Recibe la guía de estudio de esta serie por email
Suscríbete para recibir notificaciones por correo electrónico cada vez que salga un nuevo programa y para recibir la guía de estudio de la serie en curso.
Transcripción
En nuestra última sesión vimos la parábola del fariseo y el publicano y examinamos el tema del perdón en relación con nuestra justificación. En esta sesión, vamos a ver otra parábola que también se enfoca en este tema del perdón; una parábola que es un poco aterradora para todos nosotros. Se encuentra en el capítulo 18 del Evangelio de Mateo y se llama la parábola de los dos deudores. Escuchemos esta parábola.
«Entonces acercándose Pedro, preguntó a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí que yo haya de perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Por eso, el reino de los cielos puede compararse a cierto rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10 000 talentos […]. Pero no teniendo él con qué pagar, su señor ordenó que lo vendieran, junto con su mujer e hijos y todo cuanto poseía, y así pagara la deuda.
Entonces el siervo cayó postrado ante él, diciendo: “Tenga paciencia conmigo y todo se lo pagaré”. Y el señor de aquel siervo tuvo compasión, lo soltó y le perdonó la deuda. Pero al salir aquel siervo, encontró a uno de sus consiervos que le debía 100 denarios, y echándole mano, lo ahogaba, diciendo: “Paga lo que debes”. Entonces su consiervo, cayendo a sus pies, le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Sin embargo, él no quiso, sino que fue y lo echó en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Así que cuando sus consiervos vieron lo que había pasado, se entristecieron mucho, y fueron y contaron a su señor todo lo que había sucedido. Entonces, llamando al siervo, su señor le dijo: “Siervo malvado, te perdoné toda aquella deuda porque me suplicaste. ¿No deberías tú también haberte compadecido de tu consiervo, así como yo me compadecí de ti?”. Y enfurecido su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía. Así también Mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano».
Es importante que entendamos el contexto en el que Mateo nos da esta parábola. Es posible que ya hayan notado que esto es parte del capítulo 18 del Evangelio de Mateo, que nos da las instrucciones clásicas para la disciplina de la iglesia. Permítanme retroceder un poco y repasar algo de eso con ustedes, cuando leemos en el capítulo 18 versículo 15: «Si tu hermano peca, ve y repréndelo a solas; si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, lleva contigo a uno o a dos más, para que toda palabra sea confirmada por boca de dos o tres testigos. Y si rehúsa escucharlos, dilo a la iglesia; y si también rehúsa escuchar a la iglesia, sea para ti como el gentil y el recaudador de impuestos.
En verdad les digo, que todo lo que ustedes aten en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo. Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos».
Este último versículo es uno de los más mal usados en toda la Biblia, porque cada vez que nos reunimos para un estudio bíblico o para un servicio de la iglesia, abogamos por este versículo. Si dos o tres están reunidos en Su nombre, allí está Él en medio nuestro. Por supuesto que es cierto, pero el contexto en el que se da esa promesa es en el contexto de la disciplina de la iglesia y uno de los desafíos más difíciles para la iglesia es confrontar a una persona en la congregación que se niega a arrepentirse de su pecado.
El texto empieza diciendo que si tu hermano peca contra ti, ve a él solo, en privado. Díselo a él. Si la persona se arrepiente, has ganado a tu hermano. Si se niega a arrepentirse, entonces ve con uno o dos testigos más. Y si todavía se rehúsa a arrepentirse, entonces ve y somete el caso a la iglesia. Y si todavía se niega a arrepentirse, entonces debe ser para ti como el gentil. Esta es la receta para la excomunión. Solo hay un pecado por el cual alguien es excomulgado en el cuerpo de Cristo y ese pecado es la impenitencia ante el pecado que lo llevó a la disciplina en primer lugar.
Hay una multitud de pecados que podrían causar que la iglesia participe en buscar tu arrepentimiento, pero solo si persistes en la impenitencia, esta te conducirá, de hecho, a ser separado del cuerpo de Cristo. Así que lo menciono porque este es el contexto en el que Pedro plantea la pregunta, de modo que si alguien peca contra Pedro y va y ve a esa persona y la persona se arrepiente y Pedro lo perdona, entonces Pedro está haciendo la pregunta: «¿Cuántas veces tengo que hacer esto? ¿Siete veces?». Jesús le dijo: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete. ¡Tantas como sean necesarias!».
En otras palabras, cuando perdono a alguien que ha pecado contra mí, ¿qué significa perdonarlo? Si digo: «Te perdono», ese es un pronunciamiento de mucho peso. Cuando Dios te perdona, Él nunca más sostiene ese pecado contra ti. Si pecas de nuevo contra Él y Él te perdona de nuevo, Él no dice: «Van dos», porque la primera ya ha sido olvidada; pero eso no es lo que hacemos. Alguien peca contra nosotros, nos pide perdón, le damos nuestro perdón, lo hace de nuevo y decimos: «Van dos», lo que revela que realmente no lo perdonamos la primera vez, porque si realmente otorgamos el perdón, estaríamos diciendo: «Ya no recuerdo esto contra ti».
Pero Pedro está preguntando… Él está llevando la cuenta y quiere saber cuántas veces tengo que pasar por este proceso. ¿Siete? Jesús dice: «Setenta veces siete, Pedro». Para ilustrar su punto, cuenta la parábola. Él dijo: «Por eso, el reino de los cielos puede compararse a cierto rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10 000 talentos». Quiero que primero vean la magnitud del peso de esa deuda. La unidad monetaria más alta entre la gente de ese día era el talento. Era una suma extraordinaria de dinero, incluso un solo talento. En todo el reino de Herodes, el ingreso anual para todo el reino era de 900 talentos.
Así que, este siervo le debía al rey más de diez veces los ingresos anuales del rey Herodes. Fueron incalculables millones y millones de dólares para nuestros estándares de hoy. Era una suma de dinero que ningún sirviente de ningún rey en el mundo antiguo podría ser capaz de pagar. Aquí tenemos una lección, solo en eso, ya que Jesús nos compara con deudores como esos, diciendo que somos deudores que no pueden pagar sus deudas. Estoy en deuda con Dios. Cada vez que quebranto Su ley, me convierto en un deudor. Mi deuda con Él es prácticamente infinita.
Es por eso que es muy tonto pensar que puedes abrirte camino hacia el cielo, porque se requiere perfección. Si pecas solo una vez, no hay nada que puedas hacer para compensar por ese pecado, porque ya se te exigía que fueras perfecto. Así que estamos en esa posición de ser deudores que no pueden pagar sus deudas. Ahora, este hombre, como el publicano en la última parábola, no tenía nada que negociar. No tenía activos. No tenía dinero. A la luz de su deuda, lo único que podía hacer era rogar, suplicar, anhelando contra toda esperanza que el rey le diera más plazo, le diera más tiempo, fuera tan paciente que pudiera tener una segunda oportunidad para compensar lo que le debía al rey.
Pero ¿qué tan absurdo era eso? Porque incluso si el rey le hubiera tenido paciencia infinita, ni la infinidad habría sido suficiente para que este hombre pagara su deuda. Era un deudor que no podía pagar y ni siquiera estaba consciente de la enormidad de su deuda. Pero sabía lo suficiente como para saber realmente que su única esperanza se encontraría en la compasión del rey. Eso fue lo que hizo el rey. Él dijo que como no podía pagar… primero, el rey ordenó que lo vendieran. Te voy a vender. Voy a vender a tu esposa. Voy a vender a tus hijos. Vamos a subastar cada una de tus posesiones para que puedas empezar a hacer pagos a tu deuda. El siervo, por lo tanto, se postró ante él diciendo: «Señor, tenga paciencia, le pagaré todo».
El señor se conmovió con compasión. Su compasión era tan profunda, su compasión era tan grande, que lo liberó de la obligación por completo. No le perdonó solo 5 000 talentos, ni 8 000 talentos, ni 9 000 talentos. Le perdonó cada centavo que le debía. ¿Te imaginas cómo se sintió ese siervo cuando salió de la presencia del rey ese día? ¿Todo el peso del que se liberó? ¡Soy libre! ¡10 000 talentos! ¡No debo ni un centavo más! ¡Qué rey! ¡Qué grande es su compasión! Su misericordia es incalculable. Entonces, cuando salió por la puerta, vio a otro de los sirvientes que le debía cien denarios, una miseria, una miseria, un par de días de salario que el tipo podría haber pagado con facilidad.
Él le exigió el pago y echándole las manos, lo agarró por el cuello, empezó a asfixiarlo, diciendo: «Paga lo que debes». Entonces su consiervo cayó a sus pies en una postura de triste súplica y le dijo: «Por favor, ten paciencia conmigo y te pagaré todo». ¿No es interesante que Jesús tenga a este segundo siervo usando exactamente las mismas palabras que el primer siervo había usado con el rey? Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y no quiso, sino que lo arrojó a la cárcel hasta que pagara la deuda.
Ahora, este acto radical de ingratitud, su negación a mostrar si quiera una pequeña porción de la compasión que el primer siervo había experimentado a manos del rey no fue pasado por alto por sus amigos. Lo vieron agarrar al hombre por el cuello. Lo vieron meterlo en la cárcel. Tuvieron que hablar de cómo este es el hombre más ingrato de la historia del mundo. Y por esto, «se entristecieron mucho, y fueron y contaron a su señor todo lo que había sucedido. Entonces, llamando al siervo, su señor le dijo: “Siervo malvado, te perdoné toda aquella deuda porque me suplicaste. ¿No deberías tú también haberte compadecido de tu consiervo, así como yo me compadecí de ti?”. Y enfurecido su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía». Primero, fue amenazado con justicia, luego recibió misericordia. Despreció la gracia del rey y al despreciar esa misericordia, queridos amigos, obtuvo justicia.
Esa es una lección suficiente para mantenernos pensando en la gracia de Dios todos los días en nuestras vidas, porque en el momento en que lo damos por sentado, en el momento en que nos negamos a ser un conducto para la misma gracia que nos ha salvado, entonces podemos esperar recibir nada menos que la justicia de Dios de sus manos. Así que Jesús aplica la parábola de esta manera diciendo: «Así también Mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano». Ahora, hay mucha confusión y malentendido sobre toda esta noción de perdón entre los cristianos.
Escucho todo el tiempo a gente decir la idea de que el Nuevo Testamento requiere que los cristianos perdonen a las personas que pecan contra ellos, unilateralmente, ya sea que las personas se arrepienten o no se arrepienten, sino que debemos dar perdón incondicional a todos los que pecan contra nosotros. No estoy seguro de dónde viene esa idea. Puede provenir, en parte, del espíritu que fue mostrado por nuestro Señor mismo, cuando estaba a punto de ser ejecutado por aquellos que lo despreciaban, oró por el perdón del Padre: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Ciertamente, a partir de ese episodio, podemos conceder, a partir del ejemplo de Jesús, que en realidad tenemos el derecho de perdonar a las personas unilateralmente y no requerir arrepentimiento de ellos. Podemos ser muy amables si queremos, pero eso no significa que sea un requisito. Si se requiriera dar perdón unilateral a todos los que han pecado contra ti, entonces toda la sección anterior de Mateo 18 no tendría ningún sentido. No habría ninguna disposición para la disciplina de la iglesia. No habría ninguna provisión para ir a alguien y confrontarlo por pecar contra ti. Así que no estás obligado si algún cristiano en tu iglesia roba tu billetera o roba tu auto para luego decir: «Bueno, te perdono, hermano».
Tienes todo el derecho de ir a él y decirle: «Me has hecho daño. Devuélveme mi auto o me has difamado» y pedirle que se arrepienta y si no se arrepiente, entonces sigue el resto de las instrucciones dadas en el capítulo 18 de Mateo donde traes dos testigos y más. Así que, de nuevo, si se te exige, en cada ocasión, que des perdón unilateral directo e incondicional, todo ese proceso no tendría ningún sentido en lo absoluto. Pero a esto sí estamos obligados. Si confrontas a tu hermano que ha pecado contra ti y se arrepiente, entonces debes perdonarlo. Debemos estar dispuestos a perdonar cualquier insulto, cualquier ofensa que alguien nos haya hecho en cualquier momento, si se arrepienten de ese pecado.
Experimenté un problema cuando estaba en el seminario y era pastor estudiantil en una iglesia y ofendí a una señora de la congregación y ella estaba muy enojada y fui a ella y me disculpé llorando. Ella no me perdonaba. Teníamos un ex misionero de China de ochenta y cinco años que había pasado cincuenta años en China, cinco años en un campo de concentración, separado de su esposa, que estaba en otro campo de concentración. Uno de los hombres más piadosos que he conocido. Fui a ver a esta señora por segunda vez y lloré. Le dije: «Por favor, perdóname» y ella no quiso. Así que fui a ver al hombre que era el moderador de la iglesia, el misionero retirado de ochenta y cinco años y le conté lo que había sucedido.
Él dijo: «Cometiste dos errores. La ofendiste, en primer lugar, no debiste hacer eso. Tu segundo error fue disculparte dos veces. Cuando fuiste y te arrepentiste y ella se negó a perdonarte, entonces carbones encendidos estaban sobre su cabeza, no sobre la tuya». Cuando ofendemos a alguien, estamos llamados a arrepentirnos y disculparnos, pero del mismo modo, si nos ofenden y vienen y se disculpan, no siete veces, setenta veces siete, tenemos que estar listos con la misma compasión que fue manifestada por este rey que perdonó a su siervo de varios millones de dólares que no podía de ninguna manera pagar.
El cristiano tiene que ser una persona que es de un espíritu perdonador. Guardar rencor, permitir que la amargura crezca en su vida, es una de las cosas más destructivas que podemos hacer. La aplicación que Jesús da viene directamente del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Esa es una oración aterradora. Si no estamos dispuestos a perdonar a aquellos que han pecado contra nosotros, nunca debemos esperar que Dios nos perdone cuando pecamos contra Él; pero dado que el perdón está en el corazón mismo de la fe cristiana, nosotros, de todas las personas, debemos ser conocidos como personas perdonadoras.