que proviene de Su propio carácter y refleja Su propio carácter. Revela Su carácter. Muestra y exhibe Su justicia y por lo tanto exhibe justicia.
Observen ese orden. No es que primero tenemos un sentido de justicia y luego decimos: «Oh, Dios se ajusta a ella». No, no, no. Primero está Dios en Su carácter perfecto, que es la norma de justicia y es la revelación de quién Él es. ¿Te das cuenta de que cada vez que hay un asunto de ética la gente debate los pros y los contras de ambos lados? No puedo pensar en ninguna forma de comportamiento humano que alguien no se haya levantado a defenderla. Tenemos todo tipo de argumentos y racionalizaciones para defender todo tipo de desobediencia y todo tipo de maldad y discutimos constantemente sobre lo que está bien y lo que está mal.
Lo que el cristianismo afirma, lo que el judaísmo afirmaba, era que hay una norma absoluta, que lo que está bien y lo que está mal no es un asunto de relatividad, sino que esa norma suprema es el carácter de Dios, que luego se manifiesta en Su ley. Cuando era pequeño, por un tiempo tuve que aprender el catecismo para pasar un examen. La mayoría de las palabras del catecismo las he olvidado, pero una de las preguntas simples en el catecismo era esta pregunta: ¿Qué es el pecado? ¿Has pensado alguna vez en eso? Es decir, lo sabemos cuando pecamos y lo sabemos cuando pecan contra nosotros, pero si nos obligaran a escribir una definición en el papel, ¿qué dirías? ¿Cómo definirías el pecado?
Bueno, en el catecismo que aprendí, la respuesta de memoria que dimos fue esta: El pecado es cualquier falta de conformidad o transgresión de la ley de Dios. Déjame escribirlo. Tal vez quieras escribirlo tú también. El pecado es cualquier falta de conformidad a la ley. Esta es una forma un poco extraña de decirlo, ¿no? ¿Qué queremos decir con «cualquier falta de conformidad» a algo? Aquí la «falta» tiene que ver con la carencia, cualquier déficit o ausencia de conformidad hacia la ley de Dios o la transgresión de la misma. Hay algunos conceptos de vital importancia en esto. A veces simplificamos esta doble definición de pecado reduciéndola a los dos tipos de pecados que elaboramos: pecados de comisión o pecados de omisión.
Un pecado de comisión es cuando cometemos una acción que transgrede la ley de Dios. Eso significa que traspasa la frontera. Viola el límite. Pasa por encima de la línea que Dios ha trazado cuando dice: «No debes hacer esto». Si Dios dice: «No lo harás» y lo hacemos, hemos cruzado la línea. Hemos violado el mandamiento. Hemos transgredido Su ley al cometer ese acto. Un pecado de omisión es cuando Dios dice: «Harás esto y aquello otro» y no hacemos lo que se nos pide. Así que, por un lado, podemos pecar activamente, violando directamente la prohibición negativa o pasivamente, dejando de cumplir el requisito positivo que Dios pone ante nosotros.
Así que de lo que se trata aquí es de la falta de conformidad a un estándar. No estamos a la altura de la norma. Hemos visto que la palabra del Nuevo Testamento para pecado «hamartia» significa literalmente «errar el blanco» y usualmente la metáfora que se ve es la de un blanco donde el arquero dispara su flecha al blanco y no solo falla en dar en el centro, sino que ni siquiera da en él. No da en el blanco y el blanco es el estándar o la norma que se supone que debemos alcanzar y por eso el Nuevo Testamento dice: «Por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios».
De nuevo, la metáfora de quedarse corto, de no alcanzar, de no llegar al nivel que no solo es posible o alcanzable, sino que se requiere. No alcanzamos el requisito, de modo que el pecado es cualquier falta de conformidad o transgresión de la ley de Dios. Aquí está la pregunta: ¿Qué pasaría si no hubiera leyes? Vemos que en la respuesta catequética se nos define el pecado en términos de nuestra relación con la ley. ¿Y si no hubiera leyes? En términos sencillos, la fórmula sería ésta: sin ley no hay pecado, porque no se puede ser culpable de pecado a menos que haya una ley que transgredir y el apóstol Pablo dice que sin la ley no hay conocimiento del pecado y se pregunta en Romanos si había ley en el mundo antes de Moisés.
¿Y cómo responde Pablo? Dice: «Sí, porque la muerte reinó desde Adán hasta Moisés y no habría habido muerte si no hubiera habido pecado». Por eso argumenta que además de las tablas de piedra que fueron entregadas en el Sinaí también existía la ley natural de Dios que Él reveló en la naturaleza e inscribió en los corazones incluso de los paganos. De modo que todos en este mundo tienen alguna luz de la naturaleza, algún conocimiento de la ley de Dios, alguna conciencia de lo que está bien y lo que está mal. El tipo de aspectos que Emanuel Kant contempló con su famoso imperativo categórico de que nadie está sin algún conocimiento de la ley de Dios.
Me siento a escuchar a la gente discutir sobre todo tipo de comportamientos y a veces solo quiero decir: «Un momento. Estás argumentando tan inteligentemente como puedes a favor de este modo de comportamiento, pero sabes muy bien que eso está mal. Sabes que el adulterio está mal. Sabes que robar está mal. Sabes que asesinar está mal. Podemos debatir estos temas si quieres, pero lo sabes muy bien». Como dice el Nuevo Testamento: «No solo aprobamos cosas que sabemos que son perversas, sino que tratamos de persuadir a otros de esa misma aprobación». Eso solo subraya la pecaminosidad del pecado.
La primera función de la ley, entonces, es que manifiesta el carácter del Dios cuya ley es, es un espejo, no simplemente un espejo que revela el rostro de Dios, sino que es un espejo para nosotros. ¿Por qué utilizas un espejo? Se ha dicho que nunca nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás. Eso es porque no tenemos la perspectiva de poder vernos desde fuera. Lo mejor que podemos hacer es vernos en un espejo, que en cierto modo está distorsionado porque es una imagen invertida de lo que somos y no nos parecemos exactamente a nuestro reflejo en el espejo, ¿no?
Pero nos vemos al espejo para ver que nuestro peinado está bien, que no hay manchas en nuestra corbata, que no hemos dejado un rastro de comida en nuestras mejillas. Vemos ese espejo por nuestra propia vanidad y nuestra preocupación por cómo nos vemos y lo terrible del espejo es que nos revela nuestras imperfecciones, las manchas que se pueden observar. Lo que Calvino está diciendo es: «Podemos tener un espejo que nos diga si hay suciedad en nuestras caras, pero ¿cómo podemos saber si hay una mancha en nuestra alma? No hay un espejo lo suficientemente brillante, lo suficientemente reflectante para penetrar hasta el corazón de nuestro carácter.
Si queremos ver un reflejo exacto de nuestro carácter moral, necesitamos un espejo mucho más poderoso que los lentes o las gafas que usamos rutinariamente y ese espejo es la ley de Dios». Porque en términos sencillos, amados, lo que pasa es que puedo engañarme a mí mismo pensando que soy un hombre justo. Puedo compararme con otras personas y ver las leyes de la humanidad y medirme y darme una puntuación alta, pero cuando me veo en el espejo perfecto, cuando examino la ley de Dios, quedo devastado porque veo la oscuridad de mi pecado cuando me veo contra la norma de la justicia perfecta.
¿Recuerdas a Isaías? Podría decirse que era el hombre más justo, relativamente hablando, del pueblo judío, el modelo de virtud, tiene un leve atisbo del esplendor y la gloria sin velo de Dios, un simple vistazo a la perfección absoluta de Su justicia y grita una maldición sobre sí mismo. «¡Ay de mí!», grita, «Porque perdido estoy, / Pues soy un hombre de labios inmundos». Tan pronto como vio la pureza de Dios, en el mismo momento vio la inmundicia de Isaías e Isaías habría pasado por su propia vida engañado en su propia evaluación de su rectitud, de su excelencia personal, si no se hubiera visto en el espejo y visto la norma y hubiera visto su propio reflejo en ella.
CORAM DEO
No sé a ti, pero a mí no siempre me gusta verme en los espejos. Recuerdo la primera vez que participé en un programa para bajar de peso y la pregunta rutinaria que hacían los profesores a los nuevos miembros era: «¿Qué te ha traído aquí? ¿Qué te hizo decidir venir y apuntarte a esta clase?». Él repartía sorbetes para beber, sorbetes de refresco y debíamos utilizar este sorbete para simbolizar la gota que colmó el vaso. «¿Cuál fue la última gota que te hizo venir aquí?». Cuando me preguntó, le contesté: «Porque me cansé de apartar la vista del espejo delante de mí en las tiendas cuando pasaba por ellas y veía el reflejo de mi estómago en el espejo». Le dije: «Me cansé de ver eso y de meter artificialmente el estómago por lo que se veía en el espejo».
Eso me hizo ir a aquel lugar, y si me ves ahora, quizás te preguntes que por qué no me veo nuevamente en el espejo y regreso a esas clases. El punto es que descubrí que ni siquiera quería verme en el espejo porque no me gustaba lo que veía. Me pregunto si es por eso que evitamos la ley de Dios, porque no queremos vernos en ese espejo. Pero necesitamos vernos en el espejo porque lo que vemos en el espejo nos lleva al evangelio, nos alerta de nuestra necesidad desesperada del evangelio. El espejo de la ley de Dios, amados, son malas noticias y hasta que no nos veamos en él, nunca entenderemos lo maravilloso de las buenas noticias.