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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XIII
Cuando Lady Juana Grey, de dieciséis años, estaba en el cadalso una gris mañana de invierno, miró con calma a la multitud que la observaba. Luego, juntando la fuerza que le había pedido a Dios, habló con tal aplomo y convicción que incluso sus verdugos se conmovieron.
Después de admitir brevemente su culpa como indicaba la costumbre (todos los condenados a muerte debían admitir la justicia de su castigo), Juana hizo hincapié en lo que más le importaba en el mundo. «Les ruego a todos los cristianos buenos», dijo, «que den testimonio de que muero como una verdadera mujer cristiana y de que no espero ser salvada por ningún otro medio sino por la misericordia de Dios y los méritos de la sangre de Su único Hijo Jesucristo». Confesó algunos pecados pasados, especialmente el amor por sí misma y por el mundo, agradeció a Dios por Su misericordia, y luego pidió que oraran por ella, pero tuvo el cuidado de añadir «mientras esté viva», señalando así la inutilidad de la creencia católica romana en la oración por los muertos.
Juana había gobernado Inglaterra durante menos de dos semanas en uno de los momentos más turbulentos de su historia. El joven rey Eduardo VI acababa de morir de una enfermedad pulmonar, dejando la orden no confirmada de que Juana fuera instalada en el trono. Aprovechando el fuerte apoyo popular, María Tudor, primogénita de Enrique VIII, reunió rápidamente sus fuerzas para reclamar sus derechos a la corona. Juana fue arrestada, confinada en un rincón de la torre de Londres, juzgada y declarada culpable de traición. Al principio, María parecía decidida a mostrarle piedad. Eso fue así hasta que el padre de Juana fue arrestado por participar en una conspiración para derrocar al gobierno. En ese momento, Juana se convirtió en un peligro demasiado grande para el reinado de María. Mientras estuviera viva, alguien podría intentar liberarla y volverla a colocar como reina. Su sentencia de muerte estaba sellada.
Sabemos relativamente poco de la vida de Juana antes de la muerte y la promulgación del testamento de Eduardo, pero los pocos documentos disponibles la muestran como una adolescente típica. Sus primeras cartas reflejan el simple deseo de marcharse de casa y brindan una grata demostración de habilidades literarias. La queja de que sus padres no apreciaban su amor por los estudios superiores, que se ha idealizado con frecuencia, en realidad suena como el intento de una adolescente por despertar simpatía en un momento de frustración personal. Incluso su profesor, John Aylmer, se preocupó mucho cuando ella empezó a mostrar un interés aparentemente vano por la moda y la música.
Curiosamente, es en esta ordinariez donde podemos encontrar el mayor estímulo para nosotros y nuestros hijos. Cuando esta joven tan normal tuvo que enfrentarse a la humillación repentina, al encarcelamiento y, finalmente, a la muerte, las Escrituras y la teología que había aprendido de forma constante y casi imperceptible día tras día cuando era niña, principalmente en la iglesia, la escuela y los cultos familiares, cobraron importancia en su vida.
Su formación teológica destaca especialmente en su relato de la discusión de tres días que tuvo con Juan Feckenham, un abad enviado por la reina María para persuadir a Juana de aceptar la fe católica romana. Totalmente convencida de que «solo la fe salva», Juana desmanteló con confianza y pasión los argumentos de Feckenham sobre la misa, señalando que Cristo se sacrificó de una vez para siempre en la cruz y que ofreció un trozo de pan común cuando dijo «Esto es mi cuerpo», estando corporalmente presente con los discípulos (Lc 22:19).
Su familiaridad con las Escrituras también se evidencia en las cartas que escribió durante su encarcelamiento, en particular en una dirigida a Tomás Harding, su antiguo capellán, que había renunciado a la fe en el evangelio. En un solo párrafo de ese mensaje audaz y explícito, citó con mucha naturalidad unos once versículos de la Biblia.
Finalmente, la última carta que le escribió a su hermana menor Catalina refleja las palabras de consuelo e instrucción que Juana debió haber oído en sus primeros años:
Hermana, desea entender la ley del Señor tu Dios. Vive para morir, para que por la muerte entres a la vida eterna y entonces disfrutes la vida que Cristo ha ganado para ti con Su muerte. No pienses que porque ahora eres joven, tu vida será larga, pues los jóvenes y los viejos mueren según Dios quiere… Reniega del mundo, oponte al diablo, desprecia la carne y deléitate solo en el Señor. Arrepiéntete de tus pecados, pero no te desesperes. Sé fuerte en la fe, pero no presumas. Al igual que san Pablo, desea morir y estar con Cristo, con quien, incluso en la muerte, hay vida.
Juana apuntó la misma frase que le escribió a su hermana ―«Vive para morir, para que por la muerte entres a la vida eterna»― en la dedicatoria del libro de oraciones que le dejó a su carcelero. En sus últimos días, morir como cristiana era lo único que le importaba y aceptó esa tarea con diligencia y devoción.
A veces es fácil que nos veamos a nosotros o a nuestros hijos como la joven Juana, que usaba los medios de gracia y el estudio de la Palabra de Dios casi por rutina o incluso de forma distraída y veía poco fruto, pero la vida de Juana es un estímulo para que perseveremos. Si estamos cimentados en el evangelio y en una teología sólida, las pruebas no nos tomarán desprevenidos. Fortalecerán la fe que «viene del oír», mientras «el que comenzó en [nosotros] la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús» (Rom 10:17; Flp 1:6).