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Transcripción
Continuando con nuestro estudio de la ley de Dios. Entraremos en una exposición de los Diez Mandamientos y veremos cada uno de ellos para ver lo que ordenan o prohíben, pero seguimos analizando la pregunta, ¿de qué manera la ley del Antiguo Testamento sigue teniendo alguna relevancia en la vida del cristiano?
Hemos estado viendo los tres usos de la ley del Antiguo Testamento en nuestro favor y el primero que vimos fue la función de la ley como un espejo. Puesto que la ley procede del carácter de Dios y muestra lo que es la verdadera justicia y lo que es la santidad verdadera, cuando vemos esa ley como si nos viéramos en un espejo y vemos nuestras vidas reflejadas contra ese estándar puro de justicia, nos revela, a veces en términos aplastantes de intensidad, cuánto nos hemos quedado cortos de la justicia verdadera.
Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en la segunda función o el segundo uso de la ley, que es la función de la restricción. Tenemos un axioma en nuestra cultura que se repite cada vez que se debate una ley y dice algo como esto, estoy seguro de que lo has oído o tal vez, Dios no lo quiera, incluso lo has dicho, que se dice sobre los gobiernos: «No se puede legislar la moralidad». ¿Has oído esa expresión? «No se puede legislar la moralidad».
Ahora, a primera vista, prima facie, esa es una afirmación ridícula. Es algo realmente absurdo. En una palabra, señoras y señores, es ridículo. Porque si queremos decir con eso que no se puede legislar la moralidad y esta es la manera como se utiliza una y otra vez en el debate público, es que el gobierno no debe participar en la promulgación de leyes o en la aprobación de leyes que limiten, refrenen o restrinjan el comportamiento o la moralidad humanos. Piénsalo. Si elimináramos las preocupaciones morales de la legislación, ¿qué le quedaría por hacer al congreso en términos de promulgación de leyes? ¿Aprobar leyes relativas a las aves nacionales? Pero incluso eso tendría ramificaciones ecológicas y, por tanto, éticas y morales.
Cuando decimos que no se puede legislar la moral, o que el gobierno no debería legislar asuntos morales, ¿estamos sugiriendo que no debería haber leyes gubernamentales contra el asesinato o que el asesinato no es un asunto moral o que el robo no es un asunto moral? Señores, ¿qué creen que hace el gobierno? El propósito básico de la legislación es promulgar leyes con una fuerte preocupación e interés moral.
Es un asunto moral el cómo conduzco mi auto en la carretera porque no soy una ley para mí mismo y, por mi propia conveniencia, podría convertirme en un conductor temerario y un peligro claro y evidente, de hecho, una amenaza, para la seguridad y la supervivencia de cualquiera que se encuentre cerca de mi auto. Pero la ley limita mis deseos. Me quita parte de la libertad de expresarme con el auto y establece un límite en cuanto a la velocidad a la que puedo conducir sin transgredir una ley y merecerme una multa o la cárcel o ambas. Es responsabilidad del gobierno legislar la moralidad.
Es posible que la forma en que este pequeño axioma se puso originalmente de moda fue con la siguiente percepción: El solo hecho de aprobar una ley que prohíba una determinada forma de comportamiento no es garantía de que ese comportamiento va a ser realmente eliminado. En Estados Unidos es ilegal consumir o vender ciertas drogas, ciertas sustancias químicas. Pero sabemos que el consumo y la venta de drogas ilícitas es una epidemia en nuestra sociedad. Así que, obviamente, el solo hecho de que haya una ley que lo prohíba no elimina la práctica y eso lo sabemos. Pero el asunto es: ¿Restringe o frena la ley el mal de alguna manera? Uno se imagina que sin leyes que restrinjan ciertos patrones de comportamiento, el comportamiento sería aún peor.
Recordamos todas esas películas que hemos visto y los programas de televisión sobre la frontera del oeste, antes de la llegada del alguacil de los Estados Unidos o del juez de distrito y todo el drama de tratar de establecer la ley y el orden en una sociedad anárquica y caótica en la frontera, que se llamaba, coloquialmente, «el salvaje oeste», significaba que la gente se comportaba de una manera que se describía como «salvaje» y que era un lugar peligroso en el cual estar, donde robaban a la gente o robaban ganado en un abrir y cerrar de ojos. De manera que la ley entra al tapete para frenar el mal.
Si examinamos detenidamente el concepto neotestamentario de la institución gubernamental, el gobierno terrenal, en primer lugar y por qué se otorga alguna vez el poder de la espada a un gobierno terrenal, veremos que uno de los propósitos fundamentales que hay detrás del gobierno es frenar el mal, porque si el mal está sin restricción y sin freno, hace imposible la sociedad y la civilización se vuelve bárbara y creo que todos entendemos que necesitamos algún tipo de orden para tener un entorno apropiado para la vida misma.
Uno de los beneficios de la ley de Dios es que sirve de freno. No lo hace de manera absoluta, porque así como es posible que salgamos y desobedezcamos a los magistrados civiles cuando aprueban las leyes, o como cuando vemos una señal en la autopista que dice: «Límite de velocidad 90 kilómetros por hora», eso no nos impide ir a 100.
Una vez tuve una interesante discusión sobre este punto y alguien me dijo: «La ley te da 10 kilómetros por encima del límite». Yo le dije, «No, la ley no te da 10 kilómetros por encima del límite. Si el límite es 90, no te da ni un kilómetro por encima del límite». Luego dijo: «Bueno, nunca te multan». Yo dije: «Bueno, estás hablando de las fuerzas del orden, pero esa no es la ley. La ley dice 90, ¿y qué significa la palabra “límite”? Significa que ese es el límite y si sobrepasas ese límite has transgredido la ley. Has violado la ley. Has infringido la ley y ahora eres culpable».
Soy tan culpable como la mayoría de la gente en ser algo despreocupado a la hora de obedecer estos límites de velocidad y con frecuencia veo mi velocímetro y me doy cuenta de que manejo por encima del límite de velocidad, y observo lo siguiente, que cuando estoy en una zona de 80 kilómetros por hora, con frecuencia veo mi velocímetro y veo que estoy a 85 y cuando estoy conduciendo en un límite de 90, miro el tablero y veo que estoy conduciendo a 95. Ahora, lo que no veo cuando estoy en una zona con un límite de velocidad de 90 kilómetros por hora es echar un vistazo a mi velocímetro y ver 120.
Si no hubiera límite de velocidad allí, estaría viendo 120 con frecuencia y probablemente en la bajada donde yo fijaría mi propio límite de velocidad, pero a pesar de que estoy siendo desobediente aquí y a pesar de que estoy violando la ley, ¿hay alguna restricción? Yo sigo restringido de expresarme de la manera que lo haría si no tuviera ninguna ley o limites en los cuales establecer mis hábitos de manejo. Aunque el límite de velocidad no transforma a RC Sproul en un ciudadano perfectamente obediente, de todos modos ejerce cierta restricción sobre él.
Por supuesto, parte de esa restricción es el miedo al castigo y no me preocupa la multa. No me preocupa tanto el puntaje. No estoy tan preocupado por el aumento del valor de mi seguro. Esos son factores que me frenan cuando conduzco, pero lo que más me frena es la ira de mi esposa, que es más sensible al límite de velocidad no porque tenga un afán de obediencia civil, sino porque tiene aversión a tener que pagar multas por infracciones de tráfico. Así que esa es una restricción más para mí.
Permítanme leerles por un momento lo que Calvino dice sobre este segundo uso de la ley, este concepto de restricción. Él dice, «El segundo oficio de la ley es, por medio de sus temibles denuncias y el consecuente temor al castigo, frenar a aquellos que, a menos que sean forzados, no tendrían ninguna consideración por la rectitud y la justicia. Tales personas son refrenadas no porque su mente esté interiormente conmovida y afectada, sino porque, como si se les pusiera una rienda, refrenan sus manos de los actos externos, e internamente ponen freno a la depravación, que de otro modo estallaría petulantemente. Es verdad, pero no por eso son mejores o más justos a los ojos de Dios».
Este es un punto importante. Si la única razón por la que obedezco la ley es por miedo al castigo o temor a las consecuencias y no porque mi corazón esté inclinado a agradar a Dios, no soy mejor a los ojos de Dios que la persona que, con abandono temerario, viola Sus normas y Su ley. Pero, de nuevo, el beneficio de esta restricción forma parte de lo que en teología llamamos «la gracia común de Dios». La gracia común de Dios.
Recordamos a Winston Churchill hablando de las debilidades y deficiencias de las formas democráticas de gobierno; y después de hacer una crítica masiva de varias formas de democracia, Sir Winston Churchill dijo: «Con todas sus debilidades, esta forma está muy por encima de cualquiera que esté en segundo lugar, e incluso llegó tan lejos que afirmó que la tiranía es mejor que la anarquía, que la peor forma de gobierno es no tener gobierno en lo absoluto, donde hay desenfreno, donde la gracia común de Dios está oscurecida».
Lo que queremos decir con gracia común no es esa gracia o gracia especial por la cual somos llevados a una relación salvífica con Cristo, gracia salvífica, sino que estamos hablando del bienestar común que Dios provee para Su pueblo: el sol, la lluvia que cae sobre justos e injustos. Los beneficios generales, universales que recibimos de la mano de Dios. Uno de esos es el beneficio de Su ley, la ley de la naturaleza, la ley de las naciones, que hace posible hasta cierto punto que las personas pecadoras vivan juntas sin destruirse completamente unas a otras. Ese es uno de los beneficios de la restricción de la ley.
Pero aquí también hay una ironía, y la ironía es la siguiente, como el apóstol Pablo observa en el Nuevo Testamento: que así como la ley por un lado nos restringe del pecado, sin embargo, debido a la maldad de nuestros corazones, a veces tiene el efecto contrario. A veces nos incita a pecar. Tenemos el axioma en nuestra cultura: «Las reglas están hechas para ser rotas». Conoces al niño que se comporta de cierta manera durante el día y no tiene ningún deseo de hacer cierta actividad hasta que le dices que no tiene permitido hacerla, y tan pronto le dices: «Esto no se puede hacer», eso es lo primero que quiere hacer.
Es decir, hay algo inherentemente a nuestra naturaleza depravada que nos hace disfrutar cuando infringimos las leyes por el simple placer de hacerlo. Recuerdo esto en mi propia juventud. Recuerdo que en el colegio había un juego de hombría y hacíamos este juego que consistía en ir al supermercado y robar un cómic o un periódico o un chocolate y era una forma de demostrar nuestra hombría. Recuerdo que lo hice una vez. Fui al supermercado y robé algo. Robé un rollo de salami, del departamento de carnes, y salí de puntitas de la tienda con él, y lo irónico era que no me gustaba el salami; pero lo hice, literalmente, solo por el placer de hacer algo malo, solo por la diversión de infringir la ley. ¿No es un comentario notable sobre mi alma? Sé que no soy el único que hace esto.
Vimos el segundo uso de la ley como restricción y recordamos que el primer uso de la ley fue como un espejo por el cual nuestros pecados son expuestos a la luz de la norma y el estándar de la justicia de Dios. Con respecto a estos dos primeros usos de la ley, Calvino dice que ambos usos cumplen con la metáfora que se utiliza en las Escrituras sobre el uso de la ley como un tutor para llevarnos a Cristo, el tutor. Si nos fijamos en el lenguaje que el Nuevo Testamento usa acerca de la ley como tutor, podemos ser fácilmente engañados porque en el antiguo sistema educativo, en el aula, donde los niños se reunían para aprender, había dos adultos, dos oficiales encargados. Estaba el maestro y estaba el pedagogo, que era el tutor, y la función del tutor no era impartir información. La función del tutor era impartir disciplina.
Tal vez hayan visto algunos cuadros de escuelas rurales de una sola aula, en Nueva Inglaterra, donde un maestro severo está enseñando en la parte delantera de la clase y otra persona está allí con una vara larga de bambú, golpeando a un alumno en la cabeza o poniéndole orejas de burro. Esa persona era la responsable de disciplinar o castigar al alumno rebelde y hacer que prestara atención al profesor. He aquí la analogía. Dios nos habla de la remisión gratuita de pecados en el evangelio, pero no prestamos atención.
No sé cuántas veces la gente me ha dicho: «RC, te gusta la religión, te gusta Jesús y todo eso, y si eso significa algo para ti, bien por ti, pero yo no lo necesito. No necesito a Jesús». No puedo pensar en una afirmación que haya escuchado a la gente que me desconcierte más que esa. Si tenemos la más mínima comprensión del carácter de Dios y una infinitesimal comprensión de nuestro propio carácter, entonces tenemos que ser conscientes de que necesitamos desesperadamente un salvador. Pero creemos que no necesitamos un redentor. Pensamos que lo estamos haciendo bien. Pensamos que Dios nos está calificando en base a una curva promedio y que nuestras obras son lo suficientemente adecuadas y nuestra rectitud es lo suficientemente elevada para satisfacer las demandas de un Dios santo.
Pero nos estamos quedando profundamente dormidos mientras se predica el evangelio hasta que el tutor viene y nos da un golpecito en la cabeza y nos despierta ante el peligro y exige que prestemos atención al maestro. El tutor no se limita a asentir con nosotros. El tutor, en este caso es la ley que nos conduce a Cristo. Cuanto más nos vemos en el espejo, más observamos el aspecto restrictivo de la ley, más desesperadamente comprendemos nuestra necesidad del evangelio.
CORAM DEO
A veces oímos una distinción que se hace en la iglesia sobre si vamos a predicar la ley o el evangelio, fíjense cómo lo he dicho: la ley o el evangelio, pero si vemos las Escrituras, la preocupación que vemos en ella es por la ley y el evangelio. Tanto la ley como el evangelio son de vital importancia para la vida de la iglesia y para el cristiano individual. Martín Lutero dijo una vez: «Si no hubiera sido por la ley, nunca habría conocido mi necesidad del evangelio.
Nunca habría visto la dulzura del evangelio si no hubiera estado expuesto a los terribles castigos de la ley» y la actitud despreocupada que tenemos hoy hacia el evangelio, nuestra disposición a transigir con respecto al mismo, a negociarlo o a ignorarlo, creo que está inseparablemente ligada a nuestra ignorancia de la ley de Dios.
Ya no hay más tutores en nuestra escuela.