
Una mujer ordinaria con una fe extraordinaria
25 junio, 2022
Los partidos y movimientos judíos
27 junio, 2022Después de Roe: ¿cuál es nuestro deber ahora?

Las circunstancias cambian. Las leyes, los tribunales y los gobiernos van y vienen. Las elecciones levantan y derriban a los poderosos. La opinión popular aumenta y disminuye. Pero a través de todo esto, el llamado y la responsabilidad de los cristianos en este pobre mundo caído no han cambiado.
Nuestra postura a favor de la vida no fue impuesta por primera vez por el fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos en 1973 en el caso Roe vs. Wade, y no estamos exentos de ese deber por su revocación este año. El movimiento provida no es un fenómeno o una innovación reciente. Más bien, tiene dos mil años de antigüedad. Se inauguró en una vieja y cruenta cruz, en una colina llamada Calvario. Se conoce mejor como cristianismo. Cuidar de los indefensos, de los desposeídos y de los no deseados no es simplemente lo que hacemos; es lo que somos. Siempre lo ha sido. Siempre lo será.
La vida es un regalo de Dios. Es su don de gracia sobre todo lo creado. Fluye en la fecundidad generativa. La tierra está literalmente llena de vida (Gn 1:20; Lv 11:10; 22:5; Dt 14:9). Y la gloria suprema de este brote sagrado es la humanidad, hecha a imagen de Dios (Gn 1:26-30; Sal 8:1-9). Violar la santidad de este magnífico regalo es ir en contra de todo lo que es santo, justo y verdadero (Jr 8:1-17; Ro 8:6).
Lamentablemente, en la caída, la humanidad fue destinada repentinamente a la muerte (Jr 15:2). En ese momento, todos quedamos vinculados a un pacto con la muerte (Is 28:15). «Hay camino que al hombre le parece derecho, pero al final, es camino de muerte» (Pr 14:12; 16:25).
No hay justo, ni aun uno;
No hay quien entienda,
No hay quien busque a Dios.
Todos se han desviado, a una se hicieron inútiles;
No hay quien haga lo bueno,
No hay ni siquiera uno.
Sepulcro abierto es su garganta,
Engañan de continuo con su lengua.
Veneno de serpientes hay bajo sus labios;
Llena está su boca de maldición y amargura.
Sus pies son veloces para derramar sangre.
Destrucción y miseria hay en sus caminos,
Y la senda de paz no han conocido.
No hay temor de Dios delante de sus ojos (Ro 3:10-18).
No es de extrañar entonces que el aborto, el infanticidio, el abuso y el abandono hayan sido siempre una parte común de las relaciones humanas caídas. Desde la caída, los hombres han ideado ingeniosas maniobras para satisfacer sus pasiones depravadas. Y el asesinato de niños siempre ha sido el principal de ellos.
Prácticamente todas las culturas de la antigüedad se mancharon con la sangre de niños inocentes. En la antigua Roma, los niños no deseados eran abandonados fuera de las murallas de la ciudad para que murieran a la intemperie o por los ataques de las fieras. Los griegos solían medicar a sus mujeres embarazadas con fuertes dosis de abortivos herbales o medicinales. Los persas desarrollaron procedimientos quirúrgicos muy sofisticados de curetaje. Los primitivos cananeos arrojaban a sus hijos a grandes hogueras como sacrificio a su dios Moloc. Los egipcios se deshacían de sus hijos no deseados destripándolos y descuartizándolos poco después de nacer; su colágeno se recogía ritualmente para la fabricación de cremas cosméticas. Ninguna de las grandes mentes del mundo antiguo —desde Platón y Aristóteles hasta Séneca y Quintiliano, desde Pitágoras y Aristófanes hasta Livio y Cicerón, desde Heródoto y Tucídides hasta Plutarco y Eurípides— condenó en modo alguno el asesinato de niños. De hecho, la mayoría de ellos lo recomendó. Discutieron insensiblemente sus diversos métodos y procedimientos. Debatieron despreocupadamente sus diversas ramificaciones legales. Arrojaron alegremente vidas como si fueran dados. De hecho, el aborto, el infanticidio, la abuso y el abandono formaron parte de las sociedades humanas hasta el punto de ser el principal motivo literario de las tradiciones populares, los cuentos, los mitos, las fábulas y las leyendas, desde Rómulo y Remo hasta Edipo, Poseidón, Asclepio, Hefesto y Cibeles.
Pero gracias a Dios, el Dios que es el dador de la vida (Hch 17:25), la fuente de la vida (Sal 36:9), el defensor de la vida (Sal 27:1), el Autor de la vida (Hch 3:15) y el restaurador de la vida (Rt 4:15), no dejó a los hombres languidecer sin remedio en las garras del pecado y la muerte. No solo nos envió el mensaje de vida (Hch 5:20) y las palabras de vida (Jn 6:68), sino que también nos envió la luz de la vida (Jn 8:12). Nos envió a Su Hijo unigénito —la vida del mundo (Jn 6:51)— para romper los lazos de la muerte (1 Co 15:54-56). Jesús «prob[ó] la muerte por todos» (He 2:9), y de hecho «puso fin a la muerte» por nosotros (2 Ti 1:10) y nos dio una nueva vida (Jn 5:21).
La Didajé, uno de los primeros documentos cristianos —que de hecho concurre con gran parte del Nuevo Testamento— afirma que «hay dos caminos: uno de vida y otro de muerte». En Cristo, Dios nos ha dado la oportunidad de elegir entre esos dos caminos: elegir entre la vida fructífera y rebosante, por un lado, y la muerte estéril y empobrecida, por otro (Dt 30:19).
Fuera de Cristo, es imposible escapar de las trampas del pecado y de la muerte (Col 2:13). En cambio, «si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas» (2 Co 5:17).
El conflicto principal en la historia temporal siempre ha sido y será la lucha de la iglesia por la vida frente a las inclinaciones naturales de todos los hombres en todas partes. Este fue el caso mucho antes de Roe y lo será mucho después, mientras el Señor se demore.
Entonces, después de Roe, ¿cuál es nuestro deber ahora? Es el mismo de siempre: ser defensores bíblicos de todo lo que es correcto, bueno y verdadero. Debemos cuidar a los pobres, a los que sufren y a los marginados. Debemos decir la verdad con amor. Debemos recordar a nuestros gobernantes sus responsabilidades. Debemos discipular. Debemos ser inquebrantables en la proclamación de las Buenas Nuevas, que lo cambian todo. Nuestras intercesiones y esfuerzos deben ser incesantes.
Nuestros centros locales de embarazo en crisis necesitan nuestro apoyo como nunca antes. Nuestros púlpitos deben resonar con una urgencia práctica, pastoral y profética como nunca antes. Y necesitamos recordar la gloriosa promesa de Dios como nunca antes:
Yo hago algo nuevo,
Ahora acontece;
¿No lo perciben?
Aun en los desiertos haré camino
Y ríos en los lugares desolados (Is 43:19).