Con premeditación y alevosía
20 febrero, 2019Conferencia Nacional 2019
22 marzo, 2019La práctica de la mortificación
Nota del editor: Este es el quinto y último capítulo en la serie «La mortificación del pecado«, publicada por la Tabletalk Magazine.
Las consecuencias de una conversación pueden cambiar nuestra opinión sobre su importancia.
Mi amigo, un ministro más joven, se sentó conmigo en su iglesia al terminar una conferencia y me dijo: «Antes de que nos retiremos esta noche, solo muéstrame los pasos necesarios para ayudar a alguien a mortificar o hacer morir el pecado». Estuvimos sentados hablando de ésto por un poco más de tiempo y luego nos fuimos a descansar; espero que se haya sentido tan bendecido como yo con nuestra conversación. Todavía me pregunto si estaba haciendo su pregunta como pastor o simplemente para sí mismo, o ambos.
¿Cuál es la mejor manera de responder a su pregunta? Lo primero que debes hacer es: ir a las Escrituras. Sí, recurrir a John Owen (¡nunca es una mala idea!) o a algún otro consejero vivo o muerto. Pero recuerda que tenemos más que solo buenos recursos humanos en este tema. Necesitamos ser enseñados desde «la boca de Dios» para que los principios que estamos aprendiendo a aplicar lleven consigo tanto la autoridad de Dios como la promesa de Dios de hacerlos eficaces en nosotros.
No puedes «mortificar» el pecado sin experimentar el dolor de la muerte. ¡No hay otra manera!
Varios pasajes vienen a la mente para este estudio: Romanos 8:13; Romanos 13:8-14 (texto de Agustín); 2 Corintios 6:14-7:1; Efesios 4:17-5:21; Colosenses 3:1-17; 1 Pedro 4:1-11; 1 Juan 2:28-3:11. Es importante destacar que solo dos de estos pasajes contienen el verbo «mortificar» («dar muerte»). De igual manera es importante notar que el contexto de cada uno de estos pasajes va más allá de la exhortación a mortificar el pecado solamente. Como veremos, esta es una observación que resulta ser de gran importancia.
De estos pasajes, Colosenses 3:1-17 es probablemente el mejor lugar para comenzar.
Aquí vemos cristianos relativamente jóvenes que habían disfrutado de una maravillosa experiencia de conversión del paganismo a Cristo; entrando así al mundo de la gracia, gloriosamente nuevo y liberador. Tal vez, si leemos entre líneas, podríamos decir que ellos sintieron por un momento como si hubiesen sido liberados no solo del castigo del pecado, sino también de su influencia en sus vidas; tan maravillosa fue su nueva libertad. Pero luego, por supuesto, el pecado volvió a asomar su horrenda cabeza. Habiendo experimentado el «ya» de la gracia, ahora estaban descubriendo el doloroso «todavía no» de la santificación progresiva. ¡Suena familiar!
Al igual que en nuestra subcultura evangélica de soluciones rápidas para problemas de largo plazo, si los colosenses no tenían una comprensión firme de los principios del Evangelio, entonces ahora se encontraban en peligro; pues justo en este momento los nuevos creyentes tienden a ser presa relativamente fácil para los falsos maestros con nuevas promesas de una vida espiritual más elevada. Eso fue lo que Pablo temió (Col 2:8, 16). Los métodos para “producir santidad” estaban ahora en boga (Col 2:21-22) y parecían ser muy espirituales, justo lo que los nuevos creyentes necesitaban. Pero, de hecho, «carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne» (Col 2:23). No son los métodos nuevos, sino es el entender cómo obra el Evangelio lo único que puede proporcionar el fundamento y el patrón de conducta adecuados para enfrentar el pecado. Este es el tema de Colosenses 3:1-17.
Pablo nos da el patrón y el ritmo que necesitamos. Al igual que los saltadores de longitud olímpicos, no tendremos éxito a menos que volvamos del punto de acción a un punto en el cual podamos recobrar energía para el arduo trabajo de luchar contra el pecado. ¿Cómo, entonces, nos enseña Pablo a hacer esto?
En primer lugar, Pablo enfatiza lo importante que es para nosotros el estar familiarizados con nuestra nueva identidad en Cristo (3:1-4). Muy a menudo, cuando fallamos espiritualmente, lamentamos el haber olvidado quiénes realmente somos: somos de Cristo. Tenemos una nueva identidad. Ya no estamos «en Adán» sino «en Cristo»; ya no estamos en la carne, sino en el Espíritu; ya no estamos dominados por la vieja naturaleza, sino que vivimos en la nueva naturaleza (Rom 5:12-21; 8:9; 2 Co 5:17). Pablo toma tiempo para explicarlo de esta manera: hemos muerto con Cristo (Col 3:3; incluso, fuimos sepultados con Cristo, 2:12); hemos sido resucitados con Él (3:1), y nuestra vida está escondida en Él (3:3). Ciertamente estamos tan unidos a Cristo que también seremos manifestados con Él en gloria (3:4).
Nuestra incapacidad de lidiar con la presencia del pecado a menudo es consecuencia de una amnesia espiritual, olvidamos nuestra nueva, verdadera y real identidad en Cristo. Como creyente, soy alguien que ha sido liberado del dominio del pecado, por lo tanto, soy libre y estoy motivado a luchar contra el ejército del pecado que batalla en mi corazón.
Por consiguiente, el principio número uno es: conocer, confiar, pensar y actuar según tu nueva identidad: estás en Cristo.
En segundo lugar, Pablo continúa exponiendo cómo trabaja el pecado en cada área de nuestras vidas (Col 3:5-11). Si vamos a luchar contra el pecado bíblicamente, no debemos cometer el error de pensar que podemos limitar nuestro ataque a una sola área de debilidad en nuestras vidas. Todo pecado debe ser tratado, así que, Pablo habla en contra de la manifestación del pecado en la vida privada (v. 5), en la vida pública y cotidiana (v. 8) y en la vida en la iglesia (v. 9-11, «los unos a los otros», refiriéndose a la comunión en la iglesia). El desafío de la mortificación es similar al desafío de una dieta (¡en sí misma una forma de mortificación!): cuando comenzamos, descubrimos que hay todo tipo de razones por las que tenemos sobrepeso. Realmente estamos luchando contra nosotros mismos, no solamente con el controlar las calorías. ¡Yo soy el problema, no las papas fritas! Mortificar el pecado produce un cambio que impacta todas las áreas de la vida.
En tercer lugar, la exposición de Pablo nos proporciona una guía práctica para mortificar el pecado. A veces parece como si Pablo diese exhortaciones («Haced morir …», 3:5, RV60) sin dar ayuda «práctica» para responder a nuestras inquietudes de cómo aplicar esas verdades a nuestras vidas. A menudo, hoy en día, los cristianos van a Pablo para que les diga qué hacer, pero luego se dirigen a una librería cristiana para descubrir cómo hacerlo. ¿Por qué este desvío? Probablemente porque no nos detenemos lo suficiente para analizar lo que Pablo está diciendo. No meditamos profundamente ni nos sumergimos lo suficiente en las Escrituras. Digo esto porque, usualmente, cada vez que Pablo emite una exhortación, la rodea con pistas sobre cómo podemos y debemos ponerla en práctica.
Esto es absolutamente cierto aquí. Observa cómo este pasaje ayuda a responder nuestro «¿cómo lo hago?”
1. Aprende a reconocer el pecado por lo que realmente es. Llama las cosas tal como son; llámalo «inmoralidad sexual» no «estoy siendo tentado un poco», llámalo «impureza» y no «estoy luchando con mis pensamientos», llámalo «malos deseos, que es idolatría» en vez de «creo que necesito organizar mis prioridades un poco mejor». Este patrón corre a través de toda esta sección. ¡Qué manera tan poderosa de desenmascarar el autoengaño y ayudarnos a quitarle la máscara al pecado que acecha en lo recóndito de nuestros corazones!
2. Mira tu pecado por lo que realmente es ante la presencia de Dios. «Por causa de estas cosas vendrá la ira de Dios» (3:6). Los maestros de la vida espiritual hablaron de arrastrar nuestros deseos (aunque griten y pataleen) hasta la cruz, al Cristo que llevó la ira de Dios sobre Sí mismo en nuestro lugar. Mi pecado me conduce no solo a un placer efímero, sino también a un disgusto espiritual. Mira la verdadera naturaleza de tu pecado a la luz del castigo que merece. Con mucha facilidad pensamos que el pecado es menos serio en los cristianos que en los no creyentes: «Es perdonado, ¿no es así?» ¡No si continuamos en él (1 Jn 3:9)! Ve el pecado desde una perspectiva celestial y siente la vergüenza de aquello en lo que una vez caminaste (Col 3:7; ver también Rom 6:21).
3. Reconoce la inconsistencia de tu pecado. Tú has desechado al «viejo hombre» y te has vestido del «nuevo hombre» (3:9-10), así que ya no eres el «viejo hombre». La identidad que tenías «en Adán» se ha ido. El viejo hombre fue «crucificado con Él [Cristo] para que nuestro cuerpo de pecado [probablemente «la vida en el cuerpo dominado por el pecado»] fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado» (Rom 6:6). Las nuevas criaturas viven vidas nuevas; cualquier cosa que me lleve fuera de esa verdad es una contradicción a la realidad de quién soy «en Cristo».
4. Mortifica al pecado (Col 3:5). Es tan «simple» como eso. Rehúsalo, haz que muera de hambre y recházalo. No puedes «mortificar» el pecado sin experimentar el dolor de la muerte. ¡No hay otra manera!
Pero nota que Pablo establece esto en un contexto muy importante y más amplio. La tarea negativa de mortificar el pecado no se logra sin cumplir con el llamado positivo del Evangelio de «revestirse» del Señor Jesucristo (Rom 13:14). Pablo explica esto en Colosenses 3:12-17. Barrer y limpiar la casa simplemente nos deja disponibles para una nueva invasión del pecado. Pero cuando verdaderamente comprendemos el principio del «intercambio glorioso» en el Evangelio de la gracia, entonces comenzamos a experimentar un avance real en la santidad. El nombre y la gloria de Cristo son manifestados y exaltados en y entre nosotros (3:17) porque los deseos y hábitos pecaminosos no solo se rechazan, sino que se intercambian por gracias (3:12) y acciones (3:13) Cristocéntricas, ya que estamos revestidos del carácter de Cristo y Sus gracias se mantienen unidas a través del amor (v. 14) tanto en nuestra vida privada como en la comunión con la iglesia (v. 12-16).
Estas son algunas de las cosas que mi amigo y yo hablamos aquella noche inolvidable. No tuvimos la oportunidad de preguntarnos el uno al otro «¿cómo te ha ido?» porque fue nuestra última conversación; él murió unos meses después. A menudo me he preguntado cómo fueron los meses en su vida luego de esta conversación. De cualquier manera, la seria preocupación personal y pastoral de su pregunta aún resuena en mi mente. Tiene un efecto similar a lo que Charles Simeon dijo que veía transmitido en los ojos de su amado retrato del gran Henry Martyn: «¡No juegues con eso!»