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Nota del editor: Este es el noveno capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las bienaventuranzas
La mayoría de nosotros queremos paz, pero son muy pocos los que están dispuestos a hacerla. Si leemos rápidamente las bienaventuranzas, podríamos confundir el procurar la paz con una cualidad pasiva, una poseída por personas que no se entrometen en asuntos ajenos. Su virtud se encuentra principalmente en evitar conflictos. Pero esa ciertamente no es la enseñanza que pretendía Jesús. Un pacificador no evita los conflictos. Un pacificador decide involucrarse en un conflicto, no para inflamarlo sino para resolverlo. Un pacificador es alguien cuya postura es principalmente activa; alguien implacable en la búsqueda de la justicia, la armonía, el arrepentimiento y la reconciliación. La vida de Jesús, el pacificador por excelencia, revela cuán difícil y peligrosa suele ser esta obra.
¿Quiénes son estos pacificadores entre nosotros hoy, y cómo podemos unirnos a esta bendita labor? La pacificación imaginada y encarnada por Cristo tiene dos orientaciones: hacia Dios y hacia el hombre. Siguiendo los pasos de su Amo, los ciudadanos del Reino de Cristo están llamados a trabajar con ambos objetivos en mente. En pocas palabras, los pacificadores son aquellos que proclaman y aplican el evangelio en el evangelismo y en la resolución de conflictos. Si queremos unirnos a sus filas, debemos perfeccionar nuestra habilidad para aplicar las buenas nuevas a cada situación de conflicto.
Para tener éxito en este esfuerzo, debemos operar desde un lugar de paz personal y reconciliación con Dios. El pacificador solo puede esforzarse por llevar la paz a los demás si posee este don que recibimos por gracia. Al probar y ver que Dios es bueno, descubren que el mayor deseo de su corazón es que los demás disfruten de la paz con Dios y con quienes los rodean.
Las palabras de Cristo son una amonestación para aquellos a quienes nos anima la idea de un debate teológico pero nos aburre pensar en la reconciliación personal. Jesús ciertamente advirtió que Su verdad traería conflictos, pero el corazón de Su misión era pacificar. Si hemos encontrado la paz con Dios, la búsqueda de la paz con los demás y para los demás también debería ser un objetivo central para nosotros.
Este no es un trabajo que podamos hacer en nuestras propias fuerzas. La paz solo puede florecer en corazones que han experimentado un cambio profundo y duradero. La gracia gratuita e inmerecida que aseguró nuestra paz con Dios es la misma gracia que produce paz en los corazones de los demás. Recuerda esto cuando estés afligido por conflictos entre tus seres queridos y Dios, o entre los miembros de tu iglesia y comunidad. Lo que se necesita es gracia. Cubre tus esfuerzos pacificadores con oración. Pídele a Dios que honre tu obra imperfecta por amor al Hijo, quien es supremamente fiel.
La asombrosa bendición que se le promete a los pacificadores es que serán hijos de Dios. En el capítulo tres del Evangelio de Mateo, fuimos testigos del bautismo de Jesús, durante el cual Dios proclamó desde el cielo: «Este es mi Hijo amado». Ahora Jesús ofrece un título muy similar a los ciudadanos de Su Reino. Qué incentivo. Procurar la paz es difícil, pero trae bendición.
Enraizados firmemente en la paz que Cristo procuró, los pacificadores de hoy deben ver Su vida como un modelo. Su pacificación llevó a que los líderes religiosos lo odiaran y a que su familia se burlara de Él. Su pacificación lo llevó a un jardín, no para un reposo tranquilo, sino para una lucha de medianoche; no para un refrigerio agradable, sino para una copa rebosante de ira omnipotente. Su pacificación lo llevó a la cruz. Lo llevó a las tinieblas de afuera.
También le concedió una corona, un trono y un pueblo de cada tribu, lengua y nación. Esta es la porción de los pacificadores. Sus cuerpos están marcados y han sido despreciados, pero su cosecha es abundante y su título no es motivo de vergüenza. Serán llamados hijos de Dios.