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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo X
El siglo X no fue ilustre por algún gran teólogo, al menos no en Occidente. Pero fue un siglo de grandes avances para la Iglesia en términos de su impacto social. (Quizás una lección es no sobrevalorar a los teólogos).
En el siglo IX, la civilización cristiana casi fue destruida en Europa occidental por las invasiones nórdicas. A diferencia de los benignos neopaganos de hoy en día, los vikingos eran feroces, guerreros rompecráneos que incendiaron iglesias, asesinaban a clérigos y monjes y violaban monjas. El siglo X, sin embargo, vio un cambio notable. Uno por uno, los reinos nórdicos abrazaron el cristianismo. El proceso en realidad había comenzado hacia fines del siglo IX en Inglaterra, cuando los nórdicos daneses se sometieron al bautismo cristiano como parte de un tratado de paz con Alfredo el Grande. En el siglo X, los nórdicos de Francia, Dinamarca, Suecia, Noruega e Islandia hicieron lo mismo.
A la luz de eso, vemos cómo surge el segundo factor de mayor impacto: las innovaciones traídas al cristianismo por quien posiblemente fue el papa más importante del primer milenio, Gregorio Magno. Por medio de sus actividades, consolidó el poder conferido a los sacramentos de la Iglesia y creó el vasto sistema sacerdotal (la ordenación a través de la cual los sacerdotes reciben la habilidad de actuar como mediadores de la gracia de Dios para el hombre a través de los sacramentos) con el cual se asociaría todo el catolicismo futuro.
En todos los casos, excepto en Islandia, el movimiento hacia el cristianismo vino desde arriba, luego de que el monarca y su corte se convirtieran. Sin embargo, el ejemplo islandés resonará más con nosotros hoy. A partir de la década del 870, los nórdicos se establecieron en Islandia, donde desarrollaron una de las sociedades más cultas y democráticas del mundo occidental de ese tiempo. Los misioneros cristianos enviados por Olav Tryggvason, el recién convertido rey de Noruega, llevaron la fe a Islandia a finales de los años 900. La respuesta de los islandeses fue polarizarse en un partido cristiano y otro pagano; parecía que se estaba gestando una guerra civil religiosa. Sin embargo, las tradiciones democráticas de la cultura islandesa prevalecieron y la nación acordó someter la gran cuestión religiosa a uno de sus sabios. Tras un largo período de meditación, el sabio finalmente les dijo que la nueva fe en Cristo era mejor que el antiguo paganismo. Esta decisión fue aceptada por todos y ratificada por el parlamento islandés en el año 1000.
Podemos preguntarnos por qué, en esa Islandia tan democrática, las dos religiones no podían vivir juntas en paz. La respuesta es que nadie en la Edad Media podía imaginar una sociedad con dos o más religiones. La gente veía a la religión como el «pegamento» que mantenía unida a la sociedad. Por lo tanto, cada sociedad, incluso una democrática, debía tener una sola fe. La democracia medieval no garantizaba la tolerancia religiosa, solo aseguraba que la sociedad tomaría una decisión democrática sobre cuál fe practicaría toda esa sociedad.
Después de la guerra y devastación del siglo IX, la Europa cristiana fue reconstruida en el siglo X por una asociación entre el monasterio y la monarquía. Un monasterio en particular dirigió el movimiento para establecer los valores cristianos en la sociedad: el monasterio de Cluny en el sureste de Francia, fundado en el año 909. El papel de Cluny en restaurar el vigor y la pureza de los monasterios occidentales y ayudar a dar forma a un nuevo Occidente cristiano ha sido descrito como el «renacimiento cluniacense».
Cluny fue dirigido por una serie de grandes abades. La inspiración detrás del renacimiento cluniacense fue Odón, abad desde el 927 hasta el 942, quien intencionalmente estableció monasterios «hijos» de Cluny. En el 931, el papa Juan XI le dio a Cluny el derecho de controlar estos otros monasterios. Los jefes de los monasterios cluniacenses eran nombrados personalmente por Odón y hacían un voto de obediencia al abad de Cluny. De modo que una gran red de monasterios cluniacenses se extendió por Francia y Alemania bajo la dirección central de Cluny.
El objetivo principal del renacimiento cluniacense era reformar los monasterios existentes y comenzar otros que fueran mejores. El centro de esta visión cluniacense de la vida monástica reformada fue la liturgia cluniacense. Un monje cluniacense dedicaba casi todo su día a los servicios de adoración y los cluniacenses construyeron y decoraron sus iglesias monásticas con una belleza y magnificencia asombrosas para hacer de la adoración una experiencia lo más gloriosa posible. Los reformadores cluniacenses también estaban comprometidos con la regla benedictina. A finales del siglo IX, la mayoría de los monasterios occidentales se habían vuelto muy poco disciplinados; a finales del siglo X, a través del impacto del renacimiento cluniacense, la estricta obediencia a la regla benedictina se había generalizado en toda Europa occidental.
Desde su inicio, Cluny disfrutó de libertad de todo control secular o político, algo inusual en la era del feudalismo. En el 999, también recibió del papa Gregorio V la libertad de la autoridad episcopal; Cluny estaba sujeto solo al papa. Sin embargo, hasta que vino la reforma del papado a mediados del siglo XI, el papado era corrupto e impotente. Por lo tanto, los abades de Cluny eran libres de seguir sus propias políticas sin la interferencia de papas o reyes. Los abades de Cluny, en lugar de los papas, fueron las figuras centrales en la vida cristiana de Europa occidental.
Aunque Cluny tenía libertad del control político, una fuerte alianza creció entre los monjes cluniacenses y los gobernantes seculares (duques, príncipes y reyes). De hecho, el renacimiento cluniacense en sí ayudó a difundir los ideales cristianos a las clases dominantes, ya que parte de la política de Cluny era llevar a los hijos de la aristocracia a los monasterios cluniacenses para darles una sólida educación cristiana. Una asociación especialmente poderosa creció entre Cluny y los reyes de la cristiandad occidental. Los abades de Cluny creían que la mayor esperanza de convertir a Europa en una sociedad verdaderamente cristiana radicaba en el establecimiento de fuertes monarquías cristianas, que luego podrían gobernar la sociedad de acuerdo a los ideales cristianos.
Occidente, entonces, experimentó una especie de «avivamiento social» cristiano en el siglo X sin la ayuda de grandes teólogos. Sin embargo, en Oriente, donde la sociedad era sólida y resplandecientemente cristiana a la manera del Imperio bizantino, surgió un gran teólogo: Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), a menudo llamado el más grande de los místicos bizantinos. Antes de esto, los orientales solo habían dado el título de «Teólogo» al apóstol Juan y a Gregorio Nacianceno porque eran vistos como inigualables en sus enseñanzas sobre la naturaleza de Dios y la Trinidad. El Oriente expresaba su respeto por Simeón nada menos que clasificándolo en este plano tan exaltado con Juan y Gregorio.
Simeón nació en una familia acomodada en el pueblo de Galacia, en la costa sur del mar Negro. Su temprana carrera como servidor civil chocaba con su profundo anhelo por la vida monástica, pero su director espiritual, un monje del gran monasterio de Studion en Constantinopla, aconsejó al joven Simeón que siguiera siendo servidor civil durante un tiempo, hasta que su vida en Cristo hubiera crecido y él pudiera tomar una decisión madura para convertirse en monje.
El director también se llamaba Simeón, conocido como Simeón el Pío, para distinguirlo de su discípulo más famoso. El joven Simeón finalmente se unió al monasterio de Studion, pero su intensidad espiritual alarmó a muchos de los otros monjes, quienes comenzaron a criticarlo y a burlarse de él. Para librarlo de esta situación, Simeón el Pío hizo que trasladaran a su alumno al monasterio de San Mamés de Constantinopla, donde pronto fue elegido abad, en el 980. Produjo una gran cantidad de sermones escritos, himnos y tratados sobre la vida espiritual, lo que le hizo ganar su elevada reputación entre los maestros orientales.
Sin embargo, este estatus no se produjo sin conflicto. Simeón provocó mucha hostilidad, encabezada por Esteban, ex obispo de Nicomedia, ahora oficial del patriarcado de Constantinopla (el obispado más alto de Oriente). Esteban atacó a Simeón sin cesar, criticando sus escritos como el trabajo de un hombre superficial y sin educación. Fue de alguna manera un choque entre aquellos (como Esteban) que enfatizaban la Iglesia organizada oficial y su autoridad, y aquellos (como Simeón) que otorgaban un mayor valor a la vida dinámica del Espíritu morando en las personas. Las opiniones sobre Simeón se dividieron de tal manera en Constantinopla que el patriarca Sergio II le pidió en el 1009 a Simeón que abandonara la ciudad por el bien de la paz de la Iglesia. Simeón se estableció justo en las afueras de Constantinopla. Allí, un amigo rico lo ayudó a fundar un nuevo monasterio, donde disfrutó de la paz que no tuvo en la turbulenta capital bizantina.
Simeón fue sin duda una persona inusual e impresionante. Cada vez que guiaba a sus monjes en adoración, su rostro (decían) brillaba como un ángel. A menudo hacía profecías sobre individuos (que aparentemente se hicieron realidad) y tenía un ministerio de sanidad a través de la oración. Una gracia espiritual muy valorada en el misticismo de la Iglesia de Oriente es «el don de las lágrimas», una ardiente angustia de arrepentimiento en el corazón que resulta en un lloro profuso por los pecados propios. Simeón poseía este don en abundancia; la gente lo notaba bañado en lágrimas cuando estaba sentado solo. La fe de Simeón también fue atípica. A diferencia de otros místicos bizantinos, habló libremente sobre su experiencia de Dios. Fue un crítico implacable del cristianismo meramente nominal. El bautismo y la asistencia a la iglesia, insistía Simeón, no tenían valor espiritual a menos que dieran frutos en una vida transformada.
«¿No se menciona el nombre de Cristo en todas partes —decía Simeón— en ciudades, pueblos, monasterios y montañas? Pero si buscas con cuidado a ver si las personas obedecen los mandamientos de Cristo, difícilmente encontrarás uno entre miles y decenas de miles que sea un verdadero cristiano en palabras y hechos».
A través de su predicación, escritura y consejo, Simeón pasó su vida tratando de alejar a las personas de una religión que era toda ritual y ceremonial, a una espiritualidad interna del corazón. Insistió en que un verdadero conocimiento de Dios no podía venir solo a través de la doctrina sino a través de una práctica espiritual comprometida, especialmente de la oración, en la cual el creyente llega a conocer a Dios personalmente y por experiencia.
Polémico en su vida, la Iglesia ortodoxa oriental dio su veredicto a favor de Simeón después de su muerte, y fue y sigue siendo uno de los santos más amados de Oriente. Su grandeza espiritual al menos asegura que el siglo X no debe ser olvidado.