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Transcripción
Continuamos con nuestro estudio de los juramentos y votos sagrados y solemnes. Hemos visto que el Nuevo Testamento da una importancia privilegiada a la santidad de los juramentos y votos y al principio general de decir la verdad y la fidelidad a las promesas. He mencionado que tenemos una crisis en nuestra sociedad actual porque las promesas no parecen significar mucho para la gente.
El otro día, le dije a mi hija, que estaba preparada y lista para celebrar su cumpleaños número treinta y nueve, en realidad por primera vez, no por milésima vez, como dicen algunas mujeres y estábamos a pocos días de su cumpleaños y le dije: «Oh, por cierto, cariño, lo siento. Tengo que decirte algo». Ella dijo: «¿Qué?». Le dije: «No voy a poder estar en casa el sábado de tu cumpleaños». Ella me miró y no sonrió y había fuego en sus ojos irlandeses y me dijo: «Eso no es gracioso, papá».
Quería hacerle una broma porque con frecuencia ella se ha opuesto a las muchas veces que cuando estaba creciendo yo estaba ausente en su cumpleaños porque estaba fuera enseñando en algún lugar. Me dijo: «Papá, cuando era niña, me decías cada vez que te perdías mi cumpleaños: “Bueno, lamento habérmelo perdido, cariño, pero el próximo año sí que voy a estar en casa para tu cumpleaños”. Y cuando llegaba el año siguiente te ibas a otro lugar. Era muy doloroso para mí. Realmente no es nada gracioso».
Ella tenía razón, no era gracioso y yo estaba tratando de hacerle una broma. Pero no me funcionó. Me dijo: «Eso no es gracioso, papá». Ella también dijo: «Nunca es divertido romper una promesa». Es muy doloroso escuchar a un niño decir: «Pero lo prometiste, papá» o «Lo prometiste, mami». También reconozco que los niños a veces usan esa frase cuando no es verdad porque saben lo manipulador y poderoso que eso puede ser.
Tengo un nieto en este momento que me pregunta: «¿Podemos hacer esto y aquello?». Le digo: «Bueno, ya veremos. Lo pensaré». Luego, al día siguiente, dice: «¿Vamos a hacerlo?». Le digo: «No, no vamos a poder hacerlo». Me responde: «Lo prometiste». Le digo: «Prometí pensarlo; no prometí hacerlo». Los niños usan la expresión cuando en realidad no se ha hecho ninguna promesa.
Sin embargo, creo que todos somos culpables de hacer promesas que no cumplimos. No necesariamente las sellamos con juramentos y votos solemnes, pero la razón de los juramentos y votos es reforzar la promesa porque por naturaleza, como seres humanos caídos, no siempre somos fieles a nuestra palabra, fieles a las promesas que hacemos.
Otra cosa que sucede en nuestra cultura al respecto es cuando las personas se comprometen bajo promesas a hacer algo, y tienen toda la intención de hacerlo hasta que aparece algo mejor. He tenido este problema en mi propio ministerio en el que alguien me pide que hable en un pequeño evento en algún lugar y lo agendo y acepto hacerlo, y luego, en el ínterin, me invitan a un evento más grande como orador principal y, por supuesto, la tentación es decir: «Espera un minuto, tendré que cancelar el otro evento para poder hacer este». Pero realmente no se nos permite hacer eso bajo la Palabra de Dios. Se supone que tu palabra es tu palabra y si le digo a alguien que voy a hacer algo, eso no significa que lo haré a menos que surja algo mejor.
Cuento la historia de uno de mis antiguos profesores que ilustró esto refiriéndose a un acuerdo que hizo con un carpintero. Tenía que hacer un pequeño trabajo en su casa, un trabajo que podía terminarse por completo en un día e implicaba solo unos pocos cientos de dólares de material y mano de obra. Le preguntó a este carpintero si lo haría y el carpintero accedió a hacerlo y fijó una fecha en la que iría y cumpliría su promesa.
Bueno, el profesor estaba allí esperándolo ese día y el carpintero nunca apareció, así que el profesor llamó al carpintero y este le dijo: «Lo siento, pero no pude ir porque tenía que ir y hacer otro trabajo más importante». El profesor le dijo: «Bueno, pero dijiste que ibas a estar aquí hoy». «Bueno, sí, voy a ir a hacerlo» dijo, «Solo que no podía hacer un trabajo más pequeño cuando se me presentó la oportunidad de un trabajo más grande». Él le respondió: «No gracias, creo que prefiero contratar a alguien que, cuando diga que va a hacer un trabajo para mí, lo haga y no lo haga solo si no aparece nada mejor». Pero ese no es un incidente aislado en nuestra cultura. Ocurre todo el tiempo.
Sé que una de las frustraciones de mi esposa y de mi hija es que cuando tienen personal de servicio programado para venir a la casa a hacer una reparación o esto o aquello y les dicen: «Estaremos allí mañana a las diez de la mañana». Entonces ellas organizan sus horarios para estar allí, para asegurarse de que alguien esté en casa para dejarlos entrar, y ellos no vienen y no llaman. Tal vez llegan a las cuatro o a las cinco de la tarde y no entienden que eso es una violación a las expectativas de otras personas.
Cuando digo que voy a hacer algo, creo una expectativa razonable en la mente de la otra persona de que, de todas maneras, haré lo que he dicho que haría. No conozco a nadie que cumpla su palabra perfectamente a ese nivel; pero, de nuevo, es porque somos tan malos en cumplir nuestra palabra sin juramentos y promesas, que todo el proceso de votos y juramentos sagrados ha sido establecido por Dios para recordarnos la importancia de esa promesa que estamos haciendo.
Ya mencioné en esta serie la santidad del voto matrimonial y cómo eso ha sido socavado en nuestra cultura y quiero repetir eso por esta razón: Que escucho con frecuencia a personas que hoy en día quieren mudarse y vivir juntas en lugar de entrar en una relación matrimonial formal. Esto se ha convertido en una moda tan común en nuestra cultura actual que algunos sociólogos y antropólogos están preocupados de que toda la institución del matrimonio pueda ser eliminada en los años venideros.
Cuando hablas con personas que viven juntas en lugar de entrar en un contrato matrimonial formal y les preguntas al respecto, con frecuencia la respuesta que obtienes de estas personas es: «¿Por qué le dan tanta importancia a un pedazo de papel?». Como si lo único que se necesitara para un pacto matrimonial fuera un pedazo de papel con la firma de alguien. Le dije: «¿No entiendes lo que está pasando, cómo Dios ha instituido el matrimonio desde el principio, no solo para los creyentes, sino para todos los seres humanos y que la santidad de esa relación es solemnizada y confirmada por un juramento?».
Hay una gran diferencia entre una promesa que alguien le susurra al oído a una joven en el asiento trasero de un auto, el sábado por la noche, y una promesa que se formaliza públicamente cuando hay testigos, cuando hay personas que están facultadas para hacer cumplir estos contratos y estas promesas. La ceremonia clásica del matrimonio, por lo general empieza con palabras como estas: «Amados, estamos reunidos aquí en la presencia de Dios y de estos testigos para unir a este hombre y a esta mujer en el vínculo santo del matrimonio».
Lo que se declara allí es que esta ocasión es un acontecimiento sagrado. Es un evento de adoración que ocurre delante de Dios y frente a los testigos terrenales, que el acuerdo de pacto se hace, de hecho, ante toda estructura de autoridad que es importante para los seres humanos, frente a los amigos de la pareja, frente a su familia, frente a representantes generalmente de la iglesia, no siempre, pero con frecuencia de la iglesia y de los representantes del Estado y en presencia de Dios y de todas estas personas.
De modo que si me paro frente a estas personas y le hago ciertas promesas a mi novia, de lo que haré y que lo haré por siempre mientras ambos estemos vivos, y tomo esa promesa a la ligera y violo los votos y no tomo mis votos en serio, tal vez mis amigos lo hagan. Tal vez mis amigos digan: «Oye R.C., ¿qué estás haciendo coqueteando con esta chica aquí? Estás casado; has hecho votos y tienes que cumplirlos». Bueno, tal vez mis amigos no lo tomen en serio, pero tal vez mi familia sí, pero tal vez mi familia no lo tome en serio. Entonces espero que la iglesia lo haga, pero lamentablemente, no podemos depender de eso en estos tiempos. Incluso si la iglesia no lo hace, tal vez el Estado, el gobierno, lo haga, y al menos me ponga algunos obstáculos para divorciarme.
Ahora con el divorcio sin culpa, el Estado apenas reconoce la santidad de estos votos. Pero mi punto es que, si cada institución humana en este planeta denigra la importancia de estos votos, Dios no lo hará. Dios todavía nos considerará culpables por no cumplir esas promesas que hacemos cuando juramos en Su presencia y por Su nombre. Esa es una gran diferencia con un acuerdo casual de dos personas sin testigos para convivir. Ese es el corazón mismo de lo que es el matrimonio. Es un contrato sagrado, un pacto que se basa en juramentos y promesas ante Dios y ante testigos humanos.
Habiendo dicho eso, pasemos entonces a la cuarta sección de la Confesión de Westminster, en el capítulo 22 sobre juramentos y votos lícitos, donde dice: «Un juramento debe hacerse en el sentido claro y común de las palabras, sin ambigüedad o reservas mentales. Dicho juramento no puede obligar a pecar; pero en todo lo que no sea pecaminoso, habiéndolo hecho, su cumplimiento es obligatorio aun cuando sea en perjuicio propio; tampoco debe violarse aunque se haya hecho a herejes o infieles».
Hay mucho en esta sección particular de la confesión sobre el contenido de los juramentos y votos sagrados y quiero dedicar algo de tiempo a eso. No podré terminar esta sección hoy, pero lo seguiremos viendo en nuestra próxima sesión. Pero veamos lo que podemos. Un juramento debe hacerse en el sentido llano y común de las palabras, sin equívocos ni reservas mentales.
Recientemente di una serie de clases sobre esto en nuestra iglesia e hice referencia a una experiencia que tuve que fue muy desalentadora cuando estaba en el seminario. Un amigo mío que se estaba preparando para sus exámenes de ordenación se acercó a mí con una pregunta estratégica. Me dijo: «R.C., ¿qué te parece?». Él dijo: «Cuando tenga la examinación de mi ordenación, ¿debo ir con la resurrección de Cristo o no?». Le pregunté: «¿Qué quieres decir: “¿Debo ir con la resurrección de Cristo o no?”». Dijo, «Bueno, ¿debo decir que creo en la resurrección?». Le dije: «¿Crees en eso?». Él dijo: «No». Le dije: «Bueno, entonces, tienes que decir eso».
Estuve presente viendo su examen y cuando llegó el momento en el que se le preguntó sobre sus puntos de vista con respecto a la resurrección de Cristo, afirmó su creencia en la resurrección de Cristo, no porque sus puntos de vista hubieran cambiado en los pocos días entre el momento en que hablé con él y el momento en que fue sometido a ese examen. Sino que se había preparado durante años para convertirse en ministro y no creía en esta doctrina en particular, pero sabía que estaría en problemas con la iglesia si negaba esta doctrina.
Entonces lo que hizo fue perjurar bajo juramento; mintió en el momento de su examen de ordenación. En otras palabras, dio su promesa y sus puntos de vista con los dedos cruzados. La mayoría de las personas que hacen esto, no son tan descaradas en el perjurio como lo fue mi amigo. Por lo general, cometen este perjurio utilizando lo que llamamos la salida de escape de una ambigüedad estudiada y practicada. Es decir, dando respuestas ambiguas a las preguntas de manera intencional.
Hace unos años tuvimos un gran alboroto sobre este documento de evangélicos y católicos romanos, cuando escribieron una declaración en la que decían que creían en un punto de vista común del evangelio y de la fe común que practicaban, entre otros temas. Eso creó mucha discusión y lo interesante para mí fue que el líder protestante y el líder católico romano de este diálogo dijeron públicamente que no querían decir lo mismo con las mismas palabras que se usaron.
Mi pregunta fue obvia: «Entonces, ¿cómo puedes declarar al mundo que tienes un acuerdo cuando ambos saben que han engañado con las palabras? Ambos usaron intencionalmente una ambigüedad estudiada, donde el católico romano podía interpretarla a su manera y el protestante podía interpretarla a su manera y nunca se encontrarían los dos en el camino, para luego fingir que tienen un acuerdo. Eso es fundamentalmente deshonesto y eso es a lo que se refiere la Confesión aquí, cuando haces juramentos, promesas o declaraciones con equívocos.
El equívoco es una falacia en la que las palabras cambian de significado en medio de la discusión o cuando firmas un juramento o declaras tu fe, usando palabras, pero usando las palabras que incluso pueden tener una connotación ortodoxa pero a las que no atribuyes un contenido ortodoxo. Esto ha sucedido no solo en la iglesia, sino que sucede en todas partes, con personas que hacen promesas de hacer esto o aquello, o juran ante Dios que creen tal verdad, pero están usando reservas mentales, pues no quieren decir con su promesa lo que el significado claro y directo de las palabras comunican.
Puedes excusarte de este tipo de acciones, en el análisis final, usando excusas tales como: «Bueno, depende de cuál sea el significado de “es”». Uno de los comentarios presidenciales más famosos de la historia de Estados Unidos, que fue un claro ejemplo del desuso del equívoco bajo juramento y reserva mental. Lo que dice la Confesión es que ningún juramento debe ser tomado de esta manera, sino que debe ser dado en el sentido claro y común de las palabras, sin equívocos, sin reservas mentales. De lo contrario, como digo, la promesa no tiene sentido.
Estuve involucrado en un desarrollo teológico en los años sesenta donde la iglesia en la que estaba sirviendo estaba pasando por una crisis en su propia confesión e iba a adoptar una serie de confesiones para agregar a su confesión histórica y clásica, de hecho, un libro completo de confesiones. Yo era parte del comité en ese momento y la iglesia entonces abrazó este libro de confesiones. Unos años más tarde, me estaba mudando de presbiterio, de un área del país a otra y tuve que ser examinado por el comité del presbiterio actual y una de las personas me preguntó: «De todas las confesiones que tenemos en nuestro Libro de Confesiones, ¿cuál expresa más claramente tu teología?». Yo respondí sin dudarlo: «La Confesión de Westminster» y la persona estaba indignada.
Él dijo: «¿Qué hay de malo con las otras confesiones?». Le dije: «Yo no dije nada malo con las otras confesiones. Se me preguntó cuál era la que representaba con más claridad mis puntos de vista y respondí eso». Bueno, estaban muy molestos por eso y luego, finalmente, después de que terminó la discusión, me excusaron mientras iban a deliberar sobre si yo era aceptable para ellos. Antes de salir de la habitación, dije: «Me gustaría pedirles algo». Dijeron: «¿Qué cosa?». Les dije: «Si Uds. no me encuentran aceptable para este presbiterio, espero que no sea porque he expresado lealtad a la confesión bajo la cual fui ordenado y juré defender y bajo la cual todos ustedes fueron ordenados».
Bueno, ellos me aprobaron porque no aprobarme sería exponerse a sí mismos como habiendo cometido perjurio en el momento de su propia ordenación, lo cual hicieron y de lo cual era común en la iglesia en ese momento.
CORAM DEO
Cuando estaba en la universidad, tuve un encuentro vergonzoso con un teólogo brillante. Este teólogo vino a nuestro campus como orador invitado y dio una conferencia sobre el tema de la predestinación. Por supuesto, eso fue completamente inesperado porque estábamos interesados en ese jugoso tema de teología. No me gustó lo que el profesor enseñó. Él era un hombre reformado y yo no lo era en ese momento.
Después de la presentación, me acerqué a él en privado y le hice una pregunta directamente. Él contestó la pregunta metódicamente, cuidadosamente y cuando terminó con su respuesta le dije: «Bueno, eso no es lo que quise decir». Él dijo: «Entonces, ¿qué quisiste decir?». Luego reformulé mi pregunta y resultó que era una pregunta completamente diferente a la que hice la primera vez. Me dijo: «Estaría encantado de contestar tu segunda pregunta, joven. Pero tienes que aprender a decir lo que quieres decir y a querer decir lo que dices».
Eso sucedió hace cuarenta años y lo recuerdo como si fuera ayer porque me lo tomé en serio. Pensé: la gente de verdad escucha lo que decimos y se supone que queremos decir lo que decimos, y que decimos lo que queremos decir. Esto es lo que está detrás del mandato bíblico de que tu sí sea sí y tu no sea no.