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Transcripción
Al continuar con nuestro estudio de las parábolas de Jesús, vamos a considerar ahora aquella parábola que es un ejercicio de contrastes en la que Jesús se refiere a dos hombres que están orando ante Dios. La parábola se llama: La parábola del fariseo y el publicano o, a veces, el fariseo y el recaudador de impuestos. Permítanme leerlo ahora.
«Dijo también Jesús esta parábola a unos que confiaban en sí mismos como justos, y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro recaudador de impuestos. El fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: ‘Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. Yo ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano’. Pero el recaudador de impuestos, de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘Dios, ten piedad de mí, pecador’. Les digo que este descendió a su casa justificado pero aquel no; porque todo el que se engrandece será humillado, pero el que se humilla será engrandecido”».
Esta es una parábola muy breve, y de hecho una parábola simple, que Jesús da, pero al inicio se nos dice por qué la dio y a quién estaba dirigida. Noten que Él dijo que habló esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos como si fueran justos, pero que despreciaban a los demás.
Si nos fijamos en todas las parábolas del Nuevo Testamento, vemos temas recurrentes. Uno de los cuales ya hemos observado: el anuncio de la crisis que es inminente por la venida del reino de Dios que se abre paso en el ministerio de Jesús.
Otro tema que escuchamos una y otra y otra vez es aquel tema por el cual Jesús da advertencias serias y severas a aquellos que hacen profesiones de fe pero que no poseen lo que profesan. La advertencia asume la enseñanza de Jesús de que la iglesia como cuerpo de personas está compuesto tanto de trigo como de cizaña, lo que San Agustín llamó un corpus permixtum. Es decir, la iglesia es un cuerpo mixto. Incluye a los verdaderos creyentes, pero también a aquellas personas que hacen profesiones de fe, quienes no tienen una fe auténtica, y el contraste que vemos aquí es quizás tan vívido como Jesús puede hacerlo, porque a la primera persona que describe en la parábola es al fariseo. Sabemos que el fariseo era un religioso importante.
Los fariseos eran un grupo entre los judíos que empezaron su ministerio en el período intertestamentario y eran un grupo de hombres que se unieron porque estaban profundamente preocupados por el declive de la religión entre el pueblo judío en ese momento y el descuido de la ley de Dios. Los fariseos, cuyo nombre significa «los apartados», se comprometieron, a pesar de lo que todos los demás estaban haciendo mientras eran secularizados, a que ellos iban a estar totalmente dedicados a guardar la ley de Dios en un esfuerzo por restaurar la justicia en la tierra y la piedad en el pueblo. Pero en un período muy corto de tiempo, se vieron tan atrapados con su deseo de ser justos que pronto tuvieron confianza en su propia obediencia a la ley, en lugar de aprender de la ley lo que la ley estaba diseñada, originalmente, a enseñarles.
El apóstol Pablo nos enseña en el Nuevo Testamento que la función principal de la ley de Dios es actuar como un espejo, que cuando vemos en ese espejo, nos revela, en primer lugar, la santidad de Dios y nuestra impiedad en contraste con Dios. Entonces, lo que la ley debe ser es un maestro para conducirnos a Cristo cuando nos damos cuenta de que no somos capaces de guardar la ley. Pero en lugar de ver este espejo, se vieron en un espejo que les mostraba su propia rectitud y se volvieron arrogantes y demasiado confiados en su propia capacidad moral; y muy pronto, empezaron a tener un espíritu distante de todos los demás en la tierra.
Una de las doctrinas insidiosas que se desarrollaron entre los fariseos fue la idea de la justificación por segregación. Es decir, que una persona es justificada a los ojos de Dios siempre y cuando pudiera mantenerse limpia de cualquier contacto con cualquiera que de alguna manera estuviera contaminado. Vemos eso aquí, cuando este fariseo tiene la audacia de dar gracias a Dios por su superioridad. En realidad, está citando una parte de una oración que se encontró en el Talmud, entre el pueblo judío, donde los líderes fueron instruidos a agradecer a Dios por su posición en la vida que disfrutaban siendo uno de los apartados.
Entonces, este hombre agradece a Dios, pero no con sinceridad. Dijo que oró para sí mismo y tal vez a sí mismo, en lugar de a Dios, pero se dirigió a Dios diciendo: «Te doy gracias porque no soy como otros hombres». En cierto sentido dice: «De no ser por Tu gracia, así sería yo. Como estos estafadores, adúlteros o incluso como este miserable recaudador de impuestos, que veo aquí en el templo».
Los recaudadores de impuestos eran la forma de vida más baja entre los judíos, entre los am ha’aretz, la gente de la tierra. Eran principalmente despreciados por ser delatores. Eran considerados traidores. Hicieron su dinero recaudando impuestos para el gobierno opresivo romano de la época y a menudo recortaban la moneda un poquitito y la agregaban a sus fondos y raspaban un poco de la parte superior para sí mismos mientras desangraban a la gente. Así que eran el grupo de personas más odiado de la nación.
Entonces, aquí está este fariseo diciendo: «Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres, como estos estafadores, estos adúlteros o este miserable recaudador de impuestos de allá y quiero que recuerdes, Dios, que, aunque Tu ley requiere ayunar solo una vez al año, yo ayuno dos veces por semana y doy diezmo de todo lo que gano. Doy con mucho sacrificio. Soy, por excelencia, el verdadero hombre religioso».
Lo primero que entendemos sobre este fariseo es que tiene una comprensión seriamente distorsionada de lo que requiere la justificación. Aquí hay un hombre que pensó que ser justificado a los ojos de Dios podría lograrse por la justicia propia que uno alcanza. Aquí había un hombre que añadió a la gracia su propio mérito, que añadió a la fe sus propias obras, añadiendo a la obra de Cristo su propio desempeño. Hay muchos cristianos en el mundo de hoy que creen que, para ser redimidos, para ser justificados, debes tener fe, debes tener gracia y debes tener a Cristo, pero inevitablemente agregan algo más a la fórmula.
Dicen: «Debo tener fe más obras. Debo tener gracia más mérito. Debo tener a Cristo más mi propia justicia». La Iglesia católica romana, por ejemplo, hasta el día de hoy, enseña que Dios nunca declarará a un hombre justificado hasta o a menos que la justicia inherente resida dentro de esa persona. En otras palabras, uno debe ser santificado antes de que pueda ser justificado, que es justo lo contrario de lo que el Nuevo Testamento realmente enseña y lo que se reitera aquí en esta parábola. Ese fue solo el primer problema que tuvo el fariseo. Tenía una comprensión completamente errónea de lo que se necesita para ser justificado. Hagamos una pausa.
Jesús no estaba hablando únicamente a este hombre, quien es tan solo un personaje en la parábola, sino que estaba hablando a todos los que estaban presentes y que pensaban que podían ser justificados por su propia justicia, y por extensión, esta parábola de Jesús es para los millones de personas, de ese entonces y de ahora, que todavía confían en sus propios logros y en sus propias buenas obras para ser justos ante Dios. La gente asume que Dios califica calculando un promedio. Que mientras mi pecado no sea tan nocivo como el de mi prójimo, puedo estar satisfecho con mi propio desempeño.
El apóstol Pablo advirtió que aquellos que se juzgan y evalúan a sí mismos, y que se juzgan los unos a los otros, no son sabios. Pero vemos a nuestro alrededor y mientras podamos encontrar a alguien más corrupto de lo que parecemos, estamos tranquilos en Sion asumiendo que nuestra superioridad y nuestros logros nos harán salir airosos del trono del juicio de Dios. Otras religiones dicen que Dios tiene escalas de justicia y si nuestras buenas obras superan nuestras malas acciones, entonces eso nos llevará al cielo. Sin embargo, lo que Dios requiere es perfección. Su ley es santa y nosotros no.
Como el salmista preguntó: «Señor, si Tú tuvieras en cuenta las iniquidades / ¿Quién permanecería?». Esa es una pregunta retórica. La respuesta es clara. Ninguno de nosotros podría alcanzar jamás la medida de la justicia de Dios, basados en nuestro desempeño. Entonces, asumir que vamos a entrar al cielo porque hemos vivido una buena vida o hemos tratado de vivir una buena vida o porque hemos vivido una vida mejor que los que nos rodean, es estar en una misión imposible, cometer el error más fatal de todos.
Sin embargo, el segundo error tal vez sea aún peor que el primero, porque incluso si fuera el caso de que pudiéramos entrar al cielo por nuestra propia justicia, el fariseo habría tenido una percepción muy exagerada de su propio logro, incluso si fuera cierto que podríamos entrar al cielo teniendo más buenas obras que malas acciones, ninguno de nosotros podría lograrlo en base a eso, porque nuestras malas acciones superan con creces nuestras buenas acciones. De hecho, nunca hemos hecho una buena acción auténtica en nuestras vidas. Como dijo el apóstol con una evaluación real de nuestro desempeño por la ley, «no hay nadie que haga lo bueno, / no hay siquiera uno».
Decimos: «Espera un minuto, espera un minuto. No puede ser tan grave». Recuerden que cuando Dios considera nuestros actos, no solo considera el acto en sí, si corresponde a Su ley, sino la motivación para ello. ¿Hicimos este trabajo en particular con un corazón que estaba 100 % dedicado a Dios? Estamos llamados, según el gran mandamiento, a amarlo con todo nuestro corazón, toda nuestra mente, todas nuestras fuerzas y no hay ninguno de nosotros en esta habitación que haya amado a Dios con todo su corazón durante una hora o un minuto de su vida. Así que cada acción que hacemos siempre está empañada por esa imperfección del corazón dedicado y de la voluntad que la realiza.
Así que este fariseo estaba equivocado en todos los aspectos sobre su redención. Ahora, en total contraste con este hombre, que se jacta de la diferencia entre él y el publicano, está el publicano mismo. Leemos que, «el recaudador de impuestos, de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten piedad de mí, pecador”». Ni siquiera podía alzar los ojos al cielo. Uno de mis himnos favoritos es el himno de Augustus Toplady, «Roca de la Eternidad» y esa parte del himno: «Nada en mi mano traigo / Nada en mi mano traigo / Tan solo a la cruz me aferro».
El fariseo trajo su ayuno en la mano. Trajo su diezmo en la mano. Trajo su estatus y su posición en la iglesia en la mano, mientras que, para el recaudador de impuestos, su mano estaba vacía. No tenía nada, nada que contribuyera a su propia salvación. Todo lo que tenía era una súplica de piedad: «Dios, ten piedad de mí, pecador». Al menos el publicano sabía quién era y lo que era. No estaba sufriendo bajo la ilusión de una justicia falsa, como la que el fariseo llevaba consigo todos los días. De lo que se trata es de la única esperanza y el único fundamento para la justificación, que se encuentra, quizás en el concepto teológico más importante de la historia, el concepto de la «imputación».
El concepto de imputación significa que nuestra justificación en la presencia de Dios está fundada y basada en una justicia que no es la nuestra. Es lo que Lutero llamó una justitiam alien: una justicia ajena, una justicia extra nos, una justicia fuera de nosotros mismos, una justicia lograda solo por Cristo, el único que alguna vez guardó la ley perfectamente a lo largo de Su vida. A veces, le preguntamos a un niño de seis años en la escuela dominical: «¿Qué hizo Jesús por ti?». El niño dice: «Él murió en la cruz por mi pecado» y eso es cierto. Pero si Jesús, solo hubiera bajado del cielo el viernes santo e ido al Gólgota y llevado tu pecado sobre Él y pagado el precio ante un Dios santo, ¿habría sido eso suficiente para redimirte? La respuesta es no.
Eso habría sido suficiente para quitarte la culpa. Eso habría sido suficiente para eliminar tu castigo, pero lo que no haría sería proveerte con la justicia que Dios requiere de cada ser humano. Es por eso que Jesús tuvo que nacer. Tuvo que vivir bajo la ley. Tuvo que vivir lo que llamamos una vida de obediencia activa perfecta, de modo que, en su obediencia, acumuló para sí mismo la justicia perfecta y es esa justicia la que luego se transfiere a la cuenta de cada persona que pone su confianza en Él y solo en Él. Mientras ese fariseo confíe una pizca en su propia justicia, no es posible que pueda ser redimido.
Recuerdo a mi mentor que un día dio un sermón en una iglesia sobre los estragos radicales del pecado. Después del servicio, esta querida y dulce viejita se le acercó y le dijo: «Dr. Gerstner, ¡me ha hecho sentir así de pequeña!». Él la miró, sonrió y dijo: «Señora, eso es demasiado». Le dijo: «¡Eso es demasiado! ¿No sabe que tanta justicia propia la enviará al infierno para siempre?». Si confías en tus logros, en tu bondad y en tus obras, no eres diferente a este fariseo, que se fue de vuelta a su casa sin ser justificado. El que fue a su casa justificado fue el que descansó en la gracia y en la gracia sola.
Ahora, ¿cuál es esta gracia de la justificación? ¿Qué buscaba este publicano? La esencia misma de la justificación, queridos amigos, es el perdón. Lo que sucede en la justificación es que Dios pronuncia a una persona justa, quien en sí misma no es justa, pero con ese pronunciamiento concede la remisión del pecado. El pecado de esa persona es quitado. Se lo quitan. Es enviado a la oscuridad exterior. Está enterrado en el mar del olvido, tan lejos como el oriente está del occidente. Cuando dice que este publicano fue a su casa justificado, se refería a esto, se fue a su casa, perdonado.
Pablo trata con esta doctrina de la justificación en Romanos. Después de explicarlo todo, dice: «Por tanto, habiendo sido justificados», es decir, la justificación es algo que ya ha tenido lugar, «tenemos paz para con Dios y acceso a Su presencia». El fariseo tenía estatus, pero todavía estaba en guerra con Dios. Todavía era una persona sin perdón. Mientras una persona confíe en su propia justicia, nunca podrá experimentar esa gracia del pecado removido y del perdón que se recibe.
Una vez más, el publicano, no tenía nada que reclamar. El único mérito que tenía ante Dios era el demérito. Todo lo que tenía que llevar ante Dios era su pecado y sabía que era un pecador. «Dios, ten piedad de mí, pecador». Jesús dijo: «Se fue a casa como un hijo adoptado por Dios. Se fue a casa perdonado. Se fue a su casa justificado». Jesús nos advierte a todos los que escuchamos esta parábola que aquellos que se engrandecen a sí mismos serán humillados, que aquellos que se humillan serán engrandecidos.