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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia De la Iglesia: Siglo XII
Uno tiene que apreciar a una figura medieval a la que Martín Lutero y Juan Calvino miraban con buenos ojos y, hasta cierto punto, con aprobación. Esa figura es Bernardo de Claraval, un monje cisterciense, abad, místico suave y formidable teólogo. Llamarlo abad es subestimarlo. Su monasterio acabó fundando una institución hija, luego otra, y después otra. En el momento de su muerte, setenta monasterios habían sido fundados o iniciados directamente por él, y esas instituciones fueron responsables de la fundación de cientos más.
Tan venerado era Bernardo, que Dante sustituyó a su fiel guía Beatriz e hizo que fuera Bernardo de Claraval quien le guiara hacia la última esfera del cielo (Paradiso, Canto XXXI). Dante no solo se basó en el reconocimiento de Bernardo, sino también en uno de sus escritos más significativos, Del amor de Dios.
Antes de que Bernardo escribiera Del amor de Dios, disfrutaba de una vida típica de la nobleza medieval en la región francesa de Borgoña. A los veintidós años, ingresó en la abadía de Citeaux (Francia). Mostrando su potencial de liderazgo, al ingresar Bernardo trajo consigo a otras treinta personas. El monasterio de Citeaux se empeñó en recuperar los ideales de los monasterios benedictinos, muchos de los cuales se habían desviado de sus amarras. Bernardo fue aún más lejos cuando asumió el liderazgo.
El deseo de Bernardo de reformar su iglesia se extendió mucho más allá de los monasterios. Hizo carrera aconsejando y reprendiendo a los papas, desempeñando un papel importante en la eventual resolución del cisma papal en la década de 1130. Entró en el ruedo teológico enfrentándose a las tendencias heréticas de Abelardo. Bernardo también abogó por la Segunda Cruzada y predicó sermones bastante conmovedores para promoverla. El historiador de la Universidad de Cambridge, G. R. Evans, lo explica bien: «Bernardo nunca hizo las cosas a medias».
Una excepción a esta afirmación perspicaz de Evans podría ser el misticismo de Bernardo. A partir del siglo XII, dos corrientes de pensamiento dominaron la teología y la vida eclesiástica medievales, a saber, la escolástica y el misticismo. Anselmo y más tarde Tomás de Aquino fueron los representantes de la tradición escolástica. La tradición mística acabaría abarcando un amplio abanico de figuras. El misticismo puede verse mejor como un continuo. En un lado están los ejemplos extremos, llenos de escritos de visiones fantasiosas y etéreas. En el otro, hay ejemplos mucho más suaves. Bernardo pertenece a este campo más suave. Los eruditos tienden a identificar a Bernardo como un «teólogo monástico», lo que implica que para él la realidad y el sentido se encuentran en lo espiritual, que la contemplación supera la disputa intelectual y que la experiencia supera la comprensión. Dos dichos latinos muestran la diferencia entre la escolástica y la mística. Los escolásticos declaraban Credo ut intelligam, «creo para comprender». Bernardo favoreció el Credo ut experiar, «creo para poder experimentar».
Sin embargo, no hay que exagerar las distinciones. Anselmo ciertamente tuvo su parte de contemplación, prorrumpiendo a menudo en oración en sus escritos filosóficos, y Bernardo apreciaba el valor de la razón y la lógica. Pero, sin duda, tenían énfasis distintos.
Al igual que los escolásticos, Bernardo reconocía los límites de la experiencia. El reconocimiento de los límites de la experiencia no sería tan prominente en los místicos posteriores, más extremos, que creían que la Biblia palidecía en comparación con las revelaciones directas que decían haber recibido de Dios.
El compromiso de Bernardo con la Escritura le mantuvo los pies bien puestos sobre la tierra. En los Sermones sobre la conversión, hace sonar una nota deliciosa en sus primeras frases: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios». Del mismo modo, abre Del amor de Dios recordándonos que solo amamos a Dios porque «Él nos amó primero». Bernardo continúa: «Dios merece ser amado mucho, sí, ilimitadamente, porque nos amó primero, Él es infinito y nosotros nada, nos amó a nosotros, miserables pecadores, con un amor tan grande y tan gratuito».
A lo largo de las páginas de Del amor de Dios, Bernardo apoya plenamente la reflexión y la contemplación del amor de Dios. Pero se cuida de que esa reflexión se albergue en la revelación concreta de Dios, primero y sobre todo en Su Palabra, luego en el mundo y después en la experiencia.
Este compromiso con la Escritura llevaría a Lutero y a Calvino a expresar su deuda con Bernardo. Lutero apreciaba especialmente sus escritos sobre la encarnación y la humanidad de Cristo, como se pone de manifiesto en el himno atribuido a Bernardo, Cabeza ensangrentada.
Bernardo representa un manantial refrescante en el árido entorno de la teología medieval. Pasarían aún algunos siglos hasta que llegaran los reformadores y fueran utilizados por Dios para ayudar a la iglesia a encontrar su camino. Pero nosotros podemos, al igual que aquellos reformadores, apreciar a este monje medieval y sus escritos.