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Transcripción
En nuestra última sesión, vimos brevemente la idea popular del amor incondicional de Dios y expresé una seria advertencia sobre la facilidad con la que esa idea puede ser malinterpretada por aquellos que la escuchan y prometí esa vez hablar sobre un cierto sentido en el que el amor de Dios es incondicional y otro en el que no lo es, y eso veremos hoy. Todos entendemos que es prerrogativa de la mujer, en este mundo, cambiar de opinión y del mismo modo, es axiomático que la prerrogativa del teólogo es hacer distinciones sutiles.
Entonces, lo que quiero hacer hoy es distinguir entre tres tipos específicos de amor en relación con el carácter de Dios. Esos tres tipos de amor que distinguimos pueden definirse como, en primer lugar, el amor de benevolencia, en segundo lugar, el amor de beneficencia y, en tercer lugar, el amor de complacencia. A medida que viajo he descubierto, sobre esto, que muy pocos cristianos son conscientes de esta distinción histórica de estos tres tipos o categorías de amor. Quiero tomarme un tiempo hoy para definirlos y para ver si podemos encontrar algunos ejemplos bíblicos de cada uno de ellos.
Empecemos, en primer lugar, con el amor divino de benevolencia. Y… primero lo pondré en la pizarra. Hemos escuchado esta palabra, sin duda, de vez en cuando, y podemos separarla en términos de sus raíces lingüísticas. Tenemos un prefijo y una raíz. El prefijo bene significa bueno o bien. Pensamos en la bendición al final del servicio, que es realmente un «buen dicho» en el que estamos pidiendo que Dios trate bien a las personas en ese pronunciamiento final.
Y la palabra volencia proviene del latín volens, que significa voluntad o querer y así literalmente lo que tenemos cuando hablamos de benevolencia es una especie de buena voluntad. Y su antónimo o su opuesto directo sería la malevolencia, que es una mala voluntad o una disposición malvada que, por supuesto, nunca se lo atribuimos a Dios. Así que la benevolencia de Dios tiene que ver con Su buena voluntad hacia las personas. Permítanme recordarles el anuncio celestial que es reportado por Lucas en la narración de Navidad cuando aparecen los ángeles.
Leemos en el capítulo 2 de Lucas en el versículo 8: «En la misma región había pastores que estaban en el campo, cuidando sus rebaños durante las vigilias de la noche. Y un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: “No teman, porque les traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; porque les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: hallarán a un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”». Aquí tenemos el anuncio angelical, la anunciación, en este caso, del nacimiento de Jesús el Salvador.
Y luego leemos: «De repente apareció con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo: “Gloria a Dios en las alturas, / Y en la tierra paz entre los hombres”». Todos estamos familiarizados con ese versículo «en la tierra paz entre los hombres». Otras traducciones lo traducen de manera algo diferente y dicen: «En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres», porque hay una ambigüedad gramatical aquí que deja abierta la pregunta de si esa buena voluntad es una expresión de la buena voluntad de Dios hacia nosotros o si es la promesa de Dios a las personas que extienden su buena voluntad a los demás. Prefiero la interpretación clásica de esto, que tiene referencia a la buena voluntad de Dios.
Por supuesto, cuando hablamos de la buena voluntad de Dios, estamos siendo casi redundantes. De hecho, estamos siendo redundantes, porque Dios no tiene ninguna otra voluntad excepto una buena voluntad. Podemos asumir que Su voluntad siempre manifiesta Su carácter y Su persona, lo cual es bueno. Uno de los objetivos que hemos estado tratando de lograr a lo largo de esta serie sobre el amor de Dios es ver cómo el atributo del amor divino se relaciona con otros atributos de Dios. Hemos visto cómo el amor de Dios es un amor santo, es un amor eterno, es un amor soberano y otros más.
Ahora estamos viendo que Su amor está inseparablemente conectado a Su bondad. En Juan 3:16, ese famoso versículo, «De tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito» y demás, que describe la voluntad de Dios al enviar a Su Hijo al mundo. Cuando Dios envió al Hijo al mundo, esto no fue tan solo una expresión de Su voluntad, sino que obviamente fue una expresión de Su buena voluntad, que se complació en enviar a Su Hijo unigénito al mundo. A veces escuchamos descripciones de gobernantes, históricamente, del denominado dictador benevolente.
Algunas personas han tomado la idea de un dictador benevolente como un oxímoron, porque la idea de un dictador generalmente la asociamos no con benevolencia sino con malevolencia, con alguien que es malvado, opresivo y tirano y demás. Pero entendemos en teoría, e incluso en la historia, que ha habido aquellos que han ascendido a posiciones de poder que han sido reyes, por ejemplo o emperadores que manifestaron una buena voluntad hacia sus súbditos. Encontramos que, en última instancia, Dios, quien es el gobernador supremo del cielo y la tierra, es alguien que tiene una autoridad aún más alta que cualquier dictador terrenal, sin embargo, gobierna y reina con benevolencia, con buena voluntad.
También puedo añadir a esto la idea de que cuando hablamos del amor benevolente de Dios, estamos hablando, de nuevo, de Su voluntad y esa dimensión de Su voluntad que llamamos la voluntad de la disposición. Esto describe la postura o actitud básica de Dios hacia Sus criaturas. Permítanme tomar un momento para regresar a las páginas del Antiguo Testamento, a un texto que creo que es importante con respecto a este tema, y ya lo he perdido, pero lo encontraré muy rápido, el libro del profeta Ezequiel, el capítulo 33.
En Ezequiel 33, empezando en el versículo 10, leemos estas palabras: «Y tú, hijo de hombre, dile a la casa de Israel: “Así han hablado: ‘Ciertamente nuestras transgresiones y nuestros pecados están sobre nosotros, y por ellos nos estamos consumiendo; ¿cómo, pues, podremos vivir?’”. Diles: “Vivo Yo”, declara el Señor Dios, “que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Vuélvanse, vuélvanse de sus malos caminos. ¿Por qué han de morir, oh casa de Israel?”». Creo que fue de este texto que Francis Schaeffer tomó prestado el título de quizás su obra más famosa, «¿Cómo viviremos?», porque Ezequiel menciona esa pregunta básica aquí. Pero noten que en este versículo en particular dice que Dios no se complace en la muerte de los impíos, porque Su actitud básica, incluso hacia la humanidad caída, incluso aquellos que están expuestos a Su ira, es una disposición de bondad, de bienestar.
Ahora, tenemos que ver que esta declaración particular de que Dios no se complace en la muerte de los impíos viene justo luego de una declaración anterior, la cual veremos en el versículo 7, Ezequiel dice: «Y a ti, hijo de hombre, te he puesto por centinela de la casa de Israel; oirás, pues, la palabra de Mi boca, y les advertirás de Mi parte. Cuando Yo diga al impío: “Impío, ciertamente morirás”, si tú no hablas para advertir al impío de su camino, ese impío morirá por su iniquidad, pero Yo demandaré su sangre de tu mano. Pero si tú, de tu parte adviertes al impío para que se aparte de su camino, y él no se aparta de su camino, morirá por su iniquidad, pero tú habrás librado tu vida».
Es muy importante que entendamos esto porque algunas personas, basadas en el principio del amor benevolente de Dios, han extraído de esta idea todo el concepto de la salvación universal, es decir, si Dios es básicamente benevolente en Su disposición a toda la humanidad y ama benevolentemente a todas las personas, entonces obviamente en el análisis final nadie perecerá, nadie irá al infierno, porque para que Dios envíe a alguien al infierno estaría vulnerando esta característica de Su ser, es decir, Su benevolencia.
Pero aquí vemos en las Escrituras todo lo contrario. Que, en esta estrecha conjunción entre estas dos declaraciones, por un lado, advierte a la gente de las consecuencias si no advierten a los impíos impenitentes sobre apartarse de sus pecados y luego dice que, si son advertidos y no se vuelven de sus pecados, entonces perecerán en su iniquidad. Que a pesar de la aclaración adicional que obtenemos del libro de Ezequiel, que Dios no se complace en la muerte de los impíos; sin embargo, aunque no lo disfruta, por así decirlo, todavía lo decreta. Ese es el punto que debemos recordar: que incluso en Su benevolencia, Dios nunca negociará Su justicia o Su propia santidad y aún castigará a los impíos a pesar de estar en una disposición de buena voluntad hacia ellos.
Me gusta pensar en ello como un juez, por ejemplo, cuyo hijo es llevado ante él, que es culpable de un gran robo. El caso se escucha en la corte y el juez sabe que su hijo es culpable y el jurado trae el veredicto de culpable y se deja al juez que sentencie a la parte culpable debido a lo que exige la ley. Un juez justo en esta circunstancia impondría una pena justa incluso a su propio hijo, a pesar de su preocupación personal, a pesar de su amor personal por ese hijo, por su propio amor a la ley y a la rectitud y la justicia, sentenciará a su hijo a prisión. Puede hacerlo con lágrimas, pero sin embargo, debido a su compromiso con la rectitud y la justicia, el juez hará lo correcto.
Eso lo vemos en las Escrituras con el diálogo que Dios tuvo con Abraham cuando Abraham trató de salvar a Sodoma y Gomorra y se quejó de que Dios podría castigar a los inocentes con los impíos. Ustedes saben que finalmente Abraham recobró el sentido y dijo: «El Juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?». Obviamente, Dios en su juicio hace lo que es correcto, juzga de acuerdo con Su justicia y este juicio se lleva a cabo en conjunción con Su propio espíritu de benevolencia hacia una raza rebelde de personas. Así que Su benevolencia no cancela Su compromiso con la justicia y la rectitud como hemos visto aquí en este texto de Ezequiel.
Otra vez, la idea es que Dios puede castigar a los impíos, pero no lo motiva la adrenalina o no castiga con júbilo. Este no es el Marqués de Sade; este es el Señor Dios omnipotente, que en cierto sentido se entristece por las consecuencias del pecado humano, aún mientras los castiga, de modo que Su juicio nunca fluye de la malevolencia. La nuestra quizá. Podemos buscar el juicio sobre la base de un odio injustificable o venganza personal, Dios no opera sobre esa base, sino que obra según su buena voluntad fundamental.
Ahora, el segundo tipo de amor del que estamos hablando aquí es el amor de beneficencia. La única diferencia entre la benevolencia y la beneficencia es la diferencia entre el querer y el hacer. La beneficencia o el amor divino de beneficencia tiene que ver con su actividad hacia las criaturas de este mundo, que sus buenas acciones fluyen de su buena voluntad. Lo que hace es derramar beneficios, incluso a los impenitentes, incluso a los impíos, de innumerables maneras. Nos encontramos con esto, claramente, en la enseñanza de Jesús en el Sermón del monte.
En primer lugar, veamos Mateo capítulo 5 versículos 43-48; como lo dice la RV60 en el Sermón del monte, cuando Jesús nos da esta enseñanza. Donde dice: «Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» [RV60].
Aquí Jesús está dando una ética trascendente a la iglesia, cuando está en total oposición a la «halajá», que es la tradición oral de los rabinos. La forma en que los rabinos habían interpretado el gran mandamiento en Deuteronomio que decía que estamos llamados a amar a nuestro prójimo. Agregaron a esto la idea de que, sí, ama a tu prójimo, pero puedes odiar a tu enemigo. Jesús dijo no. Eso es lo que has escuchado de ellos, pero te estoy dando una perspectiva diferente sobre la ley, que no solo estás llamado a amar a tu prójimo, sino que estás llamado a amar a tu enemigo.
Ese es quizás uno de los mandatos más difíciles que encontramos o escuchamos de Jesús en el Nuevo Testamento, porque ¿cómo podemos amar a alguien y despreciarlo al mismo tiempo? ¿Cómo podemos amar a alguien con quien estamos distanciados o en enemistad? En primera instancia, cuando Jesús habla del amor, no está hablando de sentimientos de afecto. Si estudias el concepto de amor del Nuevo Testamento, verás que se habla mucho más a menudo en términos de que es un verbo en lugar de un sustantivo.
En nuestra cultura, el amor casi siempre se expresa en términos de ser un sustantivo, hacerlo con un sentimiento, un sentimiento de romance o un sentimiento de atracción o un sentimiento de afecto, mientras que, en las categorías del Nuevo Testamento, de lo que Jesús está hablando aquí es del amor de beneficencia. Que estamos llamados a amar incluso a nuestros enemigos con este tipo de amor y tiene que ver con acciones. Tiene que ver con lo que hacemos. Escuchen lo que dice: «Amen a sus enemigos. Es decir, bendice a los que te maldicen. Haz el bien a los que te odian. Oren por los que los ultrajan y los persiguen». ¿Por qué? «Para que ustedes sean hijos de su Padre que está en los cielos».
Jesús nos está llamando a imitar el amor de Dios, porque esto es lo que Dios hace. Él tiene todo un mundo que se levanta en odio contra Él, un mundo que lo maldice y mientras el mundo está maldiciendo a Dios, Dios los está bendiciendo. Mientras Él está siendo tratado con rencor, Dios está derramando Sus beneficios y bondad a los malvados. Mientras se hacen mal unos a otros y a Dios, Dios les está haciendo el bien a ellos. Entonces Jesús nos dice que debemos comportarnos de la misma manera. ¿Por qué? Para que seamos hijos de nuestro Padre en los cielos, porque así es como Dios se comporta y continúa e ilustra esto aún más con una alusión a la providencia de Dios.
Por el cual Su sol brilla sobre los buenos y sobre los malos, su lluvia viene sobre los injustos, así como sobre los justos y las cosechas del hombre injusto son regadas por la lluvia, así como las cosechas del hombre justo son regadas por la lluvia y esto llamamos en teología: «la gracia común de Dios», a diferencia de Su gracia salvadora, que llamamos Su gracia especial, que es poco común. Pero la gracia común es esa misericordia que Dios da a todos indiscriminadamente. La lluvia, el aire, la comida, un techo y todo aquello que manifiesta Su beneficencia.
Ahora, necesito decir algo para aclarar eso: que, en el análisis final, toda la beneficencia de Dios finalmente resulta en un mayor juicio para los impíos, porque una de las expresiones de nuestra pecaminosidad es la renuencia a ser agradecidos. Cada vez que Dios le da a un ser humano un beneficio de Su misericordia y de Su gracia y esa persona no tiene respuesta de gratitud, esa persona aumenta su culpa y su pecaminosidad hacia Dios. Cuantas más bendiciones recibimos de Su mano por las cuales somos ingratos, más estamos haciendo lo que el apóstol Pablo advierte, amontonando o acumulando la ira contra el día de la ira, de modo que los mismos beneficios y bendiciones que Dios da a la persona impenitente, el impenitente, en el análisis final, se convierten en tragedia, por la respuesta humana a las buenas acciones y al amor de Dios.
En nuestra próxima sesión, veré el tercer aspecto del amor de Dios, Su amor de complacencia, que es quizás el aspecto más importante de ese amor.