Libres para morir
13 febrero, 2019La práctica de la mortificación
27 febrero, 2019Con premeditación y alevosía
Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie “La mortificación del pecado“, publicada por la Tabletalk Magazine.
Cuando Genoveva le dijo a Liz que se había puesto la blusa al revés, Liz estaba mortificada. El verbo mortificar proviene de una palabra en latín que significa muerte, por lo tanto aplica en la situación de Liz, ella quería morirse. Hoy en día, rara vez usamos la palabra en otro sentido que no sea el de esta vergüenza común que sienten los adolescentes, pero hubo un tiempo en que los creyentes usaban “mortificar” y su sustantivo mortificación para referirse a nuestro deber de hacer morir el pecado (Rom 8:13; Col 3:5). Si empleamos el significado original, la mortificación resulta ser una perspectiva renovada para la vida cristiana, dándonos una comprensión más profunda de lo que significa seguir a Cristo. En otras palabras, se puede pensar en cualquier práctica o deber bíblico en términos de la mortificación.
Pongamos a prueba mi teoría. Empecemos desde arriba: ¿Qué pasaría si amáramos a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas? De seguro que mientras más lo amamos, más disminuye el pecado. La segunda prueba es como la primera: ama a tu prójimo como a ti mismo y el egoísmo se desvanece. Sigamos: honra a tu padre y a tu madre y terminarás matando de hambre tu deseo de rebelarte. Pon las necesidades de una hermana antes que las tuyas y tu orgullo muere. Regocíjate en la esposa de tu juventud y calmarás el deseo de regocijarte en la esposa de tu vecino. Comparte tus bienes con un amigo en necesidad y la avaricia menguará. Debido a estas verdades es que no puedo imaginarme una vida cristiana saludable sin la mortificación, tal como no me puedo imaginar una moneda con una sola cara.
Alguien que está determinado a matar su carnalidad debe analizar todo como lo hace un asesino, estudiando los hábitos de su víctima para planificar su destrucción.
Podrías pensar: “Si no puedo evitar mortificar la carne cuando vivo fielmente, entonces, ¿por qué no solo concentrarme en la fe, la esperanza y el amor, y así dejar que la mortificación ocurra por su propia cuenta? (siendo esta una manera positiva de enfrentar el problema)”. Es cierto que si crecemos en fe, esperanza y amor, el pecado disminuye; sin embargo, Dios dice claramente que Él quiere que hagamos morir el pecado (Rom 8:13; Col 3:5), un llamado que requiere atención (Rom 8:5-8). El lente de la mortificación nos permite apuntar a pecados específicos para debilitarlos, herirlos y hasta matarlos de una manera más directa. Piensa en cómo cuidas tu jardín: desyerbándolo y alimentándolo. Alimentar tu jardín representa el cultivar la fe, esperanza y el amor; mientras que desyerbar es encontrar esa mala yerba del pecado y arrancarla desde sus raíces.
Aun así, algunos consideran que la mortificación es como una cirugía opcional, como si el doctor hubiera dicho que puedes pasar tu vida entera sin hacértela aunque pudiera ser que experimentes algunas molestias. Sobre la base de esta premisa, algunos sopesan los supuestos beneficios de mortificar el pecado contra el trabajo duro y obvio que representaría, y deciden que la recompensa es demasiado pequeña. Podrían declararse “cristianos carnales”, sellar sus boletos para ir al cielo y continuar con vida a la ligera: comiendo, bebiendo y divirtiéndose.
Pero considera esto: “Si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom 8:13); “y todo el que tiene esta esperanza puesta en Él, se purifica” (1 Jn 3:3); y “ninguno que es nacido de Dios practica el pecado” (1 Jn 3:9). Esta cirugía no es electiva; ninguno que espera vivir en Dios puede rechazarla.
No me malinterpreten, no estoy diciendo que la mortificación es una manera de justificarnos a nosotros mismos. Decir eso me convertiría en un hereje, y también en un tonto. Lo que tengo en mente es más bien esto: la mortificación es algo que la vida de Dios hace en nosotros. Haber nacido de Dios nos hace criaturas nuevas viviendo vidas nuevas en el Espíritu, y un aspecto esencial de esa nueva vida es darle golpes de muerte al pecado que aún permanece. No matamos la carne para ganarnos la salvación; debemos nacer de nuevo antes de poder siquiera levantar un dedo en contra del pecado. “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne…”
Otros artículos en esta serie nos ayudarán a refinar más nuestro enfoque en la mortificación, pero comencemos echando un vistazo a nuestra lucha contra la carne para empezar a entrenar nuestras manos para la batalla.
La mortificación es exasperante. Aprendemos esto primero, y nos desconcierta tanto que puede desafiar el fundamento de nuestra esperanza. Pero escuchemos a Pablo decirnos con espíritu fraternal: “Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago” (Rom 7:15). ¿Está Pablo aquí describiendo su vida antes o después de estar en Cristo? Estoy convencido de que está quejándose de un aguijón que perforó su corazón después de ser cristiano, no porque logra expresar perfectamente la confusión de mi alma, ni porque cada creyente que he conocido tiene la misma queja, sino porque tal irritación solo tiene sentido en aquel que ha nacido de Dios. Pablo le dijo a los de Galacia que lo que los detenía de hacer lo que querían hacer era una batalla entre su carne y el Espíritu dentro de ellos (Gál 5:17). De hecho, solo los esclavos del pecado están libres de esta batalla (Rom 6:20).
Pensamos que el pecado no debería dominarnos con tanta frecuencia porque el Espíritu reside en nosotros. Confundidos y frustrados, cuestionamos la obra de Dios en nosotros. Nuestras expectativas deben ser reajustadas a las de Pablo: así es, el pecado no tiene dominio sobre nosotros (Rom 6:14), y será completamente removido de nosotros (Rom 7:24), pero no hasta que seamos glorificados con Cristo; así que debemos continuar luchando por purificarnos hasta nuestro último día (1 Jn 3:2-3). Irónicamente, esta misma lucha nos asegura que hemos nacido de Dios.
La mortificación es intencional. Empecé diciendo contemplativa: eso implica un pensamiento profundo y suena espiritual. Pero quise sugerir la idea de asesinato, tal como en la frase “con premeditación y alevosía”. Alguien que está determinado a matar su carnalidad debe analizar todo como lo hace un asesino, estudiando los hábitos de su víctima para planificar su destrucción. Ya que nuestros corazones son engañosos (Jer 17:9), nuestra única esperanza es preparar nuestras mentes para tomar acción (1 Pe 1:13) y ser tan vigilantes contra las artimañas de la carne como lo estamos contra Satanás (1 Pe 5:8).
Tal como estudiamos las Escrituras para conocer a Dios, así mismo debemos escudriñarnos a nosotros mismos para conocer nuestro pecado. Todos tenemos diferentes grietas en nuestra armadura. Por ejemplo, nunca he sido tentado a embriagarme; mi placer por el vino se limita a la santa cena y una copa de vino tinto que tomo de vez en cuando con un amigo. Pero con los años he aprendido que cuando me siento agotado o estresado, soy un campo de minas: exploto con la más mínima provocación y le grito a mi esposa e hijos. Reconociendo esto, ahora puedo tomar la delantera a mi carne. Cuando sin razón le hablo mal a mis seres queridos, me reviso: ¿estoy cansado? ¿estoy estresado? Y cuando le presto atención al Espíritu, entonces confieso que estoy de mal humor y que necesito descansar un poco antes de poder hablar. Tales lecciones no se aprenden sin cicatrices.
La mortificación es radical. Mi equipo de trabajo verifica software de fábrica antes de entrar en producción. Las fallas de fábrica son costosas, así que cuando algún error se nos escapa, investigamos para poder implementar medidas preventivas; no podemos permitirnos el mismo error dos veces. Sabemos que tenemos que encontrar la causa principal, la raíz. Si no cavamos profundamente, terminamos jugando el “Machaca-el-Topo”, martillando un topo solo para ver que aparecen tres más.
Tal mortificación puede ser el resultado de la ignorancia —no sabiendo cómo ver más allá de los síntomas para llegar a las fuentes más profundas del pecado— o de pereza espiritual. Cuando Pablo dice que “la raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Tim 6:10), él da por sentado que hay otras raíces del mal, y que una raíz puede producir diferentes males. Por ejemplo, la falta de dominio propio de un niño frente a una lata de galletitas puede convertirse en la falta de dominio propio de un hombre ante la pantalla de su computadora. Si no identificamos estas raíces, no las podemos desarraigar; y si no sacamos al pecado desde sus raíces bueno, espero que hayan leído El Principito y sepan de los árboles de baobab: “un baobab es algo de lo cual nunca, nunca podrás librarte si te ocupas de él muy tarde”.
La mortificación es colaborativa. La oración y meditación privada son esenciales, pero si fueran nuestras únicas armas contra la carne, nuestro enemigo estaría más armado que nosotros. “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo” (Gál 6:1). Pablo no quiere decir “si alguien es atrapado con las manos en la masa”, no, él quiere dar a entender “si alguien está atrapado, embrollado en la arena movediza del pecado”. Tarde o temprano todos nos enredamos; hay momentos en que no podemos lograr desenredarnos a menos que confesemos humildemente nuestro pecado a un hermano.
Dietrich Bonhoeffer conocía el poder de la confesión mutua y lo expuso en el libro Vida en Comunidad, desarrollando la enseñanza de Santiago 5:16. Él entendía que un hombre podía arrepentirse en privado y confesar su pecado ante Dios una y otra vez, año tras año, y nunca lograr debilitar el dominio del pecado sobre su vida. Pero que si se atrevía a sacar su pecado a la luz ante un hermano en Cristo de confianza, este pecado se secaría y moriría. Escuchar las confesiones uno del otro es una manera en la que “llevamos los unos las cargas [más pesadas] de los otros” (Gál 6:2).
Al final, Dios nos librará de este desesperante “cuerpo de muerte” (Rom 7:24-25). Hasta entonces, por el Espíritu, libremos esta guerra —esta guerra santa intencional, radical y colaborativa— con premeditación y alevosía.