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Nota del editor: Este es el séptimo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Gratitud.

Dios ha provisto la manera para que los cristianos enfrenten el pecado: el Evangelio de la gracia, que presupone el odio de Dios hacia el pecado. Dios perdona porque otro ha tomado el castigo por nuestro pecado. El remedio para la ingratitud es la gloriosa gracia de Dios en Cristo, sucintamente capturada en Romanos 8:32: “El que no eximió ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con Él todas las cosas?”. Contemplar la gracia no solo conduce al arrepentimiento, pues resalta lo abominable de la ingratitud, sino que también produce agradecimiento, porque muestra la generosidad de Dios.
El descontento con la provisión de Dios produce codicia e ingratitud. Adán y Eva no consideraron que la generosa provisión de Dios en Su creación y Su presencia fueran suficientes. En incredulidad y codicia, se aferraron a lo que veían como una necesidad que Dios, obrando sin amor, había fallado en satisfacer. Dios no sólo juzgó su pecado sino que también misericordiosamente prometió y proveyó redención en Cristo (Gn 3). La persona ingrata arremete contra el amor y la generosidad del Padre, rehusando honrar a Dios como el Dador verdadero de todas las cosas buenas, buscando en las dádivas lo que se encuentra solo en el Dador (Ro 1:21-23; Stg 1:17). La ingratitud surge cuando no valoramos correctamente el tesoro que ya tenemos.
El contentamiento es la base de la gratitud.
Para curar la ingratitud, uno debe apreciar los dones otorgados dentro del contexto de las bendiciones perdurables dadas en Cristo (Ef 1:3). Sentir gratitud por las bendiciones temporales de Dios, aunque bueno y necesario, es insuficiente. La gratitud por los alimentos diarios no se limita a la comida física sino que se extiende y apunta al alimento espiritual diario y a la fiesta del Cordero que se aproxima (Ap 19:7-10). Israel se quejó por la ausencia de los manjares egipcios, no solo porque había olvidado lo que Dios había hecho, sino porque una dieta variada parecía ser un tesoro más deseable que Dios mismo, quien estaba en medio de ellos, y lo que Él estaba haciendo, a saber, mostrándoles la necesidad que tenían del Pan celestial y Su poder de provisión (Nm 11:4-6; Dt 8:2-5; Jn 6:25-35). Ellos no recibieron la ausencia de una dieta variada como un regalo. Cuando Israel prosperó, seguían siendo ingratos porque se enfocaban en las dádivas en lugar del Dador.
En contraste, Pablo tenía contentamiento en cada situación, tanto en la abundancia como en la escasez, porque él estaba satisfecho en el Dador de todas las circunstancias (Fil 4:12). Él tenía contentamiento y, por lo tanto, sentía gratitud porque sabía que tenía el mejor regalo posible, Cristo en nosotros, y porque recibió todas las circunstancias, incluyendo las pruebas, como regalos de un Padre amoroso (Ro 5:1-5; Heb 12:3-11; 13:5-6). Contentos por nuestro perdurable tesoro, podemos recibir gratamente todas las circunstancias como de la mano amorosa de nuestro Padre (Mt 13:44-46; Ro 8:28, 33-39). El contentamiento es la base de la gratitud.
Si y cuando uno cae en la ingratitud, apreciar la generosidad de Dios en Cristo es una parte necesaria del arrepentimiento. El arrepentimiento nunca es solamente acerca del pecado y del odio hacia este (2 Co 7:10). Judas Iscariote lamentó su pecado pero se ahorcó (Mt 27:3-5). El verdadero arrepentimiento también pondera y recibe la gracia de Dios otorgada en Cristo. Una vez que consideramos la generosa provisión de Dios, podemos ver la ingratitud correctamente en el contexto de la gracia y clamar: “Estoy agradecido; ayuda mi ingratitud”. Debido a que la respuesta de Dios a la ingratitud es una provisión adicional de Su gracia inagotable y una entrega continua de todas las cosas en Cristo, podemos descansar en esta gracia a pesar de la tensión con la que vivimos mientras esperamos nuestra perfección como hijos de Dios, quienes, como Cristo, seremos perfectamente agradecidos.
El enfocarnos en la provisión de Dios en Cristo, nos ayuda a recibir la gracia para nuestro inexcusable pecado de la ingratitud, dar gracias y recordar el regalo más grande que ya tenemos y tendremos para siempre: Cristo, Dios con nosotros. Este es el antídoto para la tentación de creer que somos indignos del amor de Dios por nuestra ingratitud o que Dios nos está privando de algo bueno. Nuestros primeros padres sucumbieron ante esta última tentación aun cuando Dios ya había provisto lo que ellos buscaban al crearlos en Su propia imagen y semejanza. Su fe, demostrada por medio a la obediencia, habría resultado en la consumación del estatus de ser como Dios. Dios ha garantizado nuestra perfección en Su semejanza al sellarnos con Su Espíritu (Ef 1:13; 4:24; Col 3:4, 10; 1 Jn 3:2). Tener contentamiento en esta provisión eterna, entendida por medio de la fe, produce que el arrepentimiento y la acción de gracias surjan espontáneamente de corazones perdonados.